Un
día, el chispeante e imaginativo narrador Georges Perec tuvo una idea, tan
sorprendente como casi todas las suyas: escoger doce lugares de París que
estuvieran relacionados con algún aspecto de su vida y reunirlos en un proyecto,
que consistía en escribir todos los meses dos textos sobre uno de esos lugares,
repitiendo la experiencia durante doce años. Cada mes, los dos escritos
quedarían protegidos en un sobre lacrado por el propio autor. Esta singular
experiencia comenzó en 1969. Y calibró que, cuando por fin se abriesen los
sobres en 1980, el mosaico mostraría un detallado mapa mental y emocional, un
laberinto y un retrato. Obviamente, hablamos de una aventura, hablamos de un
juego, hablamos de un experimento. Pero es que hablamos de Georges Perec, quien
hizo de la aventura, del juego y del experimento unas herramientas
imprescindibles para entender su entorno y entenderse a sí mismo.
Alguien,
guiado por un sentido trascendente de la literatura o de la vida, podrá
argumentar que el volumen está construido enteramente con fruslerías.
Concedido: es así. Nada que objetar. El parisino nos habla de lugares diminutos
donde toma un café o come salchichas, de amigos anónimos que acabaron
trabajando en profesiones pequeñas, de calles con basura, de conversaciones de
barra que duraron un par de minutos y que estuvieron impregnadas de banalidad,
de paseos silenciosos por calles solitarias, de amigos y amigas a quienes se
tragó el olvido, de habitaciones donde durmió o escribió, de aquella vez que
estuvo escuchando el canto de miles de pájaros, de cuando lo sorprendió el
ruido de los furgones antidisturbios en Mabillon, de cuando constató que habían
renovado la escalera mecánica en la estación Monge, e incluso de pequeñas
mezquindades literarias (“Soy envidioso, soy mala persona; la gloria de Sollers
(o de Le Clézio) me quita el sueño”, p.233)… Sí, desde luego, no será necesario
seguir enumerando más pequeñeces: admitido. Totalmente admitido. Pero
convendría recordar que nuestra vida (digamos que, al menos, el 90% de nuestra
vida) es eso: cosas diminutas, seres diminutos, charlas diminutas, alegrías y
penas diminutas. Horas o días sin pena ni gloria. Con su anotación meticulosa,
Perec está consignándose. Y lo hace por una razón muy contundente, que
el autor nos deja anotada en la página 268: “No quiero olvidar. Tal vez ese sea
el eje central de este libro”. Con esa clave debemos leer el tomo.
En
este descomunal trabajo editorial, que traduce Pablo Martín Sánchez y que
incluye un preámbulo de Sylvia Richardson y un prólogo de Claude Burgelin, amén
de la espectacular introducción y las notas de Jean-Luc Joly, el imprevisible
Perec anota miles de detalles de su propia vida, miles de anécdotas, miles de
recuerdos, miles de pormenores topográficos o espirituales. Y el proyecto resulta
tan inaudito como seductor. Mención aparte (y un enorme aplauso) suscitan las fotografías
y las notas que enriquecen esta fastuosa entrega editorial: un prolijo y
esclarecedor esfuerzo donde se nos suministran muchos detalles sobre las
personas mencionadas o los avatares vitales del autor. Impagable luz que nos
sirve para entender esta vidriera literaria, esta playa llena de guijarros
coloreados a la que ahora con admiración llamamos Georges Perec.
No lo duden los amantes de sus libros: Lugares debe estar en sus bibliotecas.
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