viernes, 28 de febrero de 2025

El comando Gorki

 


En 1923, una fuerte explosión conmocionó una zona aislada de Siberia, pero los escasos testigos de aquella catástrofe desaparecieron convenientemente después de que el presidente Stalin decidiera encargarse del asunto. Diecisiete años después, un extraño colegio que lleva el nombre de Gorki y que acoge a una veintena de alumnos superdotados (quienes están siendo educados para convertirse en la élite de la ciencia soviética), amanece a 33 grados bajo cero en una situación inquietante: todos los adultos responsables del mismo (conserjes, profesores) han desaparecido de forma misteriosa. Y los chicos tienen que tomar el control.

De esa manera tan seductora comienza El comando Gorki, la novela que Edebé publicó a Fernando Lalana en 2016. En ella volvemos a encontrarnos con la eficaz escritura del autor zaragozano, que en esta ocasión nos traslada a ambientes de oscuridad y nieve perpetuas (no se pierdan el modo en que describe los paisajes), donde las sorpresas se van acumulando constantemente: un colegio donde se ha producido una explosión que ha destrozado los cristales y ha hecho desaparecer a los ocupantes; una sección del ejército que ha recibido instrucciones para personarse allí y poner orden en la situación, bajo las órdenes del coronel Lev Selgon; la entrada en Leningrado, pese al cerco al que la tiene sometida el ejército nazi (ayudado por la División Azul franquista); y, sobre todo, un misterio que los chicos descubren en el sótano acorazado del colegio y del que, perdonen, no les puedo decir nada, porque afecta a la médula de la historia.

Consejo uno: no se pierdan la descripción de cómo los chicos logran sobrevivir en Leningrado (y la presencia del francotirador Víktor Korda). Asombra la precisión y la plasticidad con las que Lalana nos invita a pasearnos por la ciudad, llena de escombros, cadáveres y supervivientes al borde de la inanición.

Consejo dos: no se pierdan la persecución aérea de los capítulos finales, llena de adrenalina y disparos certeros: se sentirán como si la estuvieran contemplando en la butaca de un cine.

Consejo tres: no se pierdan esta novela.

miércoles, 26 de febrero de 2025

Arde ya la yedra

 


Hace ya varios años (juraría que fue a mediados de 2011), mi entrañable amigo Pepe Colomer me preguntó si había leído algún libro de Gonzalo Hidalgo Bayal y, contrito, tuve que reconocerle que no. Su consejo fue contundente: no lo dejes para más tarde. Y yo, como siempre he confiado en su buen juicio lector, me apresté a hacerle caso y me sumergí en las páginas de Conversación (https://rubencastillo.blogspot.com/2011/11/conversacion.html). En efecto, qué poderoso estilista descubrí en aquellas páginas. Luego abordé su pequeño libro de relatos Un artista del billar (https://rubencastillo.blogspot.com/2015/05/un-artista-del-billar.html), su delicioso Campo de amapolas blancas (https://rubencastillo.blogspot.com/2015/06/campo-de-amapolas-blancas.html), su rotunda Hervaciana (https://rubencastillo.blogspot.com/2022/01/hervaciana.html) y, por fin, La escapada (https://rubencastillo.blogspot.com/2022/12/la-escapada.html). En ese momento, opté por detenerme, tomar un respiro y aplazar mis siguientes lecturas del cacereño, para no agotarlas demasiado deprisa.

Hoy, volviendo con entusiasmo a la carga, me deleito con Arde ya la yedra, que desde el título nos sugiere los juegos palindrómicos que, en efecto, cruzan e impregnan la obra. ¿Y por qué lo hacen? Ah, pues porque un joven de veinticuatro años (que acaba de ser abandonado por la chica de sus sueños y que tiene como horizonte cultural las novelas del oeste que consigue en los quioscos) da en la peregrina idea, tan risible como inquebrantable, de escribir una novela durante un mes y presentarla a un premio que acaba de ser convocado. Lo de menos es que nos vaya explicando cómo la compone, o que resulte finalista, o que Hidalgo Bayal aproveche su asistencia al acto cultural para destripar la hipocresía y los trapicheos de ayuntamientos, jurados y responsables políticos: lo crucial es que todo ese festín nos es servido con una prosa excepcional, rotunda, elegante hasta el mármol, rica hasta el asombro, donde la persona que está leyendo, si aguza un poco los sentidos, podrá detectar guiños inequívocos que nos conducen hasta Garcilaso, la Biblia, Salinger, Rubén Darío, Homero, Descartes, Wittgenstein, Kant, María Moliner, Stendhal, Cervantes, Fernando de Rojas, don Juan Manuel, Horacio, Clarín, Cortázar, Aristóteles, Delibes, Moratín, Miguel Hernández o Gabriel García Márquez (por citar unos pocos); donde aborda un impresionante ejercicio de análisis del alma humana (la envidia, el amor, la ingenuidad, la ira, los celos, la decepción, la melancolía); y donde continuamente nos asaltan juegos de palabras como el que rescato de la página 239, en la que nos dice que los no premiados en el certamen quedarán “condenados a galeras”, mientras que el ganador quedará “condenado a galeradas”.

