domingo, 20 de abril de 2025

Demasiado tarde para volver

 


Utilicemos la imagen que toma como punto de partida el autor en este libro: el avión en el que viaja se ha averiado y comienza un descenso vertiginoso en caída libre. Todo está perdido. Y solamente queda la posibilidad de escribir unas pocas palabras, las últimas, donde todo quede dicho y preservado. Ahí se encuentra, nos dice, el germen de este volumen de relatos. Ahora reflexionemos un poco más allá: ¿acaso no es la vida entera una caída libre vertiginosa, que se detiene cuando llegamos a la tierra y nos fundimos en su seno?

Miguel Ángel Hernández, que es autor inteligente, utiliza esa poderosa imagen de inicio para que comprendamos la universalidad de su propuesta: toda escritura es un testimonio. Toda página es un agónico testamento, donde se intenta que la belleza nos salve o nos justifique. En esa línea, aquella primera versión de este volumen (que apareció en 2008, auspiciada por la Editorial Tres Fronteras, de Murcia) se engrosa y perfecciona con nuevos textos, que redondean un tomo más que notable, donde palpitan viajes a ninguna parte, poéticas del fango, sueños lúcidos, memorias del otro lado y futuros pasados. Es decir, la coagulación que con auxilio de la letra impresa nos traslada la mirada de un narrador espléndido, que construye un territorio donde hay trenes, salas de espera en la UCI, dientes de leche, insomnios, corredores a los que ha dejado de palpitarles el corazón o camas bajo las que esconderse. Todo un vademécum de historias que consiguen cautivar nuestra atención y entre las que ustedes deberán elegir sus favoritas.

¿Las mías? Diría que “El llanto”, “Desorientado” o “Destino”. Pero seguro que si releo el volumen dentro de unos años mis preferencias habrán cambiado. Por ahora, les sugiero que se adentren en el libro y elijan libremente. Luego me cuentan.

sábado, 19 de abril de 2025

Coordenadas

 


Cuando un autor publica un libro diferente a los que anteriormente ha editado y la calidad sigue siendo extraordinaria, no caben dudas: es un creador de raza. Lo normal es lo contrario: seguir la línea, repetirse, apurar todo lo posible el modelo que te ha hecho triunfar. Pero Antonio J. Ruiz Munuera ha preferido jugársela. Lo avalan éxitos fulgurantes en el ámbito de la novela (premio José María de Pereda, premio Nostromo) y de la narrativa juvenil (premio Alandar, premio Avelino Hernández), pero ha preferido realizar una pirueta distinta, un triple mortal sin red, y se ha embarcado en Coordenadas, un tomo donde sus palabras se acercan al ritmo y al espíritu de la poesía y donde las imágenes que las acompañan son de una belleza abrumadora. El resultado, ya se lo puedo adelantar, es admirable.

Afilando su mirada y dejando que se pose sobre las cosas (“Las cosas, aun siendo inanimadas, tienen su corazón”, nos revela en la página 63), el escritor lorquino ha esmaltado un volumen espléndido, que se lee en una atmósfera de colores, de sonidos, de fragancias y de silencios, francamente egregia. Así, nos hablará de un mar prodigiosamente iluminado por la noche (“Noctilucas”); de una interesante teoría que relaciona las edades humanas con la condición líquida (niñez), la sólida (madurez) y la gaseosa (senectud); de los desechos humanos, que a veces revelan muchísimo sobre nuestra civilización y sobre sus desviaciones y torpezas; del escaso respeto que se tiene por algo tan hermoso y duradero como las flores de plástico; de nuestra condición moderna de seres convertidos en “cosas” gracias a los algoritmos informáticos; de pequeñas historias que apenas esconden novelas larvadas (no se pierdan, por ejemplo, el texto 91)…

Y, aquí y allá, emotivos guiños culturales (p.71), sonrientes líneas de humor (p.85) e incluso greguerías que hubiera firmado con felicidad Ramón Gómez de la Serna (“Los goznes son las cuerdas vocales de los fantasmas”, texto 41).

