Miguel de Unamuno, que fue un escritor desaforado,
atrabiliario y con notables excesos de energúmeno (no son insultos: hasta sus
admiradores le adjudican sin problemas esos calificativos) nos relató en su
novela La tía Tula la acongojante historia de dos hermanas,
Rosa y Gertrudis, en medio de las cuales aparece un hombre, Ramiro, que se
declara a la segunda pero se termina casando con la primera. Esa presencia
intrusa masculina no desbarata el amor entre ellas, pero sí que condiciona la
vida posterior de ambas. El novelista vasco, tan dado a esmaltar neologismos,
acuñó la voz sororidad que, a su juicio, planteaba matices diferentes a
fraternidad: el amor entre hermanas no es parangonable, nos dijo, al que se
establece entre hermanos; de ahí que se inventase una palabra nueva para
designar ese hecho.
Edith Wharton nos cuenta en Las
hermanas Bunner una
historia de formato similar y de implicaciones psicológicas muy parecidas: Ann
Eliza y Evelina son dos hermanas que regentan una pequeña mercería, muy
humilde, en la zona pobre de Nueva York. Su vida es gris y carece de todo tipo
de emociones, pero ellas la aceptan con mansedumbre decimonónica: venden
botones, realizan pequeños encargos para sus clientas, conversan con sus
vecinas y, en fin, languidecen en una ataraxia de polvo, sombras y dignidad
casta. Un día, coincidiendo con el cumpleaños de la menor, Ann Eliza le ofrece
un regalo tan sencillo como útil; un bonito reloj de mesa que adquiere con el
dinero obtenido por coser una canastilla de bebé para la señora Hawkins. De esa
forma tan inocente entablan relación con el señor Ramy, un relojero de fuerte
acento germano al que se nos describe sin ningún tipo de adornos: dientes
amarillentos e irregulares, más bien bajito, con la espalda excesivamente
envarada, con poquísimo pelo (y además canoso), con nula capacidad de
conversación... Esa descripción feísta, despojada de todo hálito idealizante,
evita que la obra ingrese en el terreno pasteloso: el señor Ramy no es un
donjuán de caramelo, que se interpone entre las hermanas y envenena sus
corazones. Es más bien un clavo ardiendo, la argolla última a la que asirse, el
último tren de la madrugada. Evelina, al aceptar el vínculo matrimonial con él
(en la petición tampoco hay romanticismo por parte del viejo relojero),
diríamos que se amolda a un cliché de felicidad que le viene impuesto desde el
exterior: una mujer se casa para alcanzar, presuntamente, la dicha. Pero
resulta innegable que Ann Eliza lo vive de otra forma: ella es la que se queda
sola, la tía Tula de este Nueva York con luz de ceniza. Y la situación se
agravará cuando Evelina, acompañando a su esposo, deba partir de la ciudad y
establecerse muy lejos de allí, donde al señor Ramy le han ofrecido un trabajo
en condiciones ventajosas.
Edith Wharton construye en estas páginas una
espléndida exploración en el alma de dos mujeres que han alcanzado «una gran
perfección en el arte de la renuncia» (páginas 40-41) y que se cobijan en la
ausencia de preguntas para no descubrir su infelicidad. La vida las ha
confinado en las dimensiones estrechas de un local paupérrimo y ellas, para no
morir de tristeza, se acomodan estoicamente a la aceptación: hablan poco,
piensan poco; y, en virtud de esa estrategia inconsciente, sufren poco. Cuando
Evelina se casa con el señor Ramy y se ausenta del comercio, Ann Eliza se
aferra a la mercería y al silencio como quien comulga con los dogmas de una
religión que la consuele. Ella, que pudo ser la elegida y que declinó ese honor
para procurar la felicidad de su hermana, ha de conformarse con la situación.
Ha optado por el sacrificio y ha obtenido como premio la soledad. Y tal vez,
aunque no quiera planteárselo, la amargura.Conocida sobre todo por novelas como La
edad de la inocencia (premio
Pulitzer en el año 1921), Edith Wharton consigue en esta novela un texto de
deliciosa lectura y de asombrosa densidad emocional, que Ismael Attrache ha
traducido para el sello zaragozano Contraseña. No es, desde luego, una mala
forma de adentrarse en la escritura de una de las más elegantes damas de la
novelística norteamericana de todos los tiempos.
1 comentario:
El alma, las mujeres y las mercerías. Eso me pasa a veces cuando salgo de la Ronería, lo encuentro todo a la vez.
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