Libro ingenioso, maduro y sonriente, que podría ser etiquetado como novela-degustación (en el sentido de que contiene todos los primores de la prosa hidalgobayaliana, condensados en trescientas páginas), Arde ya la yedra es una obra que, como pedía Baudelaire, se me antoja, por vocabulario, por sintaxis y por técnica compositiva, sublime sin interrupción.

Un auténtico maestro.

lunes, 24 de febrero de 2025

Sin fantasía nadie nada

 


Temo resultar paradójico, pero espero que no cruel o insensible, si comienzo esta nota diciendo que no he entendido la obra de la argentina Flavia Calise. Y me apresuro a declarar que, por el contrario, me ha gustado mucho. Pese a las apariencias, creo que ambos extremos resultan compatibles, y quieren expresar que he ido paseándome por la obra (a veces, nadando; a veces, buceando; a veces, caminando) y que, en cada página, me han ido asaltando imágenes, fogonazos, impresiones, que he sentido la necesidad de subrayar. Pero cuando he intentado someter esos flashes a una manifestación verbal racional he fracasado. Quería decir por qué consideraba estupendo el libro y no he conseguido que la sintaxis militar del idioma cumpla mis órdenes, ni que los vocablos se avengan a acudir de un modo disciplinado para formular mi conclusión.

Miro uno de los versos subrayados (“La vida no tenía raíz bajo la flor de la melancolía”); miro otro (“El amor es un pedazo de algo”); miro otro más (“Yo me voy a morir, pero antes voy a soñar”). Y todos me dejan acariciar su luz, aunque no me dejen convertirla en razones explicables. ¿Radicará ahí el misterio de lo insondable, de lo inefable, de lo lírico? No lo sé. Es posible.

En todo caso, quizá lo más sensato sea decirles que busquen la obra y realicen la prueba de leerla. Seguro que ella les dice su mensaje, aunque tampoco (no lo sé, ya me contarán) sean capaces de resumirlo. Y es que Liliputienses no publica más que hermosuras. Lo tengo clarísimo (y eso sí lo puedo verbalizar) desde hace años.

sábado, 22 de febrero de 2025

Sin miedo ni esperanza

 


La poesía de Luis Alberto de Cuenca siempre ha sido (y en este poemario puede observarse, sin exageración sea dicho, en cada página) una mixtura caliente de vida y literatura, de labios de mujer y libros antiguos, de neones nocturnos y juglares pretéritos, de tebeos y espadas nórdicas, de cine en blanco y negro y jugadas de Puskas. Y esa mezcla, que para timoratos o eruditos puede antojarse sacrílega, adquiere su vehículo natural en unos versos excelentes, de rítmico brío y de plástica resolución, en los que burbujea un mundo peculiar, envolvente, único, que reúne las mil fibras musculares de su corazón: Irlanda, los héroes del mundo artúrico, las espesas nieblas del poema de Gilgamesh, algunas escenas inolvidables de la Biblia (“Susana y los viejos”), los temblores de Poe, la profundidad inigualada de Shakespeare, las exploraciones por todo tipo de estrofas (desde el soneto al haiku)… El poeta madrileño lo abarca todo, y todo lo funde en su crisol, con la avaricia de quien absorbe el mundo, y los libros, y la vida, y sabe que Tintín es glorioso, y que Di Stéfano es glorioso, y que Leia Organa es gloriosa (porque le recuerda a Alicia, la sirenita con la que se casó), y que Coleridge es glorioso, y que Oscar Wilde fue glorioso, y que es glorioso el Puente de la Espada, y que también lo es el vestido de noche que se puso Dale Arden cuando Ming el Cruel fue derrocado. Eso es Sin miedo ni esperanza.

En esta poesía, tejida con hilos cultos y populares, el carpe diem o el ubi sunt o el tempus fugit pueden ser rastreados en cines, en alejandrinos o en espejos, porque todo puede ser mirado (e interpretado) desde las pupilas poéticas. Y en eso Luis Alberto de Cuenca es un maestro.

Este libro, publicado originalmente en 2002, puede ahora ser leído en la hermosa edición anotada que Ricardo Virtanen ha preparado para la legendaria editorial Cátedra, dentro del volumen El triunfo de estar vivo, que reúne la obra poética compuesta por el madrileño entre 1996 y 2012.

jueves, 20 de febrero de 2025

Don Juan


 

Pocas explicaciones argumentales y pocos detalles anímicos será necesario aducir para recordar la figura de don Juan, el eterno e implacable seductor, el miserable coleccionista de mujeres, a quienes embauca con su verbo y con su talle, sin que ellas le importen más allá de su condición de número. Don Juan no ama: derrota. Y el salón de su alma es una galería de piezas cobradas, que adornan las paredes mientras él, sentado en su sillón junto a la chimenea, las contempla.

