Muchos lectores y críticos andamos, de
un tiempo a esta parte, con los sentidos alerta contra los libros que huelan a danbrownismo, ese esperpento literario
más bien aparatoso, mendaz y fullero que se construye sobre medias verdades,
trampantojos, supuestas confabulaciones seculares y terribles secretos que
amenazan con desvelar misterios ocultos a lo largo de la Historia. De ahí que
si el lector convencional se encuentra con un libro cuyo título es Los mensajes ocultos de Leonardo da Vinci,
lo normal es que de inmediato se ponga a la defensiva o tuerza el morro,
pensando en que tiene ante sí otra bazofia de la misma saga. Pero les aseguro
que, en este caso, no es así. El catalán José Luis Espejo, trabajando con
rigor, cotejando documentos, analizando con lupa y con erudiciones los
cuadernos del genio renacentista italiano y dejándose los ojos sobre sus
dibujos y lienzos, elabora una obra de investigación (y también de
especulación, por qué no decirlo) de notable envergadura. Y eso que el objetivo
que se planteaba no era ni mucho menos fácil: ¿existen en la obra de Leonardo
pruebas (pruebas reales, constatables, que no se cimenten sobre la fantasía) de
su vinculación con el catarismo, con las sociedades secretas o con Cataluña (un
territorio que oficialmente jamás pisó)? Como bien señala Silvano Vinceti en el
prólogo, “El autor de La Gioconda
escapa a toda clasificación. Está más allá de cualquier tentativa de
interpretación exhaustiva y absoluta, navega por cielos y mares del espíritu
que tienen el perfume y el sabor de lo indeterminable, de lo inaprensible” (p.8).
José Luis Espejo, pues, ha optado por una aproximación parcial (rica y curiosísima)
al italiano, en la cual ha conjugado la investigación con la inducción, el
análisis con la hipótesis, sin incurrir jamás en absurdos flagrantes. Pero como
muchas de las ideas que Espejo lanza al lector son inauditas y sorprendentes,
no tiene reparos en lanzarle un aviso: “Abróchate el cinturón” (p.15). Para
comenzar, aporta pruebas más bien elocuentes de que los paisajes que sirven de
fondo a ciertos cuadros de Da Vinci (entre ellos, La Gioconda) se corresponden con las montañas de Monserrat. La aparente
elucubración adquiere visos de nítida certidumbre cuando se observan fotos y
cuadro, unidos. De ahí que Espejo avance una hipótesis: que los Da Vinci
italianos en realidad eran catalanes que huyeron allí por causas religiosas
relacionadas con el catarismo (p.52). Después, insinúa que dada la relación con
Américo Vespucio, es probable que Leonardo da Vinci conociera al almirante
Cristóbal Colón... y que su mapamundi (incluyendo América) fuera el primero de
la Historia. Pero ahí no se detienen las sorpresas: José Luis Espejo, tras un
análisis exhaustivo de escritos, montajes visuales, estudios del paisaje que
sirve como fondo del cuadro más famoso de Leonardo, etc, concluye: “La Gioconda sería una representación de
la Virgen de Monserrat, la Virgen Negra. Su misma sonrisa (tan parecida en
ambos casos) lo delataría” (p.203). No es desde luego una afirmación
intrascendente. Más adelante, incluso vinculará este lienzo con el culto a
María Magdalena en la zona catalano-occitana (Isis, vírgenes negras, etc). Y explica
razonadamente su idea de que con toda probabilidad las dos Giocondas más
famosas (la del Louvre y la del Prado) sean en verdad de la misma mano:
Leonardo da Vinci. En cambio traza sus distancias con otra hipótesis
normalmente vinculada al genio italiano: José Luis Espejo es escéptico con
respecto a la hipótesis de que fuera Leonardo quien realizó la figura de la
Sábana Santa de Turín (“Leonardo era bueno con los pinceles, no con los
milagros”, p.263)... Pero insisto en el núcleo de este comentario: no estamos
en presencia de un libro absurdo, fantasioso o literario (entiéndase la cursiva), sino ante una anonadante
investigación. Recomiendo, pues, leer con calma muchas de las páginas de este
libro, porque la densidad de informaciones culturales (alquimia, mitología,
arquitectura, simbología, historia de las religiones) es tan notable que el
lector corre el serio peligro de perderse o sentirse desbordado en algunos
tramos. Cuando esa sensación le invada, concédase una pausa y no abandone,
porque el hilo que José Luis Espejo insinúa aquí es tan seductor como
gratificante: abre las puertas de la mente a experiencias y reflexiones
asombrosas.
