Podría
alinear muchas palabras para describir lo que siento cuando recorro las páginas
de Antonio Muñoz Molina: asombro, aplauso, felicidad, fascinación, reverencia,
gratitud, éxtasis. No me atrevería a eliminar ninguna de ellas, ni tampoco a estipular
un orden: todas me asaltan en diferentes grados, línea a línea. Y me ocurre
también cuando releo El viento de la Luna, que devoré antes de 2008 y
que, por tanto, no figuraba en mi blog. No sabría explicar por qué me embriaga
tanto su escritura, y créanme que no tengo, a estas alturas, el menor interés
en encontrar explicación a esa magia: simplemente la disfruto. El ritmo de su
prosa, su vocabulario, sus temas, obran en mí con el embrujo magnético de un
imán. Y me produce una enorme dicha que así suceda, porque la sensación se
repite sin mengua (acabo de comprobarlo) en las relecturas, circunstancia que
me garantiza disfrute inagotable para el resto de mi vida.
En
esta ocasión me encuentro con un chico que vive en Mágina y que en el verano de
1969 “tenía doce años y había terminado el curso con un suspenso vergonzoso en
Gimnasia”. Su existencia gira alrededor de varios focos: el despertar de su
libido (donde desempeña un papel crucial la actriz Faye Dunaway), las charlas
con el padre Peter (al que termina reconociendo que es agnóstico), su afición
por la lectura (que comienza con Verne, Salgari o Wells y se extiende pronto a
obras antropológicas o científicas), la voluntad de no incorporarse en el
futuro a los trabajos hortelanos (de los que vive su familia) y, sobre todo, su
extraordinario interés por el viaje que están protagonizando Collins, Aldrin y
Armstrong a bordo del Apolo XI (metáfora de los nuevos tiempos y también del
despegue vital y del racionalismo con los que el protagonista sueña). A su
alrededor, transcurre un mundo cuyo pasado sigue contaminado por la guerra
civil, de la cual se sigue hablando con prudencia temerosa (obsérvese sobre
todo la figura del rico vecino Baltasar, que medró gracias a engaños como el
que perpetró sobre el padre del protagonista), y cuyo presente incluye
limitaciones económicas (carecen de agua corriente y de casi todos los
adelantos electrodomésticos).
Mientras
su padre y su abuelo pretenden adiestrarlo en los trabajos ancestrales de la
familia (recogida de la oliva, trato con los animales), él experimenta otros
anhelos: los libros, los microscopios, el seguimiento de la misión espacial por
la radio y la tele… o la lectura del periódico Singladura, donde el sin
par Lorenzo Quesada (dependiente de El Sistema Métrico) colabora como redactor.
Súmese a la elegancia expresiva la intensidad melancólica del final y se entenderá por qué, para mí, Antonio Muñoz Molina trasciende los límites del escritor admirado para aproximarse a los sitiales de la divinidad.
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