lunes, 4 de agosto de 2025

Señora de rojo sobre fondo gris

 


La muerte de la persona amada, de aquel ser con quien compartes tu vida. Es sin duda uno de los grandes traumas, uno de los grandes vértigos, una de las grandes angustias. ¿Quién no ha tenido pesadillas en las que se ha visto enfrentado con esa posibilidad? Miguel Delibes, el espléndido novelista vallisoletano, lo hace en Señora de rojo sobre fondo gris a través del exitoso pintor Nicolás, casado con Ana. Ella no solamente es la mujer con la que tiene hijos y nietos, sino también la persona que “con su sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir”: su musa, su sostén existencial, su contrapeso sonriente, su gran apoyo. Lo ha sido en su vida artística (encargándose de las exposiciones y de acompañarlo cuando ha impartido charlas en medio mundo), pero también en su vida doméstica (fue ella la que se encargó de telefonear y visitar a personas importantes cuando sus seres queridos fueron detenidos, en los meses finales del franquismo). Ana ha sido el vigor, la entereza, la columna que ha sostenido en pie todo su vivir.

Y, de pronto, irrumpieron los problemas que afectaban a su salud. Primero, ciertos signos de fatiga, que fueron diagnosticados de forma provisional como anemia ferropénica; después, otros más complicados, que afectaban al equilibrio, la audición, la expresión del rostro. Y entonces el dictamen de los médicos fue más riguroso: tenía un tumor craneal, que debía ser extirpado a toda costa.

¿Cómo se enfrenta Nicolás a ese desmoronamiento? ¿Cómo contempla los tintes más bien fúnebres que parecen abatirse sobre su vida? Con una prosa tan elegante como austera, Delibes nos sitúa ante los ojos un espejo terrible, porque nos plantea una reflexión que desazona, desde su misma entraña: ¿cómo actuaría yo si ese vendaval se abatiese sobre mí?

Novela tan dura como emotiva. Muy recomendable.

domingo, 3 de agosto de 2025

El castillo de Eppstein

 


Es muy fácil resumir lo que he sentido leyendo El castillo de Eppstein, de Alexandre Dumas: ha sido como permanecer en silencio, sentado en un sillón con una taza de café en la mano, mientras el conde Élim me contaba esta historia al amor de la lumbre. Así de sencillo, así de ancestral, así de hermoso. Gracias al encanto de su narrativa, el escritor francés logra que quien está leyendo se sienta integrado en el grupo de oyentes que escucha al conde mientras narra (primero) y lee (después) la historia del castillo a través de sus figuras más representativas.

Nos encontramos en la residencia de la princesa Galitzin, en Florencia, durante el invierno de 1841. Se han reunido allí una serie de personas ilustres, que discuten junto a la chimenea sobre la existencia de los fenómenos paranormales; y en el seno de ese diálogo emerge la figura del conde, quien manifiesta su firme creencia en la existencia de fantasmas, amparándose en una historia personal, que pasa a contarles. Esa semilla, tan cervantina, nos permite conocer al conde Everard de Eppstein, el último vástago de su estirpe, sujeto a la triste condición de hijo despreciado por su progenitor (Maximiliano) y protegido por el espíritu de su madre (Albina). Poco a poco, envueltos por la magia de Dumas (que te hechiza página a página con su forma de contar), asistiremos a venganzas terribles, insultos dominados por la injusticia, hijos que son desheredados, amores imposibles, anagnórisis palpitantes, pureza sometida a prueba, intrigas políticas y una buena porción de mezquindades, diseminadas por el texto para provocar el asombro y la ira de quien está leyendo.

Resulta inevitable subrayar que una de las partes más intensas de la historia tiene como protagonistas a Everard y Rosamunda, dos adolescentes de disímil posición social, pero en los cuales late el amor con un brillo tan conmovedor como virginal. Ella, educada en un convento, será la encargada de mostrar al joven Everard los refinamientos de la historia, de la música, del arte… y de los libros (“Hay libros que os harán gozar más que un hermoso atardecer de mayo, aunque hay épocas también en que os dejarán tan triste como una lluviosa tarde de diciembre”). La forma en que terminan sus amores no puede ser (ya lo verán) más desgarradora.