sábado, 30 de marzo de 2013
miércoles, 27 de marzo de 2013
La aventura del tocador de señoras
Un personaje alocado, que ha tenido “el privilegio
de pasar buena parte de su vida en un manicomio” (p.305), y al que ya conocíamos
por ser protagonista de otras dos novelas de Eduardo Mendoza (El misterio de la cripta embrujada y El laberinto de las aceitunas) vuelve a
ser la médula espinal de una obra de este espléndido escritor barcelonés: La aventura del tocador de señoras. Y el
resultado no puede ser más eficaz, ni más atractivo, ni más jocoso. Una parte
(no pequeña, por cierto) de los críticos de este país, arrogándose una
capacidad dictaminadora que ellos juzgan infalible, decidieron hace años que la
producción mendoziana se podía agrupar en dos compartimentos estancos: las
novelas serias (bloque donde brillarían
con luz propia La verdad sobre el caso
Savolta y La ciudad de los prodigios)
y las novelas de humor, reservando
para estas últimas la etiqueta de lo gracioso, lo liviano y lo prescindible.
Pero ignoran (o les conviene ignorar, para la salvaguarda de su rígida taxonomía)
que un factor común enhebra todos estos libros: la brillantez de su escritura.
Y eso es lo único que a la postre interesa.
La
aventura del tocador de señoras es
un ejemplo soberbio de cómo se puede redactar una novela humorística sin caer
(tentación acechante) en la garrulería o el garbancerismo; y, desde luego, sin
deslizarse por los terraplenes de lo chabacano. Porque Eduardo Mendoza,
cuidadoso hasta el extremo en la composición de sus obras, se preocupa de
conducir la sonrisa por cauces bien pautados. Así, nos entrega su particular
homenaje a los hermanos Marx (la célebre escena del camarote, parodiada en el
piso del protagonista) o nos da su versión irónica de los finales detectivescos
de Agatha Christie (cuando reúne a todos los implicados en el asesinato de
Manuel Pardalot, y se van sucediendo las confesiones). Sumen a todo eso unos diálogos
celéricos, delirantes y surrealistas, llenos de juegos de palabras, y tendrán
una excelente novela entre las manos. Solamente en un aspecto del libro da la
sensación de que Mendoza abandona los carriles de la templanza, para incurrir
en el ensañamiento y la deformación esperpéntica: cuando se refiere al alcalde
de Barcelona, un pelele verboso, carota, descerebrado y tontucio al que
califica de esquizofrénico (p.123), imbécil (p.222), masturbador compulsivo
(p.274), aspirante a cornudo (p.288), consumidor de piratería informática
(p.301) y empresario fraudulento (p.306), entre otras aplastantes lindezas.
Salvo este alcalde (y por motivos más que obvios), creo que ningún lector saldrá
de aquí sin haber esbozado muchas sonrisas y sin haber descerrajado más de una
sonora carcajada.
domingo, 24 de marzo de 2013
El caso del mago ruso
Encontrarse en los escaparates de las
librerías un nuevo libro de Patrick Ericson siempre es una felicidad, porque
podemos estar seguros (yo diría que convencidos) de que su lectura resultará
fascinante y nos deparará días enteros de emociones. Pero descubrir que en la
portada de la obra no se reproduce el nombre literario del autor, sino el
auténtico (José María Fernández-Luna), requiere una pequeña explicación... Esta
vez, Patrick no nos habla de muertes misteriosas, ni de escalas masónicas, ni
de rituales rosacrucianos, ni de conspiraciones donde queden mezcladas política
y religión, sino de un personaje real: Ramón Fernández-Luna, famoso jefe de la
Brigada de Investigación Criminal de Madrid y antepasado suyo. La detención de
Eduardo Arcos, conocido en la prensa internacional como Le Fantôme, o la
resolución del crimen del capitán Sánchez, aureoló a este policía con el
sobrenombre de El Sherlock Holmes español.
Se entiende entonces que, por el hecho de tratarse de un pariente lejano del
novelista, éste haya decidido firmar la obra con su apellido, como homenaje.
