jueves, 19 de junio de 2025

Cada Lunes de Aguas



La paciencia, en el mundo de la literatura, constituye una virtud no siempre lo bastante aplaudida. Por regla general, la tentación de la prisa suele obnubilar a los creadores, que se dejan embaucar por los brillos de la inmediatez. En el caso de Cada Lunes de Aguas, en cuyas páginas finales se indica que estamos ante el primer libro publicado por el autor (nacido en 1973), el aplauso debe adquirir rango mayúsculo, porque Juan Montiel demuestra que la vanidad o la urgencia no han logrado distraerlo, y que se ha aplicado a la confección de un volumen sólido, reflexivo y maduro, en el que la creación de atmósferas y el primor del vocabulario se aúnan para convertir la lectura en una experiencia única.

Relatos que huelen y saben a tierra y sudor, en una línea casi rulfiana (“Ardides de Caín”); electricidades de inquietante erotismo (“Jarandina”); retratos terribles sobre un mundo donde la mujer queda rebajada a una bochornosa condición casi animal (“El costado blanco de mi amor”); amores imposibles, surgidos en una época aciaga (“Amical”); vidas que se van deslizando pendiente abajo y que nos remiten a unas Alpujarras que esconden crímenes (“Todas las tardes había fiesta”); o Nocheviejas que derivan hacia el horror, por culpa de un juego macabro (“Sintra [343]”). En todos los ámbitos (la descripción paisajística, el trazado de argumentos envolventes, la pintura psicológica, los finales mágicos), el talento de Juan Montiel despliega su musculatura.

Pocas veces el premio Ignacio Aldecoa de cuentos habrá sido concedido con tanta justicia.

miércoles, 18 de junio de 2025

La mala hija

 


Un profesor que siente algo más que cariño por una de sus alumnas; adolescentes que no pueden evitar miradas lascivas hacia el cuerpo desnudo de sus amigos, en las duchas; chicas con TEA que se refugian en un mundo de dibujos manga y hackeos informáticos; estudiantes drogadas y luego sometidas a vejaciones sexuales inmundas; zapatillas manchadas de sangre; hermanas que rivalizan y se aman/odian desde la niñez; hombres poderosos y prepotentes que ven cómo su mundo se resquebraja tras el asesinato de su hija preferida; interrogatorios tensos, que bordean el acantilado de la explosión; enigmáticos motoristas con cascos integrales negros; disputas juveniles muy subidas de tono; vídeos que se difunden de manera bochornosa y que contienen imágenes inesperadas; móviles que desaparecen oportunamente; un buen número de falsedades y obstrucciones a la justicia (“Parece que mentir es el deporte local”, p.388)… La investigación sobre el caso de Belén Villalba no va a resultar, desde luego, sencilla; y mucho menos para la capitán Alma Ortega, que vuelve desde Madrid a su Almansa natal, enviada por sus superiores de la UCO. En esa localidad la espera un mundo que quiso dejar muy lejos de su corazón: una casa familiar que le trae malos recuerdos, una agria relación con su hermana mayor Paula (que también es guardia civil, aunque con graduación de teniente) y, en general, una atmósfera de frío y cotilleo que le resulta desagradable desde el primer minuto. Y el caso que debe investigar, aparte de cenagoso, se complica con sus propios dolores personales: su pareja acaba de morir, víctima de un cáncer.

Habilidoso y firme, como un director de orquesta que manejase la batuta siempre de la forma más adecuada, Pedro Martí mantiene en pie un circo de veinte pistas, que se mezclan sin perder sus perfiles. Y créanme que la envergadura del proyecto no era precisamente pequeña: sus retratos psicológicos o sus puntos de inflexión en la trama son pura orfebrería. En este blog ya he dejado noticia de novelas suyas como Donde lloran los demonios (https://rubencastillo.blogspot.com/2019/01/donde-lloran-los-demonios.html) o La pieza invisible (https://rubencastillo.blogspot.com/2024/07/la-pieza-invisible.html). Pero en esta ocasión, y qué alegría me da decirlo, ha superado la brillantez ya incuestionable de esas primeras producciones, y ha logrado una novela contundente y bien desarrollada, llena de momentos inolvidables y de páginas espléndidas (incluso aquellas que, por sus revelaciones, llegan a provocar un estremecimiento, casi vómito, en la persona que está leyendo). Yo les sugeriría que se fijasen especialmente en la exploración que el autor realiza sobre la capitán Alma Ortega y que nos muestra todas las luces y todas las sombras de un personaje complejísimo, embriagador e inolvidable. Y también les sugeriría que disfruten de la técnica de cajas chinas que el autor maneja a la perfección: cuando ya crees haber resuelto el enigma, un elemento inexplicado te hace dudar y surge otro pliegue; y, desvelado este, otro; y así sucesivamente, creando una atmósfera de continuas sorpresas (y también de un asco que crece hasta la asfixia en las últimas páginas y que llega a su clímax en la 612). No hay tregua hasta el final.

