Don DeLillo (de orígenes italianos, pero nacido en el Bronx neoyorkino en el año 1936) es uno de los escritores norteamericanos más conocidos en todo el mundo. Y una de las características suyas que más me sorprenden es que consigue dar a sus lectores una nueva versión de sí mismo en cada obra, sin recurrir a la insistencia o la repetición. No se concede nunca la tregua de la facilidad. Sus reflexiones sobre el mundo que nos rodea siempre están adentrándose por caminos arriesgados, por senderos donde la nieve no esté pisada. Y esta voluntad de experimentación y de miradas oblicuas ocasiona que cada una de sus novelas constituya un nuevo salto sin red, al que DeLillo se somete con admirable aplicación.
El traductor Ramón Buenaventura y la editorial Seix Barral han publicado hace pocos meses la última de las entregas de este fascinante prosista con el título de Punto omega dentro de la Biblioteca Formentor. En sus páginas se nos cuenta la historia de Richard Elster, un hombre de 73 años que, después de haber trabajado en algunas dependencias secretas del Pentágono en asuntos relacionados con la guerra, vive ahora retirado en el desierto, sin más ocupaciones que la soledad, el silencio y la meditación. Un joven cineasta llamado Jim Finley ha acordado con él filmar en el lugar donde vive Elster una curiosa película construida en una sola toma, larga, monótona, donde él vaya desgranando sus recuerdos, sus opiniones, sus reflexiones sobre la guerra de Iraq. Después de algunas reticencias, el anciano acepta. Ha elegido la soledad del desierto porque eso le permite pensar («Cada paso que doy en la calle de una ciudad es un conflicto, las demás personas son un conflicto. Aquí es diferente», página 35). Pese a todo, Richard Elster no es ningún iluso, ni se abraza a embelecos pacifistas para justificar su actitud de anacoreta. Simplemente está convencido de que el modelo de guerra que se empleó en Iraq no fue el adecuado; pero había que hacer esa guerra («Una gran potencia tiene que actuar. Habíamos recibido un golpe muy fuerte. Nos hace falta retomar el futuro», página 44). Para completar este cuadro anómalo, el cineasta Jim Finley tampoco es un creador convencional. No quiere la típica grabación que pueda funcionar bien en los circuitos comerciales o en los certámenes al uso. Así que le explica a Elster de un modo gráfico lo que desea conseguir: «Una especie de visión, un fantasma de los consejos de guerra, alguien con libertad para decir lo que quiere, cosas nunca dichas, cosas confidenciales, valoraciones, condenas, divagaciones. Lo que usted diga será la película, usted es la película, usted habla, yo filmo. Sin cuadros, sin mapas, sin información de base. El rostro y los ojos, en blanco y negro, eso es la película» (página 63).
Y sólo falta un elemento en este mosaico narrativo tan engañosamente simple como (pronto lo descubren los lectores) desasosegante: Jessie, la hija de Richard Elster. Tiene la piel pálida, está muy delgada, ronda los veinticinco años y ha venido a refugiarse al lado de su progenitor porque se encuentra en apuros tras una relación sentimental más bien destructiva y preocupante. El resto de personajes (la madre de Jessie, su antiguo novio, la mujer de Finley, etc) están presentes sólo en tanto que elementos aludidos, sin presencia real en las páginas de la novela. Pero basta la pericia de DeLillo para construir con estos mimbres una narración impactante, que se escapa de lo convencional y que nos lleva por unos derroteros mentales y psicológicos que rozan la angustia.Don DeLillo, actuando aquí como un poeta apocalíptico de comienzos del siglo XXI, nos hace que miremos el mundo de la guerra con ojos críticos, con ojos que no teman avanzar hacia el horror de la especie humana, que parece abocarse hacia la autodestrucción, hacia el final de su ciclo. El corolario («El padre Teilhard lo sabía, el punto omega. Un salto al exterior de nuestra biología. Plantéate esta pregunta. ¿Tenemos que ser humanos para siempre? La consciencia está agotada. Toca ahora regresar a la materia inorgánica. Eso es lo que queremos. Queremos ser piedras del campo», página 72) produce tanta inquietud como ganas de asentir.
1 comentario:
¿Con qué otros ojos se podría mirar la guerra?
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