En esta versión de Molière, don Juan acaba de abandonar a doña Elvira, después de haberla seducido. Su sirviente está asqueado de la calaña de su señor (“Don Juan, mi amo, es el mayor criminal que jamás pisó la tierra: una furia, un cínico, un turco, un hereje, que no cree en cielo, infierno, ni hombres lobos; que vive como una bestia fiera, un cerdo de Epicuro, un verdadero Sardanápalo; que se hace el sordo ante cualquier amonestación cristiana y tiene por sandeces las cosas que creemos los demás”). Y cuando le recrimina su ligereza moral, el galán no se amilana (“Todo el placer del amor está en la variación”), llegando a pronunciar un discurso tan hiperbólico como anonadante (“Poseo la ambición de los conquistadores, que corren perpetuamente de victoria en victoria, incapaces de poner límites a sus deseos. Nada puede detener el ímpetu de los míos; tengo un corazón capaz de amar a la tierra entera, y quisiera, como Alejandro, que existiesen más mundos, para llevar hasta ellos mis amorosas conquistas”).

Nada detiene ni hace recapacitar a don Juan: ni las súplicas de doña Elvira (quien ha sido raptada de un convento), ni las amenazas de sus hermanos, ni los ruegos de su propio padre (desesperado de ver la vileza de su hijo), ni siquiera el hecho de que la estatua del Comendador (a quien dio muerte y ahora invita a cenar, con desparpajo sacrílego) se mueva en su presencia y lo alerte de la inminente venganza del Cielo. “La hipocresía es una moda. Y un vicio que está de moda viene a ser como una virtud”, pregona don Juan en el acto V, para horror de su sirviente.

Una pieza teatral que, salvo por un final quizá excesivamente rápido y abrupto, aún se lee con admiración y aplauso.

martes, 18 de febrero de 2025

Los divagantes


Es difícil salir indemne de un libro de Guadalupe Nettel, porque la escritora mexicana maneja con endiablada eficacia las palabras y las frases, y consigue con ellas un dibujo que te envuelve, que se adhiere a tu piel (más aún: a la piel de tu cerebro) y que te produce tanto asombro como asfixia. Ese dibujo puede trazarse con el descubrimiento de un familiar al que de pronto descubres hospitalizado (“La impronta”); con un adolescente que canaliza su rabia a través de una protesta ígnea, que está a punto de convertirse en una catástrofe (“Jugar con fuego”); con unas anómalas pastillas, que son capaces de alterar el curso de una vida de forma inquietante (“La puerta rosada”); con una araucaria, que se convierte en símbolo de una familia y un destino (“Un bosque bajo la tierra”); con una bella historia donde se cobija, en mi opinión, una de las metáforas más poderosas del libro, que explora los sinuosos túneles del espíritu humano (“La vida en otro lugar”); o con ese perturbador cuadro postpandémico, que no fue… o que quizá será en el futuro (“El sopor”).

Hábil, sigilosa y contundente, Guadalupe Nettel elige siempre el mejor sitio para poner la silla e invitarnos a que nos sentemos. Desde ese lugar de privilegio (que nunca es el mismo y que jamás puede preverse) asistimos al espectáculo sin par de sus historias, cuyos ecos quedan retumbando en nuestra cabeza. No puedes (ni quieres) escaparte de sus garras, porque la fascinación siempre culmina en una bocanada de aire frío, que llena los pulmones y abre tus ojos. Un gozo, créanme. 

domingo, 16 de febrero de 2025

Carmen Conde en la luz de sus palabras

 


Me siento muy feliz de saludar, puesto en pie, la aparición del libro Carmen Conde en la luz de sus palabras, del catedrático universitario Francisco Javier Díez de Revenga, columna imprescindible de nuestra docencia, nuestra investigación y nuestra crítica. Es una obra que publica la Real Academia Alfonso X el Sabio, en su colección Biblioteca Murciana de Bolsillo (Vol.164), y que contiene una valiosísima recopilación de los escritos que el autor le ha dedicado a Carmen Conde durante los últimos cuarenta y cinco años: desde los comentarios sobre El tiempo es un río lentísimo de fuego (1979) hasta los tributados a Pues soy mujer y escribiré (2024). Y es delicioso observar de qué manera tan hermosa los distintos escritos se van ensamblando entre sí, como los cristales de una vidriera, para convertirse en un espectáculo de luz y color, que nos entrega la forma entera (humana y literaria) de la escritora: sus primeros pasos como periodista y poeta; su admiración inicial por la figura de Juan Ramón Jiménez; su expansión nacional e internacional; su matrimonio con el también poeta Antonio Oliver Belmás; sus vínculos fraternos con María Cegarra, Amanda Junqueras o Miguel Hernández; la presencia del mar en sus versos; su condición de primera mujer que ingresó en la Real Academia de la Lengua; sus páginas (no tan conocidas) sobre la inicua explotación de los mineros o la crueldad de quienes vencieron en la guerra civil de 1936; ciertos documentos realmente espléndidos, que incluyen instancias redactadas por Carmen Conde, manuscritos de exámenes y otros…