¿Y qué se van a encontrar los lectores
en estas apretadas cuatrocientas páginas? Pues les aseguro que un grupo de
personajes realmente sorprendentes: un mago ruso llamado el Gran Kaspar, que se
fuga de forma misteriosa de la cárcel Modelo de Barcelona, sin que nadie
acierte a explicarse cómo lo ha logrado; una espectacular bailarina cubana
llamada María Duminy, que utiliza su cuerpo como arma y moneda, dentro y fuera
del escenario; una bella vedette colombiana (Luisa Rodrigo) que no esconde
demasiado su condición bisexual; un anarquista que ha matado a varias personas
y que tiene que esconderse de las fuerzas del orden hasta que se apacigüen los
ánimos; un enigmático tipo llamado Agamenón, que maneja las voluntades de dos
mujeres a cambio de drogas; el escapista más famoso de todos los tiempos, que
ayudará a Ramón Fernández-Luna a entender algunos de los pormenores de un truco
de magia; el comisario Manuel Bravo Portillo, cuyas brutalidades asquean tanto
a los maleantes como a sus compañeros policías; una criada que intenta hacerle
la vida imposible a su señorita... Y a todo ese grupo de personajes (que no es
sino un resumen de los muchos que aparecen), sumen charlas políticas y
sindicales, reuniones en casa de Antonio Gaudí, asistencia a una sesión de espiritismo,
tesoros escondidos en algún lugar misterioso, un submarino alemán que aparece
en las proximidades de Barcelona, un plan meticuloso para matar al zar Nicolás
II de Rusia, excelentes retratos de época (ropas, carruajes, etc), truculencias
carcelarias...
Con esta historia, que sucede en la
Ciudad Condal pero que tiene notables ramificaciones en Madrid, Cuba y
Petrogrado, Patrick Ericson vuelve a demostrar que es un novelista portentoso
capaz de documentarse con una minucia extrema para cualquier detalle de su
obra, pero que luego camufla esos datos y los entrega al lector de una forma
novelesca, natural, fluida.
La gran pregunta que acude de inmediato
a la mente es ésta: ¿habrá más casos
del policía Ramón Fernández-Luna en el futuro? El título abierto de esta obra
que acabamos de terminar parece indicar que sí, y el final que Patrick Ericson
dibuja en la página 401 entiendo que camina en la misma dirección. Ojalá sea
así. Leer a novelistas como él es siempre un gozo. Cuanto más se repita la
experiencia, mejor.
miércoles, 20 de marzo de 2013
La novia de Matisse
Que el arte posee atributos mágicos lo sabían ya,
posiblemente, aquellos antepasados nuestros que exorcizaron sus miedos o
cifraron sus esperanzas en las pinturas rupestres de las cuevas. Pero que, en
plena actualidad (años 90 del pasado siglo), se atribuya a un cuadro la virtud
de frenar los progresos devastadores de la leucemia en el cuerpo jovencísimo de
una mujer es, cuando menos, una propuesta que genera perplejidad. Manuel Vicent
(Valencia, 1936), articulista frecuente en el diario El País y atesorador de
premios novelísticos tan notables como el Nadal (1986) o el Alfaguara (1999),
nos plantea ese supuesto narrativo en su obra La novia de Matisse.
En ella vertebra la acción alrededor de tres
personajes básicos: Míchel Vedrano (un marchante internacional de oscura
prehistoria y esplendoroso presente, muy atractivo todavía a pesar de sus 57
años), Luis Bastos (un financiero que ha visto crecer geométricamente su cuenta
bancaria con el boom de los 80, y que se ha convertido en un manirroto
coleccionista de arte) y Julia (esposa de éste, y piedra angular de la trama).
Pero, en realidad, el gran protagonista de la novela es (y cito) “un dibujo de
Matisse, el boceto del desnudo que aparece a la izquierda del cuadro La alegría de vivir” (p.93); un cuadro
bellísimo que se convertirá, por efecto de su virtud totémica, en un garante de
la salud de Julia. No en vano nos advierte el narrador de la historia, en la página
204, de las insospechadas virtudes terapéuticas del arte: “La belleza te sana,
te salva, te hace inmortal por sólo entregar tu vida a ella como hacen los místicos
con Dios”. Ese sacerdocio entusiasmado será el que salve la vida a la mujer del
financiero.
