Leo
la pieza teatral ¡Lorenzo!..., de Vicente Medina, en la edición
preparada por el profesor Mariano de Paco. Se trata de un texto al que
perjudica ostensiblemente su brevedad. Por el tema que desarrollaba, por la
evidente fuerza dramática de sus parlamentos y por las implicaciones sociales y
políticas que sugiere, la obra admitía (y aun reclamaba) una estructura más
sólida y una mayor generosidad argumental. Pero, con todo, Vicente Medina
elabora unas páginas dignas, donde nos relata cómo Lorenzo, un mozo huertano de
unos veinte a veinticinco años, ha sido enviado a la guerra de Cuba, y cómo en
su forzada ausencia el innoble rico Cayetano (que exhibe “aspecto de brutales
instintos”, como se afirma de forma maniquea en la página 165) trata de hacerse
con la voluntad de Pilar, novia del chico. Es, pues, un procedimiento casi
calcado de obras anteriores de Medina: si Andrés aprovechaba en El rento
la “obligación moral” de José, que lo atenazaba y lo eliminaba como rival
erótico, ahora será Cayetano (de similar edad, de similar riqueza, de similar
catadura ética) quien desee aprovechar la “obligación militar” de Lorenzo para
los mismos fines. La gran diferencia estriba en la actitud de la muchacha. Esta
Pilar es mucho más resuelta que aquella Santa.
Otro
elemento que llama poderosamente la atención es la doble lectura bíblica que
puede señalarse en relación con la historia atribulada de Lorenzo. De un lado,
es constatable que él ha sido expulsado del Paraíso, como un Adán sin culpa (su
padre, Vicente, y el sacerdote, don Juan Antonio, aluden a la huerta donde
trabajaba el joven y la llaman “la gloria”, en la escena II); del otro lado,
cuando llega la secuencia final, se nos presenta al muchacho “en ese estado
horrible en que vuelven muchos soldados de Cuba: lívido, demacradísimo,
cárdenos los labios, hundidos los ojos, febril la mirada, sin voz, sin
pulmones, sin fuerzas; con aplanamiento de muerte” (p.192). Y cuando abren para
él el portón que muestra el “ambiente purísimo” de la huerta, “cae exánime en
la silla”. Ha visto, como Moisés (y he ahí la segunda conexión bíblica que
antes comentaba), la tierra prometida, pero no la ha podido hollar.
Y
especialmente significativo se antoja el papel que el autor de la obra hace
desempeñar al “sacerdote venerable” don Juan Antonio, representante (algo
lineal, todo hay que decirlo) de la ortodoxia conformista. Así, cuando Vicente
se queja del reclutamiento forzoso de su hijo, le aconseja “resignación,
resignación y esperanza en Dios” (escena II); cuando protesta por lo oneroso
del préstamo que padece, el religioso exclama: “¡Todo sea por Dios!” (escena
III); y cuando, en fin, alza su voz contra la felonía el acoso sexual que
Cayetano está desplegando alrededor de la novia de Lorenzo, el cura templa y
pide “Paz para todo el mundo” (escena IX). Pero es que esos mismos consejos
hipócritas de aceptación del status los repetirá ante otros personajes: cuando
Pilar lamenta con amargura la avaricia implacable de los ricos, en lugar de
adoptar una posición comprometida con los débiles (o al menos misericordiosa)
se limita a susurrar con tono lleno de unción que “hay que tener paciencia”
(escena V), lo que ya roza los límites de la mansedumbre hiperbólica. No
resulta, pues, extraño que ante estas fáciles muestras de conformidad de don
Juan Antonio (bastante estupefacientes para cualquier lector que se acerque a
la obra en la actualidad) Vicente estalle y se atreva a plantear su rebeldía y
hasta el inicio de su descreencia: “Ande está la mala guierba de
las penas, la fe es una mata que medra poco” (escena V).
Texto interesante, aunque quizá demasiado ingenuo o maniqueo.