El profesor Díez de Revenga explora y documenta desde una enorme cantidad de ángulos el vivir y el escribir de la cartagenera, logrando que rigor y cariño se unan en cada uno de sus análisis (aportaré un breve florilegio de adjetivos que le dedica en estas páginas: “inquieta” (55), “vehemente” (63), “original” (74), “apasionada” (77), “luchadora” (104), “inolvidable” (132), “intensa” (161), “pionera” (162)…), de tal forma que cuando cerramos el volumen experimentamos dos sensaciones muy fuertes: la primera, que nuestra admiración por la escritora se ha incrementado o, al menos, se ha despertado; la segunda, que Francisco Javier Díez de Revenga es, a su vez, un post-poeta, es decir, un ser sensible que crea belleza mientras rinde tributo a la belleza ajena.

Permítanme que les copie media página de este libro: aquella en la que el autor rememora cómo conoció personalmente a dos de los escritores que más han concentrado su labor como investigador: “Quiero yo recordar a la Carmen activa, siempre joven y decidida que yo conocí muchos años antes, la Carmen que contestaba a mis cartas cuando nadie hacía el menor caso de un joven licenciado indagador de pasados. La Carmen que vi por primera vez (ya nos habíamos escrito mucho) una tarde de Jueves Santo frente a la Iglesia de Jesús. Ella había acudido a oír a los Auroros, y Antonio Segado del Olmo, tan buen amigo, tan joven e impulsivo también, que la acompañaba, se apresuró a presentarme a ella. Recuerdo muy bien su reacción: “Este y yo ya nos conocemos hace tiempo”. Sería 1976. Luego vendría el reconocimiento nacional, la Academia, que elevó a Carmen a la cima del mundillo literario por ser una vez más, como tantas veces ha sido, una gran excepción: la primera mujer que entraba en el sagrado recinto. Me invitó Carmen a su recepción en la Real Academia Española que presidieron los Reyes, entonces muy jóvenes (1979), y recordaré siempre aquel acto entrañable, una tarde fría de domingo de enero, porque a la salida alguien me presentó a Gerardo Diego, y volvió a ocurrir lo mismo. No nos habíamos visto nunca, pero ya éramos viejos conocidos” (p.126).

Otra maravilla de Francisco Javier Díez de Revenga, que enriquece los anaqueles de mi biblioteca.

viernes, 14 de febrero de 2025

Sonetos del amor oscuro

 


Releo, en la deliciosa edición de Ya lo dijo Casimiro Parker, los impresionantes Sonetos del amor oscuro de Federico García Lorca, aquel palpitante homenaje de amor secreto, escondido, cobijado, que el poeta compuso en sus últimos tiempos y que, hasta medio siglo después de su asesinato, no salieron a la luz de forma completa y rigurosa.

Y, al releerlos, vuelvo a estremecerme con su dignidad desgarrada, con su elevada estatura lírica, con su verdad pura. En ellos siento a Federico, como si el vate granadino recitara las palabras muy cerca de mí; y tengo siempre la sensación (quizá me equivoque) de que el poeta estaba preparándose, fortaleciéndose, para pronunciar de una vez su verdad frente al mundo, para vulnerar la oscuridad y decirse abiertamente. En ese sentido, los versos que se deslizan ante nuestros ojos (y que estremecen la piel si son recitados o escuchados en voz alta) actúan como las láminas de metal que se unían para conformar las lorigas: son y protegen, muestran y defienden. Debajo de ellas se encuentra el corazón, que late como un cachorro, pía como un gorrión y, también, ruge como una pantera. Federico está aquí en su más pura esencia: junco y acero. Discúlpenme: no lo sé decir mejor. Pero léanlo y quizá lo entiendan.

jueves, 13 de febrero de 2025

Tartufo

 


Adoro a Molière. Da igual las veces que lea o relea sus obras. Siempre encuentro motivos para alegrarme por la decisión de dedicarle una mañana, una tarde, una pausa entre exámenes, un rato antes de dormir. En concreto, Tartufo debe de ser uno de los libros que más he abierto, al azar, por una página cualquiera, para saborear un ratito de sus diálogos (no de su argumento, que me sé de memoria y que he explicado veinte veces en mis clases de Literatura Universal). Siempre me deleito con sus palabras. Siempre me irrito con la ceguera de Orgón, incapaz de advertir la farsa hipócrita que Tartufo despliega frente a él, y que no consigue sin embargo engañar a los demás personajes de la obra, salvo a la madre del burgués. Siempre me provoca asombro la habilidad endiablada con la que Molière mueve a sus criaturas y nos desazona.

