Un
ingrediente que me gusta mucho de los libros de microrrelatos (o de pequeñas
ficciones, o de como diablos quiera llamárselos, que me da igual) es su
condición exuberante. Es decir, la capacidad (y la generosidad) que muestra el
autor para regalarnos treinta, cuarenta, cincuenta, cien historias distintas.
Un búcaro con tres o cuatro flores sin duda puede ser muy hermoso, pero en un
parterre donde hay tres o cuatro docenas la vista dispone de más espacio, de
más tonos de color, de más irisaciones, de más aromas. Se amplía el gozo.
Embriagado
con esa posibilidad, me detengo en el grato volumen Los ojos de los peces,
del vallisoletano Rubén Abella (Menoscuarto, 2010), que me suministra un buen
caudal de propuestas donde puede verse la tristeza de un destino que se oculta
pudorosamente por teléfono (“Lunes”); las consecuencias sociales de un fraude
involuntario (“Por qué”); los presuntos éxitos eróticos de los butaneros (“Lance”);
la anécdota callejera en la que se ve envuelto involuntariamente Tomás y que causa
una catástrofe en su familia (“El vestido rojo”); la asombrosa argucia que
permite a Melquíades estar en medio mundo sin moverse de Madrid (“Viajar”); la aterradora
suposición que salpica de pánico el final de un juego infantil (“Seguridad”);
la conversión de un mero pasatiempo en una experiencia tenebrosa (“El
escondite”); la forma magistral de resumir en dieciséis líneas un amargo
despido laboral (“El fogonazo”); la mezquindad, que puede sobreponerse al
afecto (“Oposición”); o las artimañas delictivas que en ocasiones deben acometerse
por amor (“El regalo”).
Un libro lleno de buenas narraciones, que invita a establecer conexiones entre algunas de ellas y que, sobre todo, demuestra la versatilidad expresiva del autor. Muy interesante.
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