Otro apunte crucial: los hechos que se narran suceden en los primeros años del siglo XIX, pero Dumas prefiere eludir buena parte de la ambientación histórica para centrarse, astutamente, en su novela, y conseguir que la misma resulte más intensa y absorbente (“Entre 1803 y 1808, Napoleón ya había realizado la mitad de su peculiar Iliada. Pero el grandioso y terrible drama que se representó entre Francia y Europa nos viene grande. Nuestro interés consiste tan sólo en narrar la historia de un castillo y de una cabaña, situados entre Francfort y Maguncia”).

Doscientas páginas después, con la taza de café ya frío en mis manos, parpadeo y descubro que la magia de Dumas me ha mantenido absorto durante horas, hasta separarme de la realidad circundante.

Creo que debería leer más novelas de este autor.

viernes, 1 de agosto de 2025

La sucia piel del mundo


 

Fascinación. Embriaguez. Éxtasis. Son las tres palabras que me recorren el cerebro, el corazón y la garganta cuando leo (y lo leo y releo constantemente) a Miguel Sánchez Robles. No hay poeta que me remueva y golpee más que él. Lo he dicho muchas veces y no me canso de pregonarlo. Ahora lo hace con La sucia piel del mundo, obra con la que obtuvo el premio José Zorrilla y que publicó el sello Algaida. Y desde el primer verso (“La poesía es mi iglú de la vigilia”) comprendo que voy a asistir a otro espectáculo de lucidez, desgarramiento y belleza triste, como tantos me ha brindado el escritor de Caravaca de la Cruz. Así que cojo del cajón un lápiz rojo y afilo su punta, consciente de que teñiré de ese color muchas de las páginas, cautivado por las imágenes que Miguel llueve cada pocas líneas. Quizá Borges y Neruda sean (así se ha dicho) los adjetivadores más brillantes y sorprendentes de nuestro idioma; pero Sánchez Robles es el más egregio a la hora de crear imágenes: creativas, inesperadas, luminosas, únicas. Trallazos visuales y líricos que te hacen abrir los ojos y te dejan reflexionando, con sus gotas agrias, melancólicas. Pero que no se engañe quien lee, porque no estamos ante un poemario desgarrado o triste o abatido. Bueno, sí, lo estamos, pero no del todo: bajo el derrotismo aparente de lo negativo late en su lírica un arrebato de vida, de luz disfrutada, de amor sin límites que lo lleva a seguir escribiendo. La lucidez no conduce a la abstención o el abandono, sino a la embriaguez, a esa voluntad vitalista de buscar hacia la luz y hacia la vida otro milagro de la primavera. Fernando Pessoa anotaba en su majestuoso Libro del desasosiego que no conseguía reanudarse; Miguel sí que lo hace, erguido, viril y tenaz, ave Fénix del verso. “Cuanto más envejezco / más adoro la vida”, se lee en el poema Suero de la verdad. El desaliento y la esperanza, como no podían ser de otra forma, palpitan con idéntica fuerza, extremos del péndulo de vivir.

Dice el poeta: “Duele la luz / porque la vida suele secarte el corazón, / matar a tus amigos uno a uno”. Dice también el poeta: “Sedientos de otra cosa / los ciegos y los tristes / pedimos a la luz misericordia”. Dice de nuevo el poeta: “Porque a veces el mundo / es un animal triste / que no puedes mirar sin que te duela”. Así que, finalmente, no le queda sino dejarnos constancia de “Todos los desgarros / que me van necrosando despacio el corazón”.