Tartufo es una auténtica obra maestra. No porque lo digan los manuales o lo pregone la historia de la literatura, sino porque cada lector que se adentra por los senderos de sus páginas experimenta el mismo deslumbramiento y el mismo gozo que sintió el primero de sus espectadores. Ver la forma en que Tartufo planifica su estrategia (acercándose al simple Orgón en el templo religioso) y cómo la va haciendo sólida a base de santurronerías impostadas es una tortura y, al mismo tiempo, un placer literario.

Quien quiera el resumen de la obra, lo tiene en la Wikipedia. Quien quiera notar el sabor, el olor, el sonido de las palabras de Molière tendrá que acudir al libro. Y notará la embriaguez del genio.

miércoles, 12 de febrero de 2025

Los últimos días de Immanuel Kant

 


Con un arranque cuyo optimismo quizá ha limado el transcurrir de las décadas (“Doy por hecho que toda persona instruida mostrará cierto interés en conocer la historia personal de Immanuel Kant”), el británico Thomas de Quincey empieza a contarnos cómo fueron los últimos días del filósofo de Könisberg, una de las mentes más deslumbrantes y seductoras de la Historia. Para ello, el escritor se auxilia con las memorias de Ehregott Andreas Christoph Wasianski (1755 - 1831), un teólogo alemán que convivió estrechamente con el filósofo en sus últimos tiempos; y utiliza también los “testimonios colaterales de Jachmann, Rink, Borowski y otros” (p.14).

Uno de los primeros elementos que ocupan su atención son las cenas que Kant organizaba en su casa, en las cuales un número variable de personas quedaban citadas para compartir no solamente alimentos, sino también unas horas de charla y de intercambio cultural (“En la mesa de Kant, los temas de conversación afloraban principalmente de la filosofía, de la ciencia, de la química, de la meteorología, de la historia natural y, sobre todo, de la política”, p.20). Eso sí: jamás admitió la ingesta de cerveza, que se le antojaba una bebida tan desagradable como venenosa. Al final de la velada, el filósofo siempre salía a pasear, procurando respirar solamente por la nariz (puesto que consideraba esta práctica el remedio contra la tos, la ronquera y el mal estado de los pulmones).

También nos resume De Quincey la disciplina inquebrantable de sus costumbres (levantarse a las cinco de la mañana, beber té y fumarse una pipa al día, quedarse con la mirada fija en la vieja torre de Löbenicht), así como las peculiaridades de su condición física (su extrema delgadez lo llevaba a no sudar prácticamente nunca; la progresiva degradación de sus ojos lo martirizó en sus semanas finales; su forma de hablar se volvió confusa en su última quincena de vida). Además, si acuden a la página 76 de esta edición (la que traduce Julia García Olmedo para el sello Firmamento) descubrirán el modo dulce, conmovedor y mágico en que Kant se despidió, al borde de la inconsciencia, de su amigo Wasianski; y si avanzan hasta la página 77 descubrirán cuáles fueron las últimas palabras que pronunció el autor de la Crítica de la razón pura.

Un libro delicioso y, sin duda, muy recomendable.

lunes, 10 de febrero de 2025

La sombra que cargamos

 


Vivimos, casi siempre, sin reflexionar sobre nuestra vida. Quizá se trate de un recurso psicológico que, de forma inconsciente, desarrollamos para que las zozobras del devenir no nos acongojen; porque, si concentráramos la atención y evaluásemos cada paso de nuestra existencia, es posible que sufriéramos más de un desgarro. María Pilar Conn, en su poemario La sombra que cargamos, fija sus ojos líricos en esos taludes, en esas grietas, en esas fosas oscuras, porque necesita descubrirse entera. Sabe que tiene que hacerlo (“Preguntas continuas cubren mi vigilia”) y, con alma fuerte, se apresta a colocar ante nuestros ojos el resultado de ese análisis honesto, lúcido y necesario. Incluso sabiendo que lo que descubra puede resultar doloroso (se dice “versada en mi propia oscuridad”), el ímpetu de su corazón la anima para descubrir qué significan esos aullidos o recuerdos que laten en ella (“No hay droga que calme el clamor que hay en mi interior”). De ahí que sus versos se llenen de maternidades dolorosas, momentos graves de silencio mientras mira alrededor, recuerdos lacerantes, reflexiones de hondo calado sobre el transcurrir de los relojes (“El tiempo, vasto y misterioso, me cubre”), lágrimas oscuras cuando se pierde a una persona amada (conmovedor el poema Sirio destella), observaciones sobre la amargura que puede deparar el arrabal de la senectud (otro poema conmovedor: El jubilado)…

Erguida sobre la solidez de una mirada inteligente y firme, María Pilar Conn (que se encuentra auxiliada por Diego, su Teseo particular) vive y reflexiona sobre el vivir, camina y reflexiona sobre el caminar (“Despacio, hacia delante. / Sigo…”). Y convierte esas meditaciones en unos versos que esta edición de Cuadranta nos entrega, con un prólogo estupendo del también poeta Manuel Madrid.