Dice la RAE que “impetrador” es quien solicita algo con encarecimiento y ahínco. Bien, pues yo, aprovechando que “impetrador” es un anagrama de “Pedro Martí”, les solicito con encarecimiento y ahínco que se dejen llevar por la propuesta de esta obra y se den un paseo largo y profundo por la Almansa más novelesca: van a pasar unos días muy entretenidos. Palabra.

lunes, 16 de junio de 2025

María Cayuela

 


Estamos habituados (por los libros de historia, sobre todo) a los heroísmos conocidos, resplandecientes y hasta estruendosos, pero qué poco se nos habla de los heroísmos pequeños, de los heroísmos que realizan personas diminutas, a quienes el tiempo deja en sus márgenes y sepulta con el polvo del anonimato. Menos mal que están ahí el cine, las canciones y la literatura, para ayudarnos a subsanar esa injusticia. El último ejemplo lo acabo de descubrir en el monólogo dramático María Cayuela, obra de Rosa Campos publicada por el sello Almadenes.

En ella descubrimos a la anciana protagonista, que ha encontrado en la joven Rocío un oído atento sobre el que depositar los pormenores de su vida, llena de sinsabores y amarguras, aunque también de enterezas y determinación. Nacida “cuando se estaba cerrando un siglo y llamando a la puerta el nuevo”, en el seno de una familia “de agricultores medieros de tierras de secano, tierras cagitaneras, de buena molla, que se regaban solo con la lluvia y hacían crecer la sementera con gracia”, María se acostumbró desde niña a la dureza de las faenas agrícolas (no había segador que la aventajara durante el trabajo). Más adelante, casada con Francisco y pronto viuda (tras la guerra civil, un encarcelamiento inicuo erosionó la salud de su esposo y lo condujo a la tumba), se vio forzada a un luto exigido por el entorno social, acre e inflexible (“¡Ah, las mujeres, cuánta tradición sin fuste cargada a nuestras espaldas!”). Y, cuando el amor volvió a visitarla en la persona de Antonio (“Estaba descubriendo que podía seguir amando a Francisco desde el recuerdo, desde el ayer, y a Antonio desde el ahora”), las insidias malbarataron la relación.

Ahora, en el delta de la senectud, la vigorosa anciana charla con la adolescente Rocío para compartir sus vivencias, para enseñarle la dureza y también la luz que presentan los caminos de la vida, “porque pertenecemos a esa clase de gente que queremos mantener la lámpara encendida para no dejar de descubrir que tanto la pasión como la templanza nos pertenecen, que estamos habitadas por la energía que nos hace poderosas”.

Una pieza breve, densa, vitalista y de hondo calado humano, que nos invita a conocer el temple íntimo de muchas mujeres que, contra viento y marea, alzaron su mirada y pidieron voz. Búsquenla.

sábado, 14 de junio de 2025

U.N.I.

 


Gracias a libros como Yo, robot, a películas como Terminator o Descifrando Enigma y, sobre todo, a la aceleración geométrica que está protagonizando la tecnología en los últimos años, el tema de la inteligencia artificial se ha convertido en ingrediente ineludible en nuestras vidas. El proceso, que para Alan Turing o Isaac Asimov pertenecía al ámbito del futuro, ya se ha instalado en el presente, y nos lanza una pregunta que, lejos de todo oropel retórico y de toda condición jocosa, adquiere unos tintes removedores: ¿puede una IA estar viva? ¿Puede experimentar emociones como la amistad, el miedo o el desamparo? ¿Puede plantearse dilemas éticos?

Antonio Garber nos invita a reflexionar sobre estos asuntos en su reciente novela U.N.I.. En ella encontramos a Daniel Pérez, un estudiante de 17 años que alterna los estudios en el instituto con un trabajo como repartidor de comida a domicilio ("Yo, un robot de carne a las órdenes de un algoritmo millonario", p.21) y que, en sus horas libres, se refugia dentro de su ordenador, en el juego Radical Shockers, donde suele coincidir con otra jugadora que responde al nombre de Uni. El aburrimiento, la falta de horizontes, la pertenencia a una familia que vive anclada ante el televisor y la distancia que su antigua amiga Elena lleva marcando con él desde hace años constituyen los elementos más destacados de su día a día. Pero, de pronto, una circunstancia inquietante dará un vuelco a la grisura de su vivir: tras sospechar que Uni no es una persona, sino una IA, Daniel comprobará que alguien empieza a controlar todos sus movimientos, a acosarlo, a perseguirlo. Llega a sentir el miedo. Y, desde luego, sus temores no son infundados, porque una corporación casi omnipotente lo ha convertido en centro de sus sospechas.