Refiriéndose a uno de sus libros más olvidados (El anarquista coronado de adelfas, de
1979), escribió una vez Manuel Vicent: “No sé si esto es una novela, ni
siquiera si es un relato. Después de releer el original he llegado a la
conclusión de que esto sólo es un libro de imágenes. Tengo una manera peculiar
de escribir, un método compulsivo de decir las cosas: abro la manguera a toda
presión y con la angustia de unos cien metros libres lleno doscientos folios en
un mes”. Por fortuna, los años han limado en él la intemperancia de la juventud
(y la sordidez hidráulica de sus metáforas), y ha logrado convertirse en un
escritor más tranquilo, más reposado y auxiliado por una más calmosa lentitud
narrativa. Fruto de ello es esta obra, La
novia de Matisse, donde hace gala de unas espléndidas maneras como
novelista. Hay, con todo, alguna aspereza que no sé si habrá corregido en
sucesivas ediciones de la obra (el vocablo expertizara,
por ejemplo, que mancha la página 78). Pero en general es un libro que se lee
con entusiasmo.
domingo, 17 de marzo de 2013
Safaris inolvidables
El modo en que conocí a Fernando Clemot
es tan azaroso como podría serlo acertar el número ganador de la lotería o
conocer en los pasillos de un supermercado a la persona que habrá de cambiarnos
la vida. No hacía mucho que había estado unos días en Portugal y, a mi vuelta,
vi en una librería de Murcia un volumen de cuentos que se titulaba Estancos del Chiado. Al acabar de
leerlo, lo reseñé con el gozo que nos embarga siempre a los buscadores de
perlas cuando hallamos una magnífica. Poco después (otra vez el azar jugando a
sus anchas) le fue concedido en Molina de Segura el premio Setenil por esta
obra y pude conocerlo personalmente. Al tímido que en el fondo soy aún le
asombra recordar el abrazo de oso que Fernando me regaló por aquella reseña que
tan a gusto escribí. Tras esa experiencia lectora, fueron las novelas El golfo de los poetas (2009) y El libro de las maravillas (2011) las
que se incorporaron a mis ojos y a mi biblioteca, permitiéndome comprobar que
casi nunca existen los aciertos literarios fortuitos: Fernando Clemot era —es—
un autor sólido, personalísimo y durable.
Ahora tenemos la ocasión de refrendar
el juicio con Safaris inolvidables,
que le publica el notable sello palentino Menoscuarto, una colección de
historias cortas donde el escritor barcelonés exhibe nuevamente sus asombrosas
virtudes no sólo como narrador (eso siempre), sino también como dibujante y
como psicólogo: marineros que han perdido trozos de ilusión y que se desmenuzan
en hogares infectos y solitarios; peripecias alucinadas de un fascista italiano
que construyó su propia locura, entre la aeronáutica y el mausoleo;
interrogatorios policiales en los que la persona que los padece rememora, entre
el humo, los rostros de personas y acciones de su pasado; una autopista de
amplias dimensiones, usada como trazado de velocidad durante el nazismo; la
costumbre, hermosa y perdida, de colocar flores entre las páginas de los
libros... Y por encima de todas las tramas menores, un hombre que explora desde
la pantalla de su ordenador, a vista de pájaro, un buen número de ciudades,
ríos, valles e islas. ¿Incongruencia? En modo alguno. Todo tiene su sentido en
este singular ajuste de relojería, en el que una serie de personajes (la infiel
Doce, que traiciona a su pareja con un advenedizo que la lleva a hoteles de
lujo; el capitán Jensen, que atraviesa el aciago camino que conduce desde la
felicidad hasta el oprobio; las figuras literarias de D’Annunzio, el conde de
Lautreámont, James Joyce, Genet o Leopardi, que se van cruzando como hilos
invisibles de la historia) componen una red viva de conexiones y sinapsis, que
el lector irá desentrañando con creciente sorpresa.