Para no perdérselo.

sábado, 8 de febrero de 2025

Historias de mujeres

 


Me adelantaré a una posible objeción: no, no me canso de leer obras donde se reivindica a aquellas mujeres valiosas a las que la crueldad de su tiempo condenó al olvido. Y no me canso porque ellas tampoco se cansaron de luchar para ser escuchadas, y nadaron a contracorriente, y se llenaron de heridas, y dejaron su obra como testimonio. Por esa razón, mi blog acoge con infinita gratitud algunos libros de Tània Balló, Ángeles Caso o Rebecca Solnit que, aparte de estar muy bien escritos, me han ido abriendo los ojos sobre una situación intolerablemente dilatada en la Historia. Hoy doy cuenta de otro de esos volúmenes, escrito por Rosa Montero y titulado Historias de mujeres. Vuelve a ser una lectura amena, reveladora y documentada, donde la escritora madrileña elabora un trabajo en el que son analizadas algunas mujeres cuyas contribuciones o temperamentos las convierten en singulares, sin que eso las libere de algunas torpezas, errores o incluso mezquindades (“Esta obra es todo lo contrario a un catálogo hagiográfico de mujeres perfectas. Nunca deseé hacer tal cosa”).

En sus páginas nos encontramos con Agatha Christie, maniática del orden, que se manifestó en su afición continua por las novelas “geométricas”, donde todo guardase equilibrio y donde todo estuviese justificado y conectado con los mecanismos de causa-efecto; con Mary Wollstonecraft, pionera del feminismo (y madre de Mary Shelley), la cual vivió su existencia de forma libre, intentando que sus compañeros revolucionarios llegasen a la conclusión de que la libertad y la igualdad incluía a las mujeres; con Zenobia Camprubí, consagrada de forma absoluta a Juan Ramón Jiménez y dejando entre paréntesis sus propias virtudes como intelectual y escritora; con Simone de Beauvoir, compañera de Jean-Paul Sartre, con el que compartió no solamente muchas ideas, sino también muchos defectos de carácter (“Fueron en esto almas gemelas: narcisistas, egocentristas, elitistas, insufriblemente megalómanos”); con lady Ottoline Morrell, peculiar dama que “mantuvo décadas un importantísimo salón artístico e intelectual, al estilo de las salonnières francesas del siglo XVIII: por allí pasaron no sólo todos los integrantes del llamado grupo Bloomsbury (Virginia Woolf, Lytton Stratchey, E. M. Forster, Maynard Keynes, etcétera), sino también D. H. Lawrence, Henry James, T. S. Eliot, Aldous Huxley, Katherine Mansfield, Nijinsky, W. B. Yeats, Bertrand Russell, Robert Graves, Bernard Shaw, Graham Greene y Charles Chaplin, por citas a unos pocos”; con Alma Mahler, que sufrió el suplicio de plegarse a las exigencias machistas de su musical esposo (“Debes entregarte a mí sin condiciones, debes someter tu vida futura en todos sus detalles a mis deseos y necesidades, y no debes desear nada más que mi amor”); con María Lejárraga, esposa de Gregorio Martínez Sierra y, en realidad, autora de casi todas sus obras, que él firmaba con su nombre (no lo abandonó ni siquiera cuando Gregorio se enredó con la actriz Catalina Bárcena, aunque intentó suicidarse en 1909); con Frida Kahlo, protagonista del ensayo que más me ha gustado del volumen, donde se nos ofrece un resumen escalofriante del accidente que afectó en su juventud a la artista mexicana: “A los dieciocho iba en autobús a la escuela (quería estudiar medicina) cuando un tranvía les embistió. Fue un accidente grave, con varios muertos; y, según los testigos presenciales, fue un accidente extraño, lento, casi sin ruido, con el tranvía triturando el costado del autobús de manera imparable pero poco a poco, con la plasticidad de las pesadillas. Frida apareció desnuda entre los hierros: el pasamanos la había empalado (la barra entró por un costado y salió por la vagina)”; con Camille Claudel (otro capítulo prodigioso), hermana del escritor Paul Claudel y colaboradora de Auguste Rodin, la cual terminó en un centro psiquiátrico, donde permaneció encerrada treinta años; con…

La nómina de perfiles es impresionante, y abarca desde la más remota antigüedad hasta el presente, porque “las aguas del olvido están llenas de náufragas y basta con embarcarse para empezar a verlas”, como nos dice la autora en la página 233. Por fortuna, el rumbo de los tiempos parece ser otro, y cada día conocemos más y mejor a las mujeres egregias que habitaron en el ayer o que comparten nuestro hoy. De ahí que parezca justificado el modo en que Rosa Montero cierra el epílogo que ultimó para la edición del año 2007: “El futuro está aquí, el futuro es hoy y lo estamos construyendo hombres y mujeres. Por primera vez estamos todos”.