En una sociedad estúpida y manipulada, en la que “la gente es feliz en los supermercados” y vive drogada por “la idea suicida / de que el único fin es divertirse”, el poeta se siente invadido por el desánimo y por la acrimonia (“Algunas veces siento / que el mundo es un avión no tripulado / repleto de pastillas / y pena anestesiada”). Pero eso no le impide entregarse con energía inexhausta a la firmeza de la escritura: “Escribo para ser. / Me desangro lo mismo. / Pero escribo porque aún creo / en la inmortalidad de las palabras escritas / y para soñar despierto / y porque adoro vivir más, / me gusta vivir más / y ordenar lo que ocurre mientras vivo”.

Dos detalles finales, si me permiten, antes de dejarles que busquen y lean este espléndido poemario. El primero, que detengan su mirada en esos versos que, idénticos, se repiten dos o tres veces seguidas. No constituyen ningún tipo de estribillo, como bien pronto descubrirán, sino la voz del poeta que, con la mirada perdida, repite con desfallecimiento una verdad terrible (realicen el experimento de leer cada verso en un tono de voz más bajo que el anterior y entenderán lo que digo). El segundo, que participen en un hermoso juego para iniciados: descubrir títulos de libros (o versos) de Miguel Sánchez Robles, engastados en los nuevos poemas. Puro gozo.

jueves, 31 de julio de 2025

Patio interior

 


En ocasiones, una rosa cubierta de rocío exhibe tanta belleza como el esplendor innumerable del rosal. Nuestros ojos pueden viajar por los pétalos de docenas de ellas, pero nuestro olfato y nuestros dedos quedan saciados con la fulguración que emana de la que tenemos frente a nosotros. En el poema “Entraña”, con el que se abre el libro Patio interior, de Rosa Campos, se nos dice que hay un “perfume de lo hondo” que desde “lo íntimo germina” y que después de irradiar “luz sin escasez” como “agua clara emerge”. He tomado cuatro breves sintagmas y los he unido (la autora sabrá disculparme mi labor cisoria) para que pueda valorarse de qué manera, en la página inicial del volumen, está la semilla de todo lo que palpita y esplende después. La poeta de Calasparra (aunque ahora radicada en Cieza) “anhela compartir” su visión del mundo y lo hace de la más noble y literaria de las formas: habitando poéticamente sobre la tierra. Dejando que sus pupilas y su sensibilidad se paseen por el entorno, por la circunstancia orteguiana, y convirtiendo en versos los estímulos que recibe.

A veces, la inspiración brotará de una reflexión serena y honda sobre el paso de las horas (Fugaz el tiempo); a veces, de paisajes tan aparentemente prosaicos como los cajeros de los bancos, que se erigen en metáfora del devenir absurdo de nuestra sociedad (Sin); a veces, de estaciones de trenes o de personas que luchan con tenacidad cívica para que las vías de esos trenes no corten en dos la ciudad (Portadores de luz). Rosa Campos actúa como un viejo pescador: deja que sus redes se deslicen con suavidad hasta el agua y luego, con paciencia ancestral, espera que el bullir de los peces le indique que es el momento de izarlas hasta la cubierta, con su cargamento de escamas plateadas.

En ese cargamento hay ríos de luz, amaneceres radiantes, salas oscuras, palabras que invaden el paladar, hojas que tiemblan, gorriones que cantan, el dios de Spinoza y deliciosas tardes de abril. Es decir, todo lo que podemos anhelar en un libro de versos que, enriquecido con las bellas imágenes de Mª Joaquina Sánchez Dato y el certero prólogo de Míriam Cano Motos, alcanza alturas majestuosas.

martes, 29 de julio de 2025

¿Qué me quieres, amor?

 


Desde que leí por primera vez un libro completo de Manuel Rivas (hace ya muchos años) descubrí una voz que me interesaba: es decir, alguien que contaba cosas y que las contaba muy bien. Para mí, no hay fórmula narrativa más seductora ni más plena. Y ahora, en mi octavo abordaje al autor gallego, vuelvo a encontrarme con la misma sensación placentera y feliz. Estoy hablando de ¿Qué me quieres, amor?, un volumen del que había leído el relato que da título al volumen y, por supuesto, “La lengua de las mariposas” (después de conmoverme con la adaptación cinematográfica de José Luis Cuerda), pero que ahora recorro en orden y por entero. Qué maravilla de libro.