Explicaba Julián Marías en uno de sus
libros que hay obras que son sólo para lectores; y no era, desde luego, una
boutade. Son volúmenes que exigen una atención suplementaria, un plus de
concentración, y no el aleteo acelerado con el que a veces nos sumergimos en
los libros que caen en nuestras manos. Estos Safaris inolvidables pertenecen a ese grupo. Pero —y aquí el pero es crucial— la recompensa que se
obtiene con el esfuerzo lector alcanza cotas elevadísimas: se sale enriquecido
de esta aventura. En tiempos de hamburguesas, la narrativa de Fernando Clemot
es un auténtico marrón glacé.
miércoles, 13 de marzo de 2013
María bonita
Cuando la editorial Anagrama publicó el libro Alguien te observa en secreto, allá por
el año 1985, adjuntó una foto de su autor (que por aquel entonces contaba
apenas 25 años) donde éste mostraba cierto pasmo retraído en los ojos (era su
primera salida importante al mundo editorial), una camisa a cuadros y un
flequillo juvenil que se derrotaba sobre su ojo derecho. Tres lustros después,
el nombre de Ignacio Martínez de Pisón se había consolidado como uno de los
valores más sólidos de la literatura española (fue una apuesta que funcionó,
frente a tantas otras como entonces se pusieron en marcha, y que se tragó la
inmisericordia justa del olvido), con títulos como La ternura del dragón, Nuevo plano de la ciudad secreta, Foto de
familia o Carreteras secundarias.
Su mirada había ganado en madurez; y aunque siguiera pareciendo que posaba con
la misma camisa de antaño (curioso detalle), estaba claro que su narrativa había
subido muchos enteros en cuanto a densidad, hallazgos expresivos y enfoque
literario.
María
bonita, la novela que hoy comento,
es una meditación sobre la infancia, la felicidad y la memoria, que se vertebra
sobre las experiencias de una niña que vive en un hogar difícil, lleno de
complicaciones. Su padre es un obrero bastante pusilánime, sometido a la
voluntad férrea de su esposa y a las presiones de sus compañeros, que lo
involucran en política sin que él demuestre demasiado interés por el tema; su
madre es un ser casi mostrenco, que jamás se permite ternura alguna hacia la
niña, y que pretende educarla con un sistema que hubiera hecho las delicias de
los espartanos; su hermano Josemi tiene que casarse deprisa y corriendo, porque
su novia está embarazada; etc... En suma, un ambiente enrarecido para el que la
niña sólo vislumbra una escapatoria: su tía Amalia (rica, dulce, simpática,
llena de detalles), a la que juzga como el ideal de madre al que ella cree que
tiene derecho a aspirar. María, la pobre niña del extrarradio madrileño, al
escuchar la canción María bonita, que
Agustín Lara le dedicó a María Félix, se deja embargar por la felicidad y
accede a un peligroso territorio: aquel en el que se siente querida, dichosa y
respetada. María se elige feliz, rodeada por esa música; pero ignora (es una
niña y aún no ha vivido lo suficiente) que nadie elige su destino, sino que éste
nos va modulando a nosotros, con el capricho tortuoso de sus senderos. Nadie
elige a sus padres, como nadie elige el momento de nacer. Y esa sabiduría
amarga la acabará asimilando esta criatura de un modo traumático, con los ojos
llenos de lágrimas y el corazón malherido de claudicaciones y renuncias. Es muy
difícil salir desilusionado (literariamente) de este volumen.
domingo, 10 de marzo de 2013
Iglesias de Murcia
Una de las facetas más universales y definitorias
del amor es la obsesión por conocer con la máxima profundidad lo amado, para
extasiarse con sus perfecciones y sentir que cada día se lo podría amar más.
Así, cualquier madre recopilará minuciosamente todos los gestos y medias
palabras de su bebé, el entusiasta de un pintor descubrirá en sus lienzos
nuevos matices cada vez que los recorra y la persona enamorada no se cansará de
acopiar detalles del cuerpo y del alma de quien constituya el objeto de su adoración.
El escritor Santiago Delgado (Murcia, 1949) pertenece a la estirpe de quienes
aman su tierra y pretenden conocerla cada día mejor y contribuir a que otros lo
hagan de su mano. Es un empeño admirable, que le honra y nos enriquece a los
demás. Y para perfeccionar esa tarea aquí tenemos su última producción: el
libro Iglesias de Murcia, que ve la
luz bajo el sello cordobés Almuzara.