No dejen de leerla, en silencio y con respeto: su corazón y su cerebro mejorarán.

jueves, 6 de febrero de 2025

Vagalume



Recordemos esquemáticamente el argumento de esta novela de Julio Llamazares: tras la muerte del periodista Manuel Castro, que desarrolló toda su carrera en un periódico provincial (del que incluso llegó a ser director), su antiguo discípulo César, que ahora es un escritor de éxito, vuelve a la localidad y descubre varios elementos sorprendentes, que corregirán la imagen que tenía de su amigo: el primero, que sí que se conserva una copia de la única novela que su mentor publicó en vida (y que la censura franquista se cargó de manera fulminante); el segundo, que Manuel Castro, pese a lo que pregonó a los amigos y a la familia durante décadas, siguió escribiendo después de aquel revés: la viuda y las hijas acaban de encontrar en un armario varias novelas suyas y una obra de teatro. Las preguntas, como es lógico, empiezan a surgir: ¿por qué mintió Manolo? ¿Por qué siguió escribiendo de forma secreta y guardó bajo llave aquellos textos?

Como se puede apreciar, este punto de arranque nos ofrece una propuesta en la que el escritor puede moverse a su antojo para construir una trama donde la intriga (por un lado) y la formulación de hipótesis psicológicas o actitudinales (por otro) nos permiten suponer que estamos a punto de adentrarnos en una novela de elevado magnetismo. Por desgracia (admiro enormemente a Julio Llamazares y me fastidia admitirlo), no es así. Con una técnica casi circular, en la que el autor da vueltas y vueltas, y repite y repite y repite las mismas cuestiones una y mil veces (¿por qué mintió Manolo? ¿Por qué mantuvo a la familia en ese engaño?), sin apenas variantes o matices, la sensación de remolino marea y no deja avanzar. Es como si el novelista estuviese inflando una historia de treinta páginas ad náuseam. Y cuando se llega al final y se producen las “revelaciones” ya casi no sorprenden, porque el lector se ha formulado la respuesta por sí mismo y los levísimos matices de la misma se perciben como purpurina: adorno inane.

Repito: me produce mucha tristeza escribir estas líneas, porque he leído con gran admiración varios libros de Julio Llamazares y leeré, con total certeza, los que me faltan. Pero debo consignar lo que esta novela me ha parecido. Se puede decir que Homero dormita alguna vez, sin perder el respeto ni la gratitud por todo lo que nos dio antes.

Estoy seguro de que en mi próximo abordaje, el narrador leonés vuelve a cosechar mi aplauso.

martes, 4 de febrero de 2025

Entre ellos

 


“He vivido más años de los que vivieron mi padre o mi madre. Hoy no hay prácticamente nadie vivo que los haya conocido. Y yo soy, por ello, la única persona que conoce estas cosas y puede preservar estas memorias”. Así se expresa el norteamericano Richard Ford en la página 157 de su obra Entre ellos, que leo en la traducción que Jesús Zulaika preparó para el sello Anagrama. Y ese parece ser, desde luego, uno de los motores de esta hermosa narración, donde se intenta recuperar las figuras de Parker Ford y de Edna Akin, progenitores del novelista.

El primero fue viajante de comercio y es definido como un hombre jovial, alto, risueño y robusto; mientras que su esposa “era guapa, tenía el pelo negro y era menuda y de formas turgentes, divertida, ingeniosa, habladora” (p.24). Durante los primeros años de su matrimonio viajaban juntos, hospedándose en lugares baratos por toda la ruta comercial de Parker; y en 1944, cuando posiblemente ya no lo esperaban, tuvieron a Richard, “hijo tardío y único” (p.28). A partir de ese instante, Richard nos habla de los cambios de vivienda o trabajo; de la forma en que sus padres entendían la vida social o religiosa en su comunidad; de su vínculo estrechísimo (estaban acostumbrados a hacerlo todo juntos); de las erosiones de la salud: el primer problema cardíaco de su padre en 1948, su muerte súbita en 1960 (la escena en que Richard, apenas un quinceañero, intenta hacerle la respiración artificial para reanimarlo es sobrecogedora), el cáncer de mama de Edna en 1973; y también, y sobre todo, de la forma en que su visión sobre ellos se ha ido modulando y completando con el paso del tiempo.

Sin exageraciones, sin idealizaciones y sin excesos melodramáticos, Richard Ford nos ofrece el retrato de unas vidas que, siendo grises e insignificantes, trazaron el origen de la suya y lo fueron encauzando y construyendo.