Corroboro que la gran magia de Rivas consiste en que, en mi opinión, suspende todo lo que no sea su relato: te crea la mágica sugestión de que vives dentro, que sus líneas reproducen la única realidad. Y lo disfrutas o lo sufres con una intensidad prodigiosa, torrencial e inolvidable. Bebes en la taberna, acodado al lado de sus personajes; asistes en silencio a las clases de don Gregorio, que parece un sapo y que no pega; finges tocar el saxo mientras sueñas despierto con la posibilidad de que la jovencita de los ojos achinados se fugue contigo a América, donde todos los futuros son de leche y miel; frunces las cejas mientras a Andrés le sale siempre el tres de bastos en sus tiradas de cartas y tiemblas ante la negrura de dicho presagio; tragas saliva ante la facilidad con la que Carmina se entrega, mientras su perro Tarzán actúa de inquietante custodio; sientes el calor facial de ese maquillaje de payaso con el que tienes que ganarte la vida en fiestas infantiles, en las que siempre hay algún niño sádico que te hace sudar; te encorajina que el Depor se quede a nueve metros de ganar la Liga; proteges como policía, sin saber quién es, a la anciana madre del narco a quien desearías encarcelar; o te juegas la vida en las bateas, mientras el oleaje se obstina en abatirte.

Manuel Rivas es un prestidigitador que construye atmósferas. Muy grande.

domingo, 27 de julio de 2025

La Virgen de los Sicarios

 


No descubrimos el nombre del narrador hasta la página 78 de esta novela. Se nos dice antes, eso sí, que es colombiano, que ha escrito “unos cuantos libros” (p.37) y que no tiene una imagen demasiado buena de sus compatriotas: “Mis conciudadanos padecen de una vileza congénita, crónica. Esta es una raza ventajosa, envidiosa, rencorosa, embustera, traicionera, ladrona: la peste humana en su más extrema ruindad” (pp.27-28). Ha vuelto, después de muchos años, y se ha encontrado con un Medellín destrozado por la droga, los tiroteos, el robo y las extorsiones de todo tipo. De hecho, el retrato que nos traslada sobre el mundo de las comunas es estremecedor: “Ha de saber usted y si no lo sabe vaya tomando nota, que cristiano común y corriente como usted o yo no puede subir a esos barrios sin la escolta de un batallón: lo “bajan”. ¿Y si lleva un arma? Se la “bajan”. Y bajado el fierro le bajan los pantalones, el reloj, los tenis, la billetera y los calzoncillos si tiene o trusa. Y si opone resistencia porque este es un país libre y democrático y aquí lo primero es el respeto a los derechos humanos, con su mismo fierro lo mandan a la otra ribera: a cruzar en pelota la laguna en la barca de Caronte. Usted verá si sube” (p.31). Nadie aporta soluciones: ni la Iglesia, que se pierde en estupideces caritativas o buenistas; ni los responsables políticos, que forman una mafia corrupta, sin excepciones (“Todo político o burócrata (que son lo mismo, puesteros) es por naturaleza malvado, y haga lo que haga, diga lo que diga no tiene justificación. Jamás presumas de estos su inocencia. Eso es candor”, p.62); ni tampoco la ciudadanía, acogotada por el miedo y anestesiada por el fútbol y el sexo.

En ese mundo de violencia continua y asfixiante, en el que los niños de doce años ya disponen de revólver y comienzan a trabajar como sicarios, el narrador conoce a Alexis, un adolescente de ojos verdes del que se enamora y que, desde el primer minuto, demuestra ser un demonio destructor, temperamental, caprichoso e impulsivo, que mata a cualquiera por una mirada, por un insulto o por simple arrebato. Es decir, porque puede. Porque es el Señor del Gatillo. Lógicamente, la supervivencia de alguien así es quebradiza; y será otro sicario quien, por una venganza personal cuyo sentido descubrimos en la página 115, termine con su respiración, dejando al narrador en un estado de profunda tristeza y de profunda soledad.