La voluntad que rige el tomo no es la erudición (y
el autor lo declara con nitidez en el prólogo), sino la divulgación: que todo
el mundo pueda conocer este conjunto de templos no sólo de diversa procedencia
religiosa y artística (unas fueron mezquitas; otras se construyeron con
directrices góticas, renacentistas, barrocas, modernistas), sino también de
distinto destino (en algunos se sigue desarrollando el culto; otros están
desacralizados). Y para lograr ese propósito, Santiago Delgado acude a las
referencias arquitectónicas, pictóricas, anecdóticas, culturales y humanas que
rodean a cada uno de esos edificios. Nos explicará, por ejemplo, que los restos
de José Moñino, conde de Floridablanca, estuvieron («al menos
transitoriamente», nos indica en la página 85) en la iglesia de san Juan
Bautista; o que para certificar que algunos restos de Alfonso X el Sabio se
encuentran en la catedral de Murcia, «habría que abrir y comprobar» (p.140).
Igualmente nos va dando cuenta de todas las tallas de Francisco Salzillo que se
encuentran distribuidas por los templos murcianos, constituyendo una especie de
museo disperso del imaginero barroco. O nos ofrece su opinión sobre la polémica
del edificio Moneo, situado frente a la catedral, que el escritor resuelve con
elegancia (p.121). O nos explica el origen de la palabra Arrixaca (p.49).
Pero sin duda la anécdota más estremecedora del
volumen (ésa es al menos mi opinión) la tenemos en la página 96. Nos está
hablando el cronista de la iglesia arciprestal de Nuestra Señora del Carmen
(situada en la conocida plaza González Conde) y comenta que fue utilizada como
almacén de aviación durante la guerra civil de 1936, sufriendo desperfectos y
pérdida de imágenes, entre ellas las de Salzillo o Roque López. A continuación
añade: «Con todo, el horror mayor de todos es el suplicio abyecto y abominable
del párroco don Sotero González Lerma, torturado hasta el canibalismo (RIP).
Antes, en los tiempos inquisitoriales, el barrio había servido de enclave de
“relajación al brazo secular” (muerte por cremación en la hoguera) de los
relapsos o condenados por desviación de la fe católica. Ninguna de las dos
acciones justifica o equilibra la otra. Ambas son recuerdos execrables de una
España lamentable y cruel».
Casi trescientas páginas llenas de buena literatura
y de amenidad, que se completan con las fotografías de José Beltrán Castillejos
para conformar un tomo delicioso que sirve para disfrutar y para aprender.
miércoles, 6 de marzo de 2013
Ciencia con esperanza
No estoy muy convencido de que el profesor Lozano
Teruel sea (aunque así se diga en el prólogo y él lo suscriba humildemente en
varios de los artículos de este libro) un divulgador;
sobre todo, porque esa palabra puede interpretarse a una interpretación malévola,
en el sentido de “aquél que rebaja algo para ponerlo a la altura de”. Y esa
acepción no conviene en modo alguno a las páginas de este catedrático de
Bioquímica, viejo conocido de los lectores del periódico murciano La verdad. Yo
propondría más bien la palabra traductor,
por parecerme más exacta. El profesor Lozano Teruel traduce el lenguaje de la ciencia para un lector curioso y culto,
necesitado de que alguien extracte para él las noticias más suculentas de
Nature, Science, British Medical Journal, PNAS y otras revistas especializadas.
Y lo hace con un lenguaje riguroso, que no pierde ni una arista de precisión y
que, a la vez, resulta inteligible, ameno y bien trabajado literariamente (qué
ingenioso el texto: “Legionella: la congresista distinguida”).
Muchas son las informaciones que, por su curiosidad
y su trascendencia, sorprenderán al lector de estas páginas: las amplias
bondades que para nuestro corazón comporta la sopa de pollo (p.86); la certeza
de que dar pecho a los bebés reduce el riesgo de contraer cáncer de mama
(p.114); la noticia de que los pioneros en la lucha contra el tabaco fueron los
científicos nazis (p.217); que el ginseng es altamente beneficioso para los
diabéticos (p.294); que la vitamina C reduce el riesgo de padecer cálculos
biliares (p.452); que el consumo abundante de sal duplica la posibilidad de
tener cataratas (p.477); que las neuronas, al contrario de lo que se pensaba, sí
parece ser que se regeneran (p.497); o que se están realizando estudios
esperanzadores sobre la corteza de un árbol argentino, del que se obtiene un
extracto eficaz en la lucha contra el sida (p.639). Otras veces, la información
puede provocarnos una sonrisa (por ejemplo, que los gases liberados por las
vacas contribuyen gravemente al efecto invernadero, p.517) o un gesto de
asombro (cuando se nos explica que escuchar música de Mozart reduce los efectos
de la epilepsia, p.556).