Nace así una acción trepidante, cuyos pormenores descubrirá la persona que abra sus páginas y que la conducirán por un laberinto de intereses económicos, control social y manipulaciones psicológicas, que pondrá la vida de Daniel (y, de rebote, la de su amiga Elena) al borde del abismo.

Eso sí (todo hay que decirlo, porque los lectores se lo merecen): si te resultan más bien ininteligibles palabras como exploit, Rubber Ducky, mods, meatspace, estática parasitaria, FPS o NPC, sería conveniente leer este libro junto a un ordenador, para consultar la terminología y no perderte. Es el único problema que le encuentro a una novela bien armada y de desarrollo convincente, que obtuvo el XVII premio Tristana y que ahora está disponible en las librerías gracias al sello palentino Menoscuarto.

jueves, 12 de junio de 2025

La flecha invertida

 


John Rambo se ha ocultado en una vieja mina abandonada, intentando que lo dejen en paz; pero los lugareños, que han acudido hasta el monte con armas de todo tipo, han logrado acorralarlo. Su respiración es afanosa, y mucho más lo será cuando uno de esos imbéciles provoque el derrumbamiento de la mina. A Rambo no le queda más solución que adentrarse en la oscuridad, descender por galerías tenebrosas, fabricarse una antorcha rudimentaria, avanzar con agua hasta las rodillas, sentir el ataque de las ratas y soportar con entereza la sofocación de la claustrofobia. Después de mucho tiempo, cuando la esperanza se está diluyendo en su corazón, vislumbra una luz y sabe que podrá salir de nuevo al aire libre.

No estoy contando todo esto porque me haya vuelto loco, sino porque acabo de terminar la novela La flecha invertida, de Castro Lago, y las imágenes de esa película de Ted Kotcheff me venían constantemente a la memoria mientras iba avanzando por sus páginas. En ellas, la atribulada Johanne, una mujer que ronda el medio siglo, que sufrió un terrible episodio de abuso sexual en su familia (a su padre lo llama desde entonces El Lobo) y que después vivió una experiencia de pareja realmente desastrosa (“Había huido de un agresor para marcharme con un maltratador”, p.32), ha decidido avanzar por las tinieblas de su mina interior y vaciarse contando su atroz experiencia; y para ello recurre al más íntimo de los desahogos: las cartas. Así, se dirige por escrito a su primer gran amigo, Alain; a su hermano Didier, que la acogió cuando ella necesitó su apoyo; a sus hermanas Claudine y Sophie, a las cuales necesita sentir cerca en estos instantes de confesión y catarsis (“Me parece tan injusto hablarlo con una psicóloga y no ser capaz de hablarlo con mis hermanas”, p.47); a su sobrino Louis (que se suicidó a los veintisiete años y por quien sintió un amor casi maternal); a su madre, a quien señala como cómplice silenciosa del marido, en aquellos años tristísimos; a sus padres (al Lobo y al que luego descubrió que era su auténtico progenitor); y, finalmente, al autor de estas páginas, a quien le encomienda la misión de convertir su angustia, su zozobra, su desgarro, en un libro.

El resultado es un documento espléndido y sobrecogedor sobre el alma, un devastador análisis de las miserias y de las grandezas del ser humano, que se lee con el estómago encogido y con los ojos húmedos.

Otro gran acierto editorial del sello Talentura, que les recomiendo de corazón.

miércoles, 11 de junio de 2025

Don Juan Tenorio



Sí, he vuelto a releer el drama romántico Don Juan Tenorio, de José Zorrilla. Y lo he hecho porque, revisando libros que, siendo de mi padre, ahora están en mis estanterías, he recordado lo mucho que le agradaba la sonoridad de estos versos. Y con toda la razón. Ese monólogo del protagonista, en la hostería del Laurel, pavoneándose ante sus oyentes de sus proezas amatorias; ese don Luis Mejía, replicando con no menor jactancia; esas ostentaciones de “honor” y espadas nerviosas; esa doña Inés, que se quiebra de puro lilial; esos don Gonzalo y don Diego, tan calderonianos; esa escena en el cementerio… Sí, la música de Zorrilla es incuestionable, y quizá por eso mismo he leído la obra en voz alta (por si mi padre me estaba escuchando desde Allá): gana mucho.

