martes, 8 de abril de 2025

Seguidillas del 2024

 


La autora del prólogo (Aurora Gil Bohórquez) lo dice con exactitud condensada: “Estamos, pues, ante un diario en seguidillas”. Me parece atinadísima sentencia, que captura en siete palabras el espíritu del libro. Porque lo que percibimos los lectores cuando transitamos por estos sesenta poemas es precisamente eso: su condición de álbum emocional. Gracias a sus palabras (y a la música elegante y bien pautada que los modula), estos textos nos trasladan con singular acierto la temperatura anímica que en cada instante presenta el autor: cuando se acerca hasta las Fuentes del Marqués, cuando viaja a México, cuando contempla las hojas caídas en su terraza, cuando mira con ternura los libros que se alinean en un estante de su casa playera, cuando viaja en tren, cuando pasea por la Trapería murciana, cuando visita las Hoces del Júcar, cuando se detiene ante un cuadro de Sofía Morales o de Darío de Regoyos, cuando lee durante un largo insomnio un libro espectacular de Nuccio Ordine o cuando sus pupilas y su corazón recorren las gotas de agua que salpican el cristal de la ventana un domingo de abril.

Sigamos sumando hermosura al precioso tomo: las imágenes que adornan todos los poemas. Son fotografías efectuadas por el autor, por su esposa, por su hijo Yayo, por Martha Cuanalo, por M. del Loreto o por Sonia Varó: instantáneas en las que paisajes marinos, uvas esplendorosas, balaustradas nocturnas, jardines soleados, paulonias florecidas o huertanas juncales sirven de contrapunto visual a las palabras de Santiago Delgado.

Hace años, el escritor reivindicaba su derecho a componer versos, aunque no se le pudiera etiquetar prioritariamente de poeta. Discrepo de esa humildad: sí que lo es. Y estas Seguidillas del 2024 lo demuestran con holgura y contundencia.

domingo, 6 de abril de 2025

La reina de las aguas

 


Hay autores de quienes siempre aguardo, con expectación y con fervor, cada libro que publican, porque las páginas suyas que he podido saborear me han transmutado en adepto. Con Fernando Clemot me ocurre desde 2009, en que tuve la fortuna de tropezarme con Estancos del Chiado, un volumen prodigioso de cuentos que terminaría alzándose poco después con el premio Setenil (https://rubencastillo.blogspot.com/2025/03/estancos-del-chiado.html). Ahora acude hasta mis manos su obra La reina de las aguas (Un viaje eterno por Roma), que publica La línea del horizonte con una exquisita cubierta pompeyana.

¿Y qué puede encontrarse allí? “Es un itinerario que entiendo como una carta de amor a una ciudad y a un tiempo”. Con esas palabras lo define el autor en la página 13, y no puede expresarse con más tino ni con más belleza. Acompañado por su esposa Eva y por su hija Emma (en uno de los viajes) o por sus amigos Jordi Gol y Ángel Lobato (en otro), el magnífico escritor barcelonés nos ofrece un espectáculo inigualable de erudiciones históricas y arquitectónicas, de reflexiones artísticas e incluso de anécdotas personales (ese perro que estuvo a punto de clavarle los dientes, ante la mirada iracunda de la dueña; ese paseo temerario por el túnel Pettinelli, más peligroso de lo que él sospechaba; esos juegos infantiles de Emma en la fuente del Collar de Perlas, mientras él estaba observando desde un banco). Mezclando documentación y curiosidad, éxtasis y enamoramiento, vemos al autor paseándose por Santa María Maggiore; entrando en el cementerio de Verano y depositando rosas en las tumbas de Marcello Mastroianni, Elsa Morante y Vittorio Gassman; descubriendo los detalles del terrible bombardeo de San Lorenzo, en septiembre de 1943; subiendo de rodillas la Escalera Santa (y rezando un padrenuestro en cada peldaño “y hasta los retales del avemaría que recordaba”); o quedándose hechizado por los sepulcros etruscos (la secuencia que ocupa las páginas 139-143 es de una belleza cautivadora).