Crónica terrible, cruda y violentísima sobre un mundo sin Dios, donde los seres humanos alcanzan el fondo de su propia vileza y donde todas las relaciones se vertebran sobre la brutalidad, el miedo o la amenaza, La Virgen de los Sicarios es una novela incómoda y magistral, donde Fernando Vallejo combina con gran brillantez registros populares y cultos (el lenguaje de los sectores más bajos de la sociedad colombiana se entrevera con alusiones a Honoré de Balzac, Dostoievski, Schönberg, Rufino José Cuervo, Cervantes, Don Juan Tenorio, Homero, Antonio Machado, Jorge Luis Borges, Jules Verne o Arthur Adamov) y donde, con ayuda del humor negro, retrata un mundo casi inimaginable para quienes lo leemos desde la comodidad de nuestros sillones. Solamente un narrador excepcional puede conseguir que escuchemos el estruendo de las detonaciones y que veamos y casi oigamos el fluir de la sangre por el orificio de las balas.

He indicado en la primera línea de la reseña que, hasta la página 78, no leemos el nombre del narrador y protagonista de esta historia. Lo anoto en la última, por si desean conocerlo: Fernando.

sábado, 26 de julio de 2025

Alguien que anda por ahí

 


Aprovecho un caluroso día de verano para instalarme delante del ventilador con un café y abrir, una vez más (¿tercera?), el volumen de cuentos Alguien que anda por ahí, de Julio Cortázar, uno de mis dioses literarios. Al borde de ingresar en la jubilación, creo que está bien volver a los autores y libros que devoré en mi época universitaria (Azorín, Umbral, Borges, Cortázar, Cela, Gerardo Diego) para que queden incluidos en este blog que, ignoro durante cuánto tiempo, me sobrevivirá. Ingresé en la religión cortazariana en 1988, al poco de morir el argentino, y ya no la he abandonado nunca. Dudo, francamente, que lo haga en el futuro. ¿Por qué me seduce y embriaga tanto este autor? No tengo ni idea. Y me encanta que sea así: una pasión que pueda explicarse de modo racional carece, según entiendo, de esplendor. Es curioso. A mí, que odio el boxeo y el jazz… me fascina Cortázar. Qué cosas. Cada relato suyo es un laberinto en el que ingreso lleno de expectación y que suele dejarme embobado al concluir, con su caravana de frases truncas y su peculiar retórica, llena de humor, sobreentendidos y guiños culturales.

En este tomo, recupero la ternura melancólica que rodea al actor radiofónico Tito y a su enamorada Luciana, que le manda sobres de color lila para suscitar su atención (“Cambio de luces”); recupero la fascinante recreación de la aventura erótica y tanática que emprenden Mauricio y Vera, tras veinte años de relación, dirigiéndose a Nairobi (“Vientos alisios”); recupero la conmoción política que, apenas camuflada por una pátina administrativa, nos habla sobre el mundo de los desaparecidos en la dictadura (“Segunda vez”) o sobre las atrocidades criminales que ensombrecieron durante años el mundo de América Latina (“Apocalipsis de Solentiname”); recupero la sofocante atmósfera que pueden provocar en el ánimo de un niño ciertas pesadillas nocturnas, que convierten a su madre en un monstruo (“En nombre de Boby”); recupero una larga y tortuosa historia de amor que se desarrolla en el CERN y que ahora se nos cuenta con tono melancólico (“Las caras de la medalla”).

He sonreído viendo qué frases subrayé durante mis lecturas anteriores y he añadido una o dos más, consciente de que si vuelvo a la obra dentro de una década añadiré nuevas, porque Cortázar no solamente brilla como un diamante, sino que también es inagotable como un caleidoscopio.

Cómo no adorarlo.