Obviamente, hay que leerla mientras se dejan de lado todas nuestras ideas sobre comportamientos machistas o clasistas, porque de lo contrario nos pasaremos el tiempo enarcando las cejas de disgusto: no en vano hablamos de un tipo que actúa como un insensible coleccionista de trofeos amorosos, y resulta deleznable el modo en que afronta su relación con las mujeres. Sirva como ejemplo ese instante en que don Luis, mirando la asombrosa lista de mujeres que Tenorio asegura haber enamorado, le pregunta cuántas jornadas emplea en cada conquista y don Juan, fatuo, responde con presteza: “Partid los días del año / entre las que ahí encontráis. / Uno para enamorarlas, / otro para conseguirlas, / otro para abandonarlas, / dos para sustituirlas / y una hora para olvidarlas”. Imposible no sonreír ante la hipérbole. E imposible aceptar su actitud, en nuestros tiempos.

También hay que mostrarse flexibles ante la rapidísima evolución de don Juan en lo referente a sus creencias religiosas. Durante todo el drama se ha pronunciado de forma irreverente, afirmando que no cree en nada más allá de la vida, pero la convención dramática nos obligará a aceptar su rapidísima conversión. En el verso 3221 aún dice que “jamás” ha creído en esa vida ultraterrena; en el 3619 ya asegura que “vacila”; y en el 3766, genuflexo, le dice a Dios: “Creo en Ti”. En las cercanías del abismo, conviene abdicar de las rebeldías y de las convicciones. Por si acaso.

Pero lo importante es sin duda otra cosa: el vuelo airoso del drama, su seductor aparato verbal, su avance aguerrido, que no pierden brillantez, aunque hayan pasado tantos años (181) desde su estreno. ¿De cuántas obras teatrales se puede decir lo mismo? Ha ido por ti, papá.

lunes, 9 de junio de 2025

El hombre gris

 


Si les digo que El hombre gris es una novela que tiene 345 páginas y, justo después, aseguro que es corta, ustedes pensarán que mis nociones sobre el mundo de la literatura son algo precarias o que, directamente, les tomo el pelo. Pero les puedo asegurar que las dos afirmaciones son compatibles, porque lo que un texto literario “es” proviene en realidad de la forma en que incide sobre el ánimo de quienes leen la obra. Y, en ese sentido, las 345 páginas de este volumen se hacen cortas: tanta es la fascinación, la seducción, el gancho que despliegan sobre los ojos de quien se acerca y abre el tomo. En realidad (y lo saben quienes tienen la amabilidad de leer mis reseñas), esto no constituye una sorpresa de ningún tipo: pertenezco al grupo de lectores que considera a José Antonio Jiménez-Barbero un narrador de primer orden, un narrador excepcional. De lo mejor. Tiene el don de construir ficciones y de contarlas magistralmente. Un fuera de serie.

Esta vez, nos llevará hasta el mundo de Galicia, donde un juez que se encuentra al borde de la muerte por un cáncer pulmonar (Samuel Ermida) recibe paquetes que contienen dedos amputados a niñas cuyos cadáveres aparecen poco después. En la investigación de tan macabro caso conoceremos a la capitana Teresa Rull (una mujer de gran envergadura física y de férreo carácter), al teniente Orestes Padilla (cuya homosexualidad es mal vista en ciertos sectores de la guardia civil, donde sirve), al capitán Goyo Fábregas (que mantiene una actitud hostil hacia Teresa Rull por sucesos del pasado), al profesor Gualberto Casal (que ayuda a la policía en la resolución de casos complejos), a un periodista llamado Roque (al que le aguarda un destino terrible) e incluso a un perro, al que Samuel Ermida bautiza como Ulises, pese a que su nombre original es otro. Todos ellos (y algunos protagonistas más) irán enredándose en una malla diabólica, con personalidades nauseabundas escondidas, asesinatos inmisericordes, incendios sospechosos, disparos a quemarropa, secuestros, asaltos bajo la lluvia y venganzas dilatadas durante décadas.

¿Y cómo se sostiene una trama tan enrevesada? Pues gracias a la pluma del autor, tan dotada para la acción como para la introspección, tan convincente en los momentos truculentos como en las escenas amorosas. El nombre de José Antonio Jiménez-Barbero tiene que ser apuntado y subrayado en la agenda lectora de cualquiera que quiera conocer lo mejor que se está haciendo en la literatura actual. En mi blog, ya lo saben, figura en primerísimo plano.