Insisto: un experimento literario que se eleva hasta alturas líricas y visuales de primer orden y que les recomiendo encarecidamente.

viernes, 18 de abril de 2025

La casa de Matriona

 


Ignatich, un profesor de matemáticas que ha pasado un largo tiempo en la cárcel, solicita plaza en 1953 para trabajar en algún pueblecito ruso que esté apartado de las grandes ciudades e incluso de las vías del tren. Y después de algunos enredos burocráticos se le destina a Torfoprodukt, donde busca inútilmente un lugar de hospedaje hasta que alguien le sugiere que acuda a Matriona Vasilievna, una mujer pobre y enferma que posee una isba paupérrima (“Aparte de Matriona y de mí, en la isba vivían un gato, ratones y cucarachas”). La convivencia con ella es muy fácil, porque ambos saben adaptarse a la precariedad y desconocen el afán de lujo, pero todo comenzará a enrarecerse cuando unos parientes codiciosos (la pobreza suele activar los mecanismos más lamentables de la avaricia) planeen alrededor de la anciana para apoderarse de algunas de sus tristes pertenencias. Cuando al fin se produzcan varias muertes por un accidente, algunas personas susurrarán reflexiones (“Dos misterios hay en el mundo: cómo nací no lo recuerdo; cómo moriré, no lo sé”, cap.3) y las demás se aprestarán al reparto de los despojos.

Narrada con una sencilla y demoledora eficacia, La casa de Matriona nos acerca a la realidad miserable y atenazada del mundo soviético, contada desde abajo. No hay apenas referencias políticas, ni tampoco críticas directas hacia el gobierno: Solzhenitsyn se limita a dejarnos ver cómo sus personajes chapotean entre la miseria y, como natural consecuencia, incurren en la mezquindad (salvo Matriona, de la cual nos comenta el narrador que “fue ese ser justo sin el cual, según dice el proverbio, no hay aldea que exista. Ni ciudad. Ni nuestra tierra entera”). Con su ejemplo de vida, la anciana representa, en su isba, una isla de dignidad, nobleza y humanidad que constituye, a la postre, lo más hermoso de la novela.

jueves, 17 de abril de 2025

Divorcio en Buda

 


El juez Kristóf Kömives, de Budapest, siempre ha sido un hombre de mentalidad tradicional, recta y severa.  Está casado con Hertha Weismeyer, bella hija de un general, y tienen un hijo y una hija. Aunque su labor consiste en separar a las parejas que lo solicitan, él “creía en la santidad del matrimonio” (p.60) y juzga que la culpa de los divorcios hay que buscarla en la impaciencia, los nervios o la imperfección moral de los seres humanos. Así que su tarea como juez es tan triste como abrumadora: “Maridos y mujeres pasaban ante Kristóf en una fila india demencial, mentían y juraban que decían la verdad, no se miraban a los ojos ni dirigían el rostro hacia el juez, se inventaban virtudes y vicios, asumían las mayores vilezas, se cubrían de vergüenza porque no querían sino huir, huir de aquella esclavitud, de aquella miseria insoportable. Se presentaban ante el juez como paralizados, y él desataba y separaba conforme a las disposiciones legales, pero también bajaba la cabeza al dictar sentencia porque sabía que sus palabras sólo transmitían disposiciones humanas y era consciente de que todo lo que decía estaba en contra de las leyes divinas” (p.61).

Ahora, cuando comienza la narración, llega a su mesa el expediente en virtud del cual su antiguo amigo Imre Greiner y su esposa Anna Fazekas (de la que Kristóf estuvo, tal vez, enamorado en su juventud) solicitan el divorcio. Ciertos recuerdos y ciertas palpitaciones comienzan a sucederse en la cabeza y el corazón del juez. Y cuando reciba la visita de Imre durante la noche anterior a la vista del proceso, todo comenzará a enredarse mucho más, porque escuchará de labios de su viejo amigo algunas revelaciones que pondrán patas arriba su calma interior.