Una obra delicada, hermosa, casi fragante, donde Roma palpita en cada párrafo y donde el hechizo de la Ciudad Eterna se convierte en un viaje eterno, que Fernando Clemot destila con sabiduría para nosotros. Gracias sean dadas.

viernes, 4 de abril de 2025

Viaje al centro de la Tierra

 


Hay que ser un absoluto genio para, cuando inicias el capítulo XVII de tu novela y has alcanzado las cien páginas, hacer que uno de tus personajes pronuncie esta frase: “Empezaba el verdadero viaje”. Es entonces cuando, parpadeando, el lector se da cuenta de que, en efecto, ha ido avanzando hoja tras hoja, sugestionado por la atmósfera creada por el autor, pero que aún, verdaderamente, no se ha iniciado el núcleo duro de la historia. Con un par. Por eso, Julio Verne es Julio Verne, qué diablos. Y por eso Viaje al centro de la Tierra es la inmortal aventura que, generación tras generación, nos ha fascinado a miles, a millones de lectores (con la ayuda, también, del mundo del cine).

Estamos en la Koningstrasse, donde el profesor de mineralogía Otto Lidenbrock acaba de llegar a casa con un libro antiquísimo escrito en runas, del que emerge un papelito que contiene un misterioso criptograma. Auxiliado por su sobrino Axel, no tardará en descubrir que se trata de las enigmáticas instrucciones que Arne Saknussemm, un alquimista del siglo XVI, ha consignado para que cualquier otro viajero pueda repetir la proeza geológica que él dice haber ejecutado: llegar hasta el centro de la Tierra. A partir de ahí, ya se pueden imaginar: preparativos, navegaciones complicadas y, por fin, llegados a Islandia, la contratación de Hans, un expedicionario silencioso que los llevará hasta la cima del Sneffels, donde la sombra del Scartaris indicará la abertura por la que deben introducirse para que dé comienzo la aventura. Y a pesar de que “las palabras de la lengua humana no pueden bastar al que penetra en los abismos del globo” (así se pregona en el capítulo XXX), lo cierto es que Verne, exhibiendo una documentación geológica y paleontológica absolutamente deslumbrante, nos invita a que nos sumemos al viaje, en el que nos asfixiará el calor, nos agobiará la angostura de algunos pasajes, nos fascinará la presencia de un inesperado mar (“más acreedor que todos los otros al nombre de Mediterráneo”), nos aturdirán la oscuridad y los golpes, nos sorprenderán los restos óseos que encuentran y, en fin, nos obligará a soñar, a fantasear, a ser niños.

Me cautivó en mi adolescencia y ha vuelto a cautivarme en mi madurez. Quizá no sería mala idea retornar a otras novelas de este admirable novelista francés.

jueves, 3 de abril de 2025

Ángel de tierra

 


El padre. La figura del padre. Está ahí desde la infancia, protector como un árbol, invisible a veces, en la segunda fila de un palpitar que suele poner a la madre en primer término, al menos durante los primeros años. Y de pronto, sin que quizá reparemos en ese paso adelante, su figura se llena de luz; y entendemos su papel, su importancia, su impronta. Antonio Marín Albalate se concentra en esa mirada del hijo hacia el padre (mirada admirativa, extasiada, agradecida) en su poemario Ángel de tierra, en el cual el sustantivo “padre” aparece en todos los poemas, absolutamente en todos. Sesenta veces.

Nos dibuja en sus versos la imagen de un hombre que ya “peina sus cuatro pelos azules”, que representa “la ternura triste de un invierno muy delicado”, que se mantiene en ocasiones “autista en su galaxia de silencio”, que aún despliega ante el hijo “su honda paciencia de pan”, que tiene “un par de palmeras en sus ojos”, que “teme la industria del frío” y que, por desgracia, “es ya casi un ocaso”. Desde la fascinación y desde el amor más hondo, el poeta convirtió durante los años 1997 y 1998 esa figura languideciente en versos, que luego publicó en 2001, unos meses después del fallecimiento de su progenitor.