Súmesenle a todo eso las impresionantes
ilustraciones de Paco Hernández, llenas de virtuosismo compositivo, y se
obtiene un volumen extraordinario para disfrutar y para aprender.
domingo, 3 de marzo de 2013
Travesía americana
Soy, para repetir el sintagma que Emir
Rodríguez Monegal le dedicó al chileno Pablo Neruda, un viajero inmóvil. O para
expresarlo sin exageración: que desplazarme en coche desde Murcia hasta
Cartagena me supone un esfuerzo marcopólico. Pero, curiosamente, sí que me
gustan los libros de viajes. Y si están escritos con brillantez y con
elegancia, mejor que mejor. Por eso me he abalanzado a toda velocidad sobre
esta Travesía americana de Manuel
Moyano, que resume en poco más de cien páginas los doce mil kilómetros de
carretera que el escritor recorrió con su familia durante el verano de 2010,
desde San Francisco hasta Nueva York. La edición del texto, muy cuidada,
incorpora dibujos y fotografías del propio Manuel Moyano.
En este volumen caben, y creo que es
una de sus virtudes capitales, lo grandioso y lo menudo, lo célebre y lo
desconocido, lo anodino y lo peculiar: taxistas que reclaman con tono
impaciente o pertinaz su propina; visitas a castillos de auténtico ensueño,
como el que levantó el multimillonario William Randolph Hearst; desiertos
inacabables golpeados por el sol; el deslumbramiento musical, erótico y
consumista de Las Vegas; la imposibilidad de exhibir por la calle una simple
lata de cerveza («Tanto puritanismo con la bebida ya me estaba empezando a
fastidiar», p.47); el hospedaje en lugares tan anecdóticos como el hotel Irma,
fundado por Buffalo Bill; la lipotimia que sufrió su hija Marta en el parque de
atracciones de Universal Studios (p.26); la visita a los celebérrimos puentes
de Madison, en uno de los cuales inscribieron sus nombres con la ayuda de una
navaja (p.69); o las visitas a las casas natales de escritores como Bukowski
(p.24); Ernest Hemingway (p.75), Lovecraft (p.96) o Mark Twain (p.98).
Subidos en un Chevrolet modelo HHR de
color plateado y con matrícula de Alabama, los cuatro protagonistas de la
aventura cruzan los Estados Unidos de América de oeste a este, visitando todo
tipo de ciudades y paisajes, conociendo comunidades amish, comprando recuerdos
(ese sombrero de cowboy que Manuel Moyano adquiere en Sheridan y que lleva
puesto durante cuatro días, p.58), conociendo a personajes singulares o cenando
vestidos de gala en Manhattan, en recuerdo de su viaje de novios (p.116). En un
momento ya avanzado de esta crónica (p.73), el autor incorpora a su texto una
nota de inquietud: «Tenía la sensación de que en aquel viaje no estaba
ocurriendo nada excepcional». Y me acordé al instante de aquel experimento
protagonizado por los Beatles y que se llamaba Magical Mistery Tour: subirse con amigos a un autobús, viajar por
el país y filmar todo lo que fuera pasando. «Lo malo —apostillaba Paul
McCartney— es que no pasó nada». Con el libro de Manuel Moyano les garantizo
que no ocurre así, porque este escritor haría interesante casi cualquier tema;
cuánto más un viaje por uno de los países más variados y fascinantes del mundo.
Alejada de la sociología de urgencia,
de la psicología superficial, de la política repentizada, del análisis cultural
provinciano y de otras lacras que enfangan muchos volúmenes de este tipo, Travesía americana es una obra de viajar,
ver y apuntar (como le gustaban a Camilo José Cela), que lleva el sello
inequívoco de Manuel Moyano: elegante ritmo, construcción impecable, un
finísimo sentido del humor y una absorbente calidad literaria. Un tomo sin duda
delicioso.
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