“Desde cada fotografía, nos miran siempre los ojos de un fantasma”, escribe con languidez Julio Llamazares en el capítulo 2 del libro Escenas de cine mudo. Da igual que la imagen reproduzca a nuestros abuelos, a nuestros padres, a nuestros amigos ya fallecidos, a nosotros mismos o incluso a nuestros hijos o nietos. Nada importa. El formol de la imagen ha cuajado un instante que ya no existe, porque los segunderos del reloj avanzan siempre inexorables y nuestras células apenas saben nada de poesía ni de eternidad. Caminamos en el tiempo; y, caminando, nos vamos desgastando, erosionando, yendo. Consciente de esa evidencia, el gran escritor leonés recupera (o inventa, qué más da: queden las precisiones de ese rango para otros) su infancia en un pueblecito minero, su amor por las carteleras del cine, sus primeros cigarrillos, sus amigos iniciales, la escuela (donde su padre impartía clase), la blancura de la nieve, el frío, el motorista que se mató ante sus ojos, los músicos que acudían a tocar pobremente en las fiestas. Él era entonces “un niño rubio vestido con pantalones largos y un jersey de lana gorda verde y blanco” (cap.1), con un hermano mayor que se había ido a estudiar fuera y que terminaría convenciéndolo para que emprendiese idéntico camino. Ahora, bastantes años después, el narrador ha podido revisitar las fotos que su madre “guardó y conservó hasta su muerte” y ha añadido melancólicos “pies de fotos personales para este álbum perdido” (cap.4). El resultado es una obra lánguida, reflexiva, honda y magnífica, donde se medita sobre uno de los grandes temas: el paso del tiempo. Lo impresionante es que el escritor no recurre a efectos burdos o lacrimógenos (que tan habituales resultan en otros libros de este tipo), sino que se limita a contarnos lo que nosotros ya sentíamos desde siempre, pero habíamos sido incapaces de convertir en las palabras adecuadas. Por eso Llamazares, no lo duden, es un grande.