Un texto sin duda emotivo, donde infancia, madurez y senectud unen sus dedos para entregarnos unas páginas poéticas magníficas.

martes, 1 de abril de 2025

Muro de escribir cosas que me dicen que existo

 


Un terremoto. Eso supone para mí la lectura de cualquier libro de Miguel Sánchez Robles, al que conocí hace veinticinco años (o por ahí) y al que re-conozco con infinito asombro y admiración año tras año, página tras página, poema tras poema. No he conocido otra voz como la suya, capaz de inquietarme, de removerme, de descolocarme, de hacerme pensar y sentir. Cada título suyo es un cáliz de belleza y dolor, que cojo y me quema los dedos, que bebo y me abrasa la garganta, que rumio y me desconfigura el cerebro. Perdonadme que resulte tan confuso a la hora de “reseñar” sus obras (líbreme Dios de intentar tal desatino), pero es que Miguel se ha quedado con todas las palabras, con todas las emociones, con toda la luz; y a los demás solamente nos queda leer en silencio sus líneas, y sentir que eso que ha escrito lo hemos pensado nosotros sin palabras, en esa especie de nebulosa a la que llamamos melancolía, o tristeza, o desamparo. Pero, claro, él lo dice siempre mejor: usa barro, lágrimas, sueños, rompimientos de gloria, escaparates, pantallas de televisión, cielos nubosos, trigo que nace, brújulas… El resultado es estremecedor.

“No sé cómo empezar”, nos dice desde el primer verso, porque entiende que “casi todo es naufragio”. Más tarde, deja la mirada perdida y nos aclara: “No vivo de verdad. / Huyo del tiempo. / Arrastro la nostalgia / de lo que no pasó”. Luego murmura: “Me dan miedo los ojos de los galgos / y pensar muy despacio / que la luz de las estrellas ya ha ocurrido”. Y luego nos estremece con fórmulas tan contundentes como reveladoras: “Me da miedo vivir embalsamado”. Y llegas a las páginas 65-67 y las lees dos, tres, cuatro veces. En bucle. Y descubres que este autor es mágico, y lúcido, y especial. Para mí, al menos.

A este poeta no se lo puede explicar, ni resumir, ni convertir en etiquetas: hay que leerlo. Es único. Es imprescindible. Es un puto genio.

domingo, 30 de marzo de 2025

Un largo silencio

 


Ha habido muchas frases que me han impresionado en mi vida, como es natural. Pero recuerdo especialmente una, que leí en un libro de Fernando Fernán-Gómez (aunque ignoro si la autoría le pertenece): que el final de la guerra civil de 1936 no trajo la paz, sino la Victoria. Es decir, la complacencia fanfarrona, la venganza, la prepotencia, la humillación, la altanería, el desdén, el odio. Imaginar a tantas víctimas durmiendo retorcidas en las cunetas o en los campos silenciosos de Víznar produce dolor, pero aún es más amargo imaginarse a quienes tuvieron que agachar la cabeza, dejar que los raparan, que les negaran trabajos, que les exigieran sumisiones constantes o que se les señalara con gesto agrio, durante más tiempo del que el sentido común o la compasión dictaban.

En esa derrota larguísima viven las mujeres de la familia Vega, que salieron de Castrollano en octubre de 1937 y que ahora, concluidos los años brutales y atroces de la guerra, vuelven a la que fue su casa para intentar reconstruir lo que queda de sus vidas. Simbólicamente, lo primero que presencian es una larga procesión, que se está celebrando para devolver al pueblo a la Virgen de la Lluvia, patrona del lugar. La escena marcará el tono de lo que pueden esperar en Castrollano: religiosidad recuperada o impostada, miradas devotas e iracundas a la vez, mucho color negro en las ropas y una atmósfera de rechazo que demuestra que nadie está dispuesto a darles la bienvenida, porque conocen su pasado republicano y no desean que se las relacione con nadie decente.

Han pasado una larga serie de calvarios, que han tenido que apurar ellas solas, sin apoyo de nadie: María Luisa, para conseguir que su marido fuera trasladado hasta la prisión de Castrollano, tuvo que realizar tristes y humillantes concesiones sexuales al baboso director de la cárcel donde se encontraba. Nunca se lo contó a su marido. Nunca se arrepintió de hacerlo. Alegría sufrió el maltrato de su esposo, acrecentado cuando le dio una hija, en lugar del varón que él esperaba. Tuvo que volver a la casa familiar para que no la siguiera maltratando. Él terminó muriendo, cirrótico, en un hospital. Merceditas es una niña aún, pero ya oye cómo sus amigos hablan de “rojos” y de “fusilar” para referirse a ellos, los vencidos. Feda se enamoró de un señorito de buena familia, llamado Simón, que ahora es un triunfador franquista que vive en Madrid y que le escribe diciéndole que rehaga su vida, como él está haciendo. Y que se aleje de su familia roja y que empiece a ir a misa. Margarita huyó por temor a las represalias o el fusilamiento, porque era notoria su conducta izquierdista. ¿Será necesario seguir aportando detalles sobre la devastación que las corroe por dentro?