Como siempre, Sándor Márai consigue una narración sólida, profundamente bien construida en sus aspectos psicológicos (los retratos de los personajes son dignos de ser leídos varias veces y subrayados con lápiz rojo) y que nos obliga a pensar en las motivaciones más oscuras del ser humano, en sus miedos, en sus flaquezas y en sus zonas de luz. Así, la hermana de Kristóf (quien “se comportaba siempre como si acabara de despertarse de un sueño aburrido y no esperara nada especial del día que empezaba”) o el padre Norbert (cuyo dibujo anímico ocupa todo el capítulo 4). ¿Qué lugar ocupan en nuestras vidas los sueños que no se cumplieron o que dejamos de lado? ¿Qué latidos siguen palpitando, sin que seamos del todo conscientes, en nuestro corazón? ¿Qué observaríamos si fuéramos capaces de enfrentarnos, sin camuflajes, con el espejo de nuestro cuarto de baño? En Divorcio en Buda (que leo gracias a la traducción de Judit Xantus Szarvas), estas preguntas quedan formuladas en cada página y se nos invita a reflexionar sobre ellas.

Siempre me asombra el húngaro Sándor Márai, otro de esos narradores a los que tengo que disfrutar más intensamente en los próximos años.

miércoles, 16 de abril de 2025

Ciencia, libertad y paz

 


Es triste y desalentador pensar en el mundo que nos rodea. Quizá porque, como dijo Enrique Santos Discépolo, siempre ha sido una porquería. O quizá porque intuimos que su devenir (desengañados ya de utopías y de fracasos históricos, que no han hecho sino empeorarlo) no es demasiado halagüeño. Aldous Huxley, acaso uno de los últimos pensadores que pudo meditar sobre su entorno con una tibia luz de esperanza aún titilando, nos ofrece sus ideas al respecto en el ensayo Ciencia, libertad y paz, que leo en la traducción de Adam F. Sosa y C. A. Jordana.

Su análisis, sumamente inteligente, se concentra en reflexiones sobre el progreso científico y sobre la obsesión avasalladora del ser humano por el poder. Quienes ostentan ese poder (nos dice) anhelan de forma unánime perpetuarse en él; y activan todos los mecanismos necesarios para lograr esa meta. Entre ellos, el control de la ciencia y de los medios de comunicación, da igual que hablemos de un sistema capitalista como de un sistema comunista: al final, termina por prevalecer el personaje (o el pequeño grupo de personajes) que se aferran al sillón del poder y ejecutan todas las acciones necesarias para no abandonarlo. “Nunca han estado tantos a merced de tan pocos”, anota en la página 19. Y luego añade en la 33: “El gran poder invariablemente ejerce una influencia corruptora sobre aquellos que lo poseen”. Aunque la conclusión terrible viene después: “El corolario de esta centralización del poder económico y político es la pérdida progresiva, por parte de las masas, de sus libertades civiles”. Atrévase a negarlo quien mire a su alrededor y piense en los teléfonos móviles, que identifican en todo momento dónde estamos, dónde y qué compramos, cuánto dinero tenemos, qué decimos y hasta dónde comemos o veraneamos.

Igualmente valiosas son sus reflexiones sobre el nacionalismo (“Lleva a la ruina moral, porque niega la universalidad, […] afirma el exclusivismo, estimula la vanidad, el orgullo y la propia satisfacción, alienta el odio, proclama la necesidad y la justicia de la guerra”), sobre la irresponsabilidad de los gobernantes (“En el terreno de la política internacional, las decisiones más graves se toman siempre, no por adultos razonables, sino por muchachos pendencieros”) y sobre un mundo que recuerda terriblemente al que vivimos (“Cuando en casa las cosas andan mal, cuando el descontento popular empieza a articularse peligrosamente, en un mundo en el que hacer la guerra sigue siendo un hábito casi sagrado, siempre es posible desviar la atención del pueblo de las cuestiones internas a las exteriores y militares. Los instrumentos de persuasión manejados por el gobierno: suelta una corriente de propaganda xenófoba o imperialista, se adopta una política fuerte hacia alguna potencia extranjera y se lanza una apelación a la unidad nacional (en otras palabras, a la obediencia indiscutida a la oligarquía gobernante), e instantáneamente se convierte en un acto antipatriótico el que alguien ose emitir aun la más justificada reclamación contra el desgobierno o la opresión”).