Un bonito homenaje.

lunes, 3 de febrero de 2025

Encargo al viento

 


Siempre se ha dicho (y es noble afirmación) que debemos luchar por nuestros sueños; pero quizá encierre más grandeza todavía hacer nuestros los sueños de aquellos a quienes amamos, y esforzarnos por cumplirlos en su nombre. Hay una singular majestad en esa tarea. Y esa majestad llena las páginas de Encargo al viento, del gaditano Salva Menéndez. Su protagonista, Santiago, es un joven que ha heredado de su padre un viejo cuaderno, donde este consignaba los detalles de un proyecto que llenaba de ilusión su alma: construir un albergue para personas necesitadas, donde se les suministrase no solamente comida y calor, sino también apoyo, escucha, tratamiento humano. El local tendría que llamarse (y se llama, gracias al empeño loable de su hijo) Karilaos, cuyo significado etimológico dejaré que descubran los lectores de la novela cuando se adentren en sus páginas y lleguen a la número 100. Y en esa línea ilusionada comienza a trabajar, con una serie de personas que se van sumando al proyecto: unas cocinan, otras donan materiales, otras levantan muros con ladrillos. El fervor de ese trabajo los va activando día tras día… hasta que las primeras disensiones comienzan a surgir. En todo grupo humano pueden anidar la ambición, el rencor o la envidia, y Santiago no iba a librarse de esas inmundas asechanzas: comienzan a criticarlo, a boicotearlo, incluso llegan a robarle el cuaderno en el que su padre consignó sus ideas e ilusiones. Entonces, en un arrebato de desengaño y de ira, Santiago saca un enorme cuchillo. Y lo utiliza.

Quienes decidan acercarse hasta Encargo al viento descubrirán una historia de amor y solidaridad, en la que los apellidos de los personajes actúan como resorte simbólico de gran eficacia para dibujar la raíz de sus espíritus (Lola Reina, Miguel Buendía, Ramón Amor, Luz Iclara…) y donde llegarán a comprender que en el pecho de Santiago palpita un espíritu casi caballeresco, que busca la purificación para merecer el corazón de su amada.

Yo ya lo he leído. Ahora, es su turno.

domingo, 2 de febrero de 2025

El misterio de Chichén Itzá

 


Resulta difícil resistirse (y, por otro lado, ¿qué necesidad hay de hacerlo?) a un libro que, titulándose El misterio de Chichén Itzá, llevando una sugerente imagen en la cubierta y siendo respaldado por un sello como Edebé, se coloca entre nuestras manos y reclama nuestra atención lectora. Así que, rendido a la aventura de recorrer sus páginas, me encuentro en México y conozco a Ramona Carmona, una “taciturna y solitaria estudiante, amante de las novelas policíacas, los enigmas y los códigos secretos” (p.19), hija de una reconocida arqueóloga que fue asesinada unos años atrás y que, de forma súbita, se va a ver involucrada en una serie de episodios novelescos que incluyen muertos vivientes que abandonan de noche los cementerios, personas asesinadas y cubiertas con polvo rojo, un diario incompleto y lleno de frases opacas, anagramas que quizá ayuden a resolver el enredo de la obra, serpientes venenosas escondidas en cajas, golpes en la nuca que dejan inconsciente, coches con los cristales ahumados, pirámides con cámaras subterráneas, cenotes sagrados que esconden inquietantes cementerios subacuáticos… Seguro que, a estas alturas de la reseña, ya estarán pensando que la obra tiene muy buen aspecto. Pues sí, se lo confirmo: un aspecto inmejorable, que el autor (el chileno José Ignacio Valenzuela) completa con habilidosos saltos temporales que nos permiten reconstruir la historia desde sus orígenes hasta la actualidad, con ricos aportes culturales sobre el mundo de los mayas y, sobre todo, con un mensaje cifrado final que, tributario de Edgar Allan Poe, nos permite sonreír con la posibilidad de una segunda parte para este libro.

Añadan a esas virtudes un buen número de guiños a Arthur Conan Doyle y Agatha Christie (la protagonista es una jovencísima admiradora de ambos escritores, por influencia de su madre) y obtendrán El misterio de Chichén Itzá, una estupenda novela juvenil, que enriquecerá culturalmente a sus jóvenes, o no tan jóvenes, lectores.

sábado, 1 de febrero de 2025

Diversopoemas

 


Qué difícil (y qué increíblemente bien lo hace Marisa López Soria) es escribir versos para niños. Lo normal es que el intento se quede en una ñoñería o en una futesa, que los mayores leemos en voz alta para nuestros hijos con apuro, casi con vergüenza. Pero como Marisa no es normal el resultado de estos Diversopoemas (que completa con las simpáticas ilustraciones de Isidro Ferrer) es bellísimo y digno de aplauso.

El tren, el otoño, los tigres, la vecina con malas pulgas, un paso de cebra, la merienda a base de chocolate, un erizo o un peluquero son argumentos sobrados para que la gracia musical de la autora juguetee con los vocablos, les extraiga unos tonos seductores, deje que su imaginación se dispare y provoque sonrisas en sus infantiles (o no tan infantiles) lectores. “Antaño de Maricastaño” (p.27), “Nana” (p.57) o “Urgencia” (p.91) son algunas de las composiciones que juzgo mejores de este tomo, donde el humor, la ternura y el desparpajo se mezclan con las más atrevidas metáforas.

No pierde brillantez con el paso de los años.