La ciudad a la que han vuelto es un prontuario de “cuerpos baldados del trabajo, cuerpos mustios de desamor, cuerpos exhaustos del hambre, cuerpos mutilados por las armas, cuerpos ateridos del frío, cuerpos mancillados en la prostitución, pobres, tristes cuerpos de los tristes y pobres seres derrotados que, pese a todo, anhelan vivir”. Y ellas también desean vivir, reconstruirse, preparar un futuro para la niña que las acompaña. Por todos lados topan con el rechazo (incluso las personas que suponían amigos les exigen un imposible certificado de adhesión al Movimiento Nacional para darles un trabajo misérrimo), pero también aparece de forma esporádica alguna luz, como la encarnada en el honrado monárquico don Plácido Bonet, que auxilia todo lo que puede a las mujeres de la familia Vega (pese a tener ideas distintas a las suyas).

El estraperlo, los rencores, la miseria, las venganzas, la muerte, el hambre, los cascotes, el frío continuo, las chabolas levantadas con restos de casas bombardeadas o las miradas llenas de acrimonia son convocados por la brillante Ángeles Caso en esta novela, que me ha recordado desde el principio el movimiento de las olas, que avanzan hacia la arena, la besan y luego se retiran. Una y otra vez. Incansables. Con su rumor de agua y sal. Así, con ese ritmo lento y continuo, los lectores vamos recibiendo detalles sobre los protagonistas, hasta conformar un óleo lleno de angustias, esperanzas, decepciones y ternuras.

En los ojos de todos los derrotados puede observarse “un largo silencio que habrá de cubrir sin piedad esas vidas a las que les han sido robados el pasado y la esperanza”. Siempre ha sido así y conviene no olvidarlo.

sábado, 29 de marzo de 2025

Tristes armas

 


Harmonía y Rosa son dos criaturas que, desde sus primeros años, han sufrido golpes terribles a causa de la guerra civil española de 1936. Su padre era un maestro que, negándose a aceptar la sublevación de los militares desleales, toma las armas para combatir por la república; su madre trabaja como enfermera en un hospital de campaña. Ambas ocupaciones les impiden atender a sus hijas de la forma en que quisieran y, sabiendo que sus familiares son afectos a la causa fascista, prefieren dejarlas en un orfanato. Unos meses después, las verán partir hacia Rusia, donde (sin que ellas lo sospechen) habrán de permanecer muchísimo tiempo. Es la triste condición desgajada de los niños de la guerra.

Repartiendo su mirada en dos frentes narrativos, la gallega Marina Mayoral nos va relatando las vicisitudes de ambas ramas familiares: esos padres que se quedan, esas hijas que crecen en un mundo lejanísimo. En los dos lados florece el sufrimiento, pero también en los dos palpita la esperanza. “Si las cosas fuesen como deben ser, si siempre ganasen los buenos, este mundo sería un paraíso; y no lo es. Pero nuestra obligación es luchar para que no sea un infierno”, dice uno de los personajes en la página 51. Y creo que el ímpetu moral de esas palabras es el que mantiene el tono humano de la obra, donde vemos a unas niñas que, tras escribir una primera carta a su madre (una carta que la guerra, primero, y la censura, después, y la cicatería de sus familiares, por fin, paraliza antes de que llegue a su destino), se dedican a la valiente tarea de sobrevivir, con la ilusión del reencuentro.

Durante los años y décadas siguientes, cada uno de los personajes irá labrando su propio sendero: celebrarán matrimonios, tendrán hijos, se esforzarán por sus ideales, soñarán con volver a ver a los demás, se apoyarán con infinito amor. Y, al cabo, como las golondrinas, terminarán volviendo al pueblo de la infancia, donde el nieto del viejo cartero les reserva una sorpresa.

Una novela deliciosa, que no solamente gustará a los lectores jóvenes, sino que les permitirá conocer un período tan triste como inolvidable de la historia de España.