Un libro terrible, clarividente, profundo y luminoso, que conviene revisar de vez en cuando para mantener la higiene mental del raciocinio siempre engrasada.

martes, 15 de abril de 2025

Vida de Leonardo

 


Si tuviéramos que comparar a Leonardo da Vinci con una edificación no sería desde luego con un cobertizo, ni con un chalet adosado, ni siquiera con ese tipo de viviendas a las que ahora, de forma pedestre, llaman “casoplones”: es seguro que elegiríamos un rascacielos o, para estar más en consonancia con su época, una catedral. Bien. Admitamos que Leonardo es una catedral. No resulta, desde luego, hiperbólico. Y nosotros, que somos los visitantes de esa catedral, seguro que nos quedamos desde el principio extasiados ante sus columnas, sus esculturas, su diseño arquitectónico o su acústica increíble. Pero detengámonos un momento. ¿De qué modo se llega a ser una catedral? ¿Cómo se construye cada vidriera? ¿Cómo se perfila cada arbotante? ¿Cómo se equilibra la bóveda? ¿Cómo se traza su ábside? En suma, ¿cómo se llega a ser lo que se es?

El estudioso Carlo Vecce, conocedor exhaustivo del mundo renacentista, aborda en este contundente tomo (casi setecientas páginas), que Alfaguara publica en la traducción de Carlos Gumpert, la figura poliédrica (catedralicia) de Leonardo. Y no lo hace desde la fantasía o el éxtasis hagiográfico, sino desde el más profundo rigor, sumergiéndose en legajos, protocolos notariales y cartas de sus coetáneos, para ofrecernos un panorama tan detallado como indiscutible, lleno de nombres, fechas y parentescos. Pero (y aquí el pero es crucial) logrando a la vez que su narración mantenga una loable amenidad que la aproxima casi al espíritu de una novela. Veremos al joven Leonardo, hijo bastardo del notario Piero da Vinci y de una esclava circasiana a la que se conoce como Caterina (cuyos gastos funerarios sufragó el humanista en junio de 1494); lo vemos interesarse por la escritura especular desde la infancia; advertimos su admiración por Ovidio y sus Metamorfosis (véase la página 134); nos asombrará su temprana curiosidad por el mundo de los fósiles (página 237); disfrutaremos sabiendo más sobre su vinculación con el maravilloso artista Alberto Durero (página 293); conoceremos al detalle sus implicaciones (más como víctima que como fautor) en la política de su tiempo; tendremos noticia de sus costumbres gastronómicas, con el listado de alimentos que eran frecuentes en su mesa (página 370); sabremos más de sus rivalidades legendarias en el mundo del arte (el capítulo 12 se titula, y no les digo más, “El duelo con Miguel Ángel”); y, entre mil noticias fascinantes más, se nos resumirán los detalles compositivos e históricos que rodean a sus obras principales.

Por supuesto, tampoco se omiten en este volumen referencias detalladas a “la compleja e indefinida sexualidad de Leonardo” (página 98), a su obsesión por anotar en cuadernos y hojas sueltas todas sus ideas (“Leonardo tiene hambre de papel”, página 177) o al triste momento de su muerte (una escena que desarrolla en la página 572 y que emocionará a quienes tengan gatos).

Biografía monumental, esta Vida de Leonardo resultará utilísima para cualquier lector, tanto si es especialista en arte (porque ofrece informaciones nuevas, extraídas de documentos originales) como si solamente desea acercarse de forma “novelesca” a uno de los más grandes genios de la historia. Imprescindible.

lunes, 14 de abril de 2025

Reserva natural

 


La publicación de este volumen (que se produjo, madre mía, hace más de un cuarto de siglo. Cómo pasa el tiempo) supuso una cierta sorpresa entre el público lector de 1998, porque Juan Manuel de Prada venía de protagonizar dos sonoros bombazos con Las máscaras del héroe y con La tempestad (ganadora del premio Planeta) y, de pronto, aterrizaba en las mesas de novedades de las librerías con un volumen de artículos. Pero tras ese momento de estupor se pudo comprobar que el espíritu de la obra respondía al mismo patrón: el de un prosista “millonario de metáforas” (el sintagma es suyo), con un talento caudaloso y con una oceánica capacidad de lenguaje, que solventa con la misma elegancia un ditirambo lírico dedicado a los mineros de España (“Germinal”), una profesión de fe literaria (“Ramón, primitivo, fetichista”), una acusación contra los nuevos sistemas educativos (“Contra la ESO”), la genuflexión agradecida frente a un periodista leído y admirado (“Cien veces Alcántara”), la denuncia inflexible del fetichismo cultural (“El Guernica”), la irónica burla ante la impostada bondad de cierta famosilla (“Lady Caridad”) o la feroz andanada contra esa “lepra exportable” (sic) que fue la canción La Macarena.

Alguien dijo una vez que de los genios hay que aprovechar hasta las migajas, pero se olvidó de precisar que, casi siempre, las presuntas migajas de los elegidos (y no es improbable que Prada sea uno de ellos) superan en belleza, valor y exquisitez a las más trabajadas producciones de esas legiones de mediocres que a menudo nos distraen en los escaparates libreros con sus novedades.

Una obra para abrir, al azar, por cualquier página y quedar deslumbrado con su estilo.

domingo, 13 de abril de 2025

El mejor libro del mundo

 


Añado a mi blog otra reseña de Manuel Vilas, porque ha escrito El mejor libro del mundo y la ocasión lo merece. Esta vez no podré orientar a los lectores facilitando un pequeño resumen de la obra, porque este volumen no tiene “argumento”, ya que no es una novela. O sí, cualquiera sabe. Recordando una frase del tomo (“La vida es el mejor libro del mundo”), convendremos en que, puesto que la vida no tiene argumento, por qué habrían de tenerlo medio millar de páginas en las que se vuelca la esencia de la suya. Como Vilas no leerá esta pequeña nota (y yo, además, sé que la estoy redactando con infinito cariño y con infinito respeto), me atreveré a decir que El mejor libro del mundo me ha recordado a una olla puesta al fuego. Es probable que al autor, que con tanto gozo habla de comida en este libro, no habría de molestarle la imagen. Hay en esa olla garbanzos, alubias, patata, zanahoria, caldo, sal (sobre todo, mucha sal); hay en ella humor, pesimismo, sinceridad, viajes, amores, amistades, decepciones. Y el fuego que se aplica en la base de esa olla logra que el conjunto llegue a la ebullición, provocando la aparición de burbujas (mi niñez pueblerina me pide que escriba “pompas”), que van sucediéndose en un inagotable juego de estallidos. Unas son pequeñas; otras, más grandes. Unas ostentan durante varios segundos su semiesfericidad asombrosa; otras, apenas te da tiempo a verlas. Y tú, sentado en una silla delante de la olla, observas y hueles, en un silencio respetuoso y admirado. Eso es, en mi opinión, El mejor libro del mundo.

Afirmaba Tolstói que quien conoce su aldea conoce el universo. Es una idea muy interesante. ¿Quien conoce a una persona conoce también el universo? Porque eso también es El mejor libro del mundo: el conocimiento profundo, variopinto, zigzagueante, de un corazón humano, diseccionado por su propietario. Manuel Vilas nos dice que Javier Marías tenía las manos pequeñas y que Eduardo Mendoza lo saluda siempre con la mano fofa (como si te entregara un mejillón demasiado cocido), que el mejor nombre de mujer es María, que la mejor canción del mundo la escribió Sixto Rodríguez y se llama “Cause”, que adora a Lou Reed y que en ocasiones habla con su fantasma, que Jaime Gil de Biedma es el único poeta (junto a Jorge Manrique) que nunca se la cae de las manos o que Franz Kafka es el mejor escritor de la Historia. Pero también nos habla con orgullo de sus padres, de las piedras que arrojó al río en su infancia, de antiguas novias, de la erosión que el tiempo deposita sobre los cuerpos, de las paellas que prepara su hermano, de sus hijos y su esposa, de habitaciones de hotel, del carácter capitalista del cuerpo humano (“Nuestros cuerpos nos engañan desde hace miles de años, nos hacen creer que necesitamos comer más y más, pero es mentira, buscan la acumulación de grasa”) o de ciertas escatologías risibles (esa página absolutamente hilarante donde nos habla de “los culos viejos, a los que ya no les importa disimular y se convierten en cañones y artillería napoleónicos”).

Y nosotros, insisto, lo observamos todo desde nuestro asiento, porque Vilas nos ha invitado al espectáculo. Casi quinientas páginas de felicidad, complicidad, admiración, sonrisas y reflexiones, en las que él habla, y habla, y habla, y escribe, y escribe, y escribe. Y nosotros nos olvidamos de las etiquetas editoriales, porque nos importa tres rábanos que esto sea una novela, o un diario, o un libro filosófico o humorístico. No precisamos esa etiqueta. Es El mejor libro del mundo. Y ya.

Todos mis aplausos.

sábado, 12 de abril de 2025

El hijo del ladrón

 


Refiere la tradición histórica que Bencomo (nominado también de otras maneras: Benchomo, Benytomo…) fue un mencey que, en la segunda mitad del siglo XV, lideró la resistencia guanche contra la invasión castellana en la isla de Tenerife. Su muerte, aunque no del todo aclarada documentalmente, parece que acaeció en la batalla de Aguere en el año 1495. Y su figura ha quedado, desde entonces, convertida en símbolo de la resistencia insular frente a la conquista peninsular.

Lo que muchas personas no saben (pero César Fernández García sí, y nos lo cuenta en este libro) es que el cuerpo de Bencomo fue embalsamado por sus seguidores y escondido, junto con un deslumbrante tesoro de oro y joyas, en un lugar impreciso de la isla. En vano lo han buscado durante siglos los aventureros y los especialistas: jamás ha sido hallado.

Ahora, un experto en arqueología llamado Juan Andrés (que ha salido de la cárcel tras purgar un delito que no cometió), acompañado por su hijo Ramón (que vive con unos padres adoptivos, avergonzado por la condición criminal de Juan Andrés), viajan hasta Tenerife para pasar quince días juntos y retomar los vínculos familiares. Pero lo que el chico ignora es que su progenitor ha organizado esta estancia con un objetivo: seguir cierta pista escondida en un viejo cuadro del siglo XIX y llegar hasta la cueva donde están escondidos el cuerpo y el tesoro del líder guanche, para entregarlo todo a un museo y reivindicar su honradez. Por supuesto, habrá un oponente dispuesto a torpedear su búsqueda (Jorge Leyva), y nada les resultará tan fácil como pensaban al principio.

Insisto con César Fernández porque, en mi opinión, es un novelista estupendo (y obsérvese que he prescindido del adjetivo “juvenil”, porque sus excelentes obras no se circunscriben a ese ámbito). Seguiré con él, sin duda. Y les recomendaría que hiciesen ustedes la prueba.

jueves, 10 de abril de 2025

Mucho pasado puede matarte

 


Se dirá mil veces y siempre serán pocas: qué complicado es crear un libro de cuentos que no sea una mera recopilación. Hace falta, primero, aquilatar cada una de las narraciones, pulirla, dejarla perfecta, tanto estructural como literariamente; y después hay que conseguir que el conjunto de las narraciones sea armónico, sin altibajos, sin desequilibrios. No vale que dos o tres de las historias sean magníficas, no basta que lo sean la mitad: han de serlo todas. Por eso, cuando cae en mis manos un volumen que cumple esas características me siento tan feliz y lo recorro con tanta gratitud. Es lo que ocurre con Mucho pasado puede matarte, del malagueño José Antonio Sau, de reciente publicación.

De sorpresa en sorpresa (siempre sólidamente redactadas), vamos descubriendo a verdugos que atraviesan una crisis y sufren sus consecuencias; a periodistas que son engañados en el desempeño de su labor profesional; a muchachos que se enamoran fatalmente de la persona equivocada; a mujeres que son capaces de anticiparse a la muerte de seres cercanos; a maestros que sufren un fusilamiento anómalo durante la guerra civil de 1936; a antiguos nazis que están a punto de ser capturados, muchos años después de haber escapado de la justicia; a tías que están seguras de escuchar voces de ultratumba; a empleados que, de pronto, incurren en la convicción de estar recibiendo mensajes extraterrestres; a drogadictos que lo único que quieren es ver de nuevo a su hija; o a niños que sufren el espectáculo de la violencia doméstica de su padre…

Poderoso en las tramas y elegante en la formulación literaria, José Antonio Sau nos dibuja con sus palabras un buen muestrario de horrores y grietas que, en síntesis, representan el mundo que nos cobija. Es un atributo que solamente pueden exhibir los grandes autores. Léanlo.

martes, 8 de abril de 2025

Seguidillas del 2024

 


La autora del prólogo (Aurora Gil Bohórquez) lo dice con exactitud condensada: “Estamos, pues, ante un diario en seguidillas”. Me parece atinadísima sentencia, que captura en siete palabras el espíritu del libro. Porque lo que percibimos los lectores cuando transitamos por estos sesenta poemas es precisamente eso: su condición de álbum emocional. Gracias a sus palabras (y a la música elegante y bien pautada que los modula), estos textos nos trasladan con singular acierto la temperatura anímica que en cada instante presenta el autor: cuando se acerca hasta las Fuentes del Marqués, cuando viaja a México, cuando contempla las hojas caídas en su terraza, cuando mira con ternura los libros que se alinean en un estante de su casa playera, cuando viaja en tren, cuando pasea por la Trapería murciana, cuando visita las Hoces del Júcar, cuando se detiene ante un cuadro de Sofía Morales o de Darío de Regoyos, cuando lee durante un largo insomnio un libro espectacular de Nuccio Ordine o cuando sus pupilas y su corazón recorren las gotas de agua que salpican el cristal de la ventana un domingo de abril.

Sigamos sumando hermosura al precioso tomo: las imágenes que adornan todos los poemas. Son fotografías efectuadas por el autor, por su esposa, por su hijo Yayo, por Martha Cuanalo, por M. del Loreto o por Sonia Varó: instantáneas en las que paisajes marinos, uvas esplendorosas, balaustradas nocturnas, jardines soleados, paulonias florecidas o huertanas juncales sirven de contrapunto visual a las palabras de Santiago Delgado.

Hace años, el escritor reivindicaba su derecho a componer versos, aunque no se le pudiera etiquetar prioritariamente de poeta. Discrepo de esa humildad: sí que lo es. Y estas Seguidillas del 2024 lo demuestran con holgura y contundencia.

domingo, 6 de abril de 2025

La reina de las aguas

 


Hay autores de quienes siempre aguardo, con expectación y con fervor, cada libro que publican, porque las páginas suyas que he podido saborear me han transmutado en adepto. Con Fernando Clemot me ocurre desde 2009, en que tuve la fortuna de tropezarme con Estancos del Chiado, un volumen prodigioso de cuentos que terminaría alzándose poco después con el premio Setenil (https://rubencastillo.blogspot.com/2025/03/estancos-del-chiado.html). Ahora acude hasta mis manos su obra La reina de las aguas (Un viaje eterno por Roma), que publica La línea del horizonte con una exquisita cubierta pompeyana.

¿Y qué puede encontrarse allí? “Es un itinerario que entiendo como una carta de amor a una ciudad y a un tiempo”. Con esas palabras lo define el autor en la página 13, y no puede expresarse con más tino ni con más belleza. Acompañado por su esposa Eva y por su hija Emma (en uno de los viajes) o por sus amigos Jordi Gol y Ángel Lobato (en otro), el magnífico escritor barcelonés nos ofrece un espectáculo inigualable de erudiciones históricas y arquitectónicas, de reflexiones artísticas e incluso de anécdotas personales (ese perro que estuvo a punto de clavarle los dientes, ante la mirada iracunda de la dueña; ese paseo temerario por el túnel Pettinelli, más peligroso de lo que él sospechaba; esos juegos infantiles de Emma en la fuente del Collar de Perlas, mientras él estaba observando desde un banco). Mezclando documentación y curiosidad, éxtasis y enamoramiento, vemos al autor paseándose por Santa María Maggiore; entrando en el cementerio de Verano y depositando rosas en las tumbas de Marcello Mastroianni, Elsa Morante y Vittorio Gassman; descubriendo los detalles del terrible bombardeo de San Lorenzo, en septiembre de 1943; subiendo de rodillas la Escalera Santa (y rezando un padrenuestro en cada peldaño “y hasta los retales del avemaría que recordaba”); o quedándose hechizado por los sepulcros etruscos (la secuencia que ocupa las páginas 139-143 es de una belleza cautivadora).

Una obra delicada, hermosa, casi fragante, donde Roma palpita en cada párrafo y donde el hechizo de la Ciudad Eterna se convierte en un viaje eterno, que Fernando Clemot destila con sabiduría para nosotros. Gracias sean dadas.

viernes, 4 de abril de 2025

Viaje al centro de la Tierra

 


Hay que ser un absoluto genio para, cuando inicias el capítulo XVII de tu novela y has alcanzado las cien páginas, hacer que uno de tus personajes pronuncie esta frase: “Empezaba el verdadero viaje”. Es entonces cuando, parpadeando, el lector se da cuenta de que, en efecto, ha ido avanzando hoja tras hoja, sugestionado por la atmósfera creada por el autor, pero que aún, verdaderamente, no se ha iniciado el núcleo duro de la historia. Con un par. Por eso, Julio Verne es Julio Verne, qué diablos. Y por eso Viaje al centro de la Tierra es la inmortal aventura que, generación tras generación, nos ha fascinado a miles, a millones de lectores (con la ayuda, también, del mundo del cine).

Estamos en la Koningstrasse, donde el profesor de mineralogía Otto Lidenbrock acaba de llegar a casa con un libro antiquísimo escrito en runas, del que emerge un papelito que contiene un misterioso criptograma. Auxiliado por su sobrino Axel, no tardará en descubrir que se trata de las enigmáticas instrucciones que Arne Saknussemm, un alquimista del siglo XVI, ha consignado para que cualquier otro viajero pueda repetir la proeza geológica que él dice haber ejecutado: llegar hasta el centro de la Tierra. A partir de ahí, ya se pueden imaginar: preparativos, navegaciones complicadas y, por fin, llegados a Islandia, la contratación de Hans, un expedicionario silencioso que los llevará hasta la cima del Sneffels, donde la sombra del Scartaris indicará la abertura por la que deben introducirse para que dé comienzo la aventura. Y a pesar de que “las palabras de la lengua humana no pueden bastar al que penetra en los abismos del globo” (así se pregona en el capítulo XXX), lo cierto es que Verne, exhibiendo una documentación geológica y paleontológica absolutamente deslumbrante, nos invita a que nos sumemos al viaje, en el que nos asfixiará el calor, nos agobiará la angostura de algunos pasajes, nos fascinará la presencia de un inesperado mar (“más acreedor que todos los otros al nombre de Mediterráneo”), nos aturdirán la oscuridad y los golpes, nos sorprenderán los restos óseos que encuentran y, en fin, nos obligará a soñar, a fantasear, a ser niños.

Me cautivó en mi adolescencia y ha vuelto a cautivarme en mi madurez. Quizá no sería mala idea retornar a otras novelas de este admirable novelista francés.

jueves, 3 de abril de 2025

Ángel de tierra

 


El padre. La figura del padre. Está ahí desde la infancia, protector como un árbol, invisible a veces, en la segunda fila de un palpitar que suele poner a la madre en primer término, al menos durante los primeros años. Y de pronto, sin que quizá reparemos en ese paso adelante, su figura se llena de luz; y entendemos su papel, su importancia, su impronta. Antonio Marín Albalate se concentra en esa mirada del hijo hacia el padre (mirada admirativa, extasiada, agradecida) en su poemario Ángel de tierra, en el cual el sustantivo “padre” aparece en todos los poemas, absolutamente en todos. Sesenta veces.

Nos dibuja en sus versos la imagen de un hombre que ya “peina sus cuatro pelos azules”, que representa “la ternura triste de un invierno muy delicado”, que se mantiene en ocasiones “autista en su galaxia de silencio”, que aún despliega ante el hijo “su honda paciencia de pan”, que tiene “un par de palmeras en sus ojos”, que “teme la industria del frío” y que, por desgracia, “es ya casi un ocaso”. Desde la fascinación y desde el amor más hondo, el poeta convirtió durante los años 1997 y 1998 esa figura languideciente en versos, que luego publicó en 2001, unos meses después del fallecimiento de su progenitor.

Un texto sin duda emotivo, donde infancia, madurez y senectud unen sus dedos para entregarnos unas páginas poéticas magníficas.

martes, 1 de abril de 2025

Muro de escribir cosas que me dicen que existo

 


Un terremoto. Eso supone para mí la lectura de cualquier libro de Miguel Sánchez Robles, al que conocí hace veinticinco años (o por ahí) y al que re-conozco con infinito asombro y admiración año tras año, página tras página, poema tras poema. No he conocido otra voz como la suya, capaz de inquietarme, de removerme, de descolocarme, de hacerme pