Creo
que es la tercera vez (quizá la cuarta) que leo El Aleph, de Jorge Luis
Borges. No guardo anotación escrupulosa de la cronología de todas esas lecturas,
pero sé que la primera fue durante el curso universitario 1988-89 y que la
“culpa” directa hay que achacársela sin vacilación a Vicente Cervera Salinas,
que entonces me explicaba Literatura Hispanoamericana y que, con un par de
comentarios elogiosos y un par de citas provocó mi curiosidad por el autor
argentino. Ahora, mucho tiempo después, vuelvo a fondear con idéntico placer y
con idéntico fervor en la playa de antaño.
Me
sabía de memoria (o casi) los “argumentos” de estas historias, pero en Borges
ese detalle es ocioso, porque lo deslumbrante, lo que no se oxida ni erosiona,
es su forma de contar, el léxico inaudito, el vuelo de la frase. Acompañas a
Marco Flaminio Rufo en su viaje para descubrir el río cuyas aguas otorgan la
rareza de la inmortalidad; recuerdas cómo muere Benjamín Otálora (“un triste
compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje”); te deslumbra la
feroz polémica que se establece durante años entre Aureliano y Juan de Panonia;
admiras el arrojo visionario de Tadeo Isidoro Cruz, que en los minutos finales
de su vida descubre el esplendor noble de la traición; comprendes la laboriosa
maquinación de Emma Zunz para ultimar su venganza; consultas el bol de monedas
que tienes encima de la mesa del despacho, por si alguna de ellas recordara los
perfiles del Zahir; te comienzas a fijar en la piel de todos los animales, como
hizo el sacerdote Tzinacán dentro de su sofocante celda; te dejas seducir por
la luminosa posibilidad de que otro Carlos Argentino Daneri te revele la
ubicación exacta de un aleph; o pestañeas incrédulo ante el crimen de los Nielsen,
que aúna barbarie y fraternidad.
Pero,
como indiqué al principio, lo más asombroso, lo que embriaga y siempre
encandila, es el decir borgiano, que nos transmite verdades quizá impensadas
(“Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues
ignoran la muerte”); que nos ilumina sobre ciertas paradojas sentimentales
(“Hay quien busca el amor de una mujer para olvidarse de ella, para no pensar
más en ella”) o sobre el sentido de nuestra existencia (“Cualquier destino, por
largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento
en que el hombre sabe para siempre quién es”); que define a filósofos como
Aristóteles de la manera más increíble y reverencial (“Había sido otorgado a
los hombres para enseñarles todo lo que se puede saber”); o que nos retrata a
una bella dama de forma inmejorable (“Sus retratos, hacia 1930, obstruían las
revistas mundanas; esa plétora acaso contribuyó a que la juzgaran muy linda,
aunque no todas las efigies apoyaran incondicionalmente esa hipótesis”).
Les
traslado una última sugerencia: fíjense siempre en los adjetivos y en los
verbos que Borges elige para construir sus frases. Raro serán que los descubran
mejores (o más singulares, o más inesperados) en ningún otro autor.
Fue un maestro. Es un maestro. Sus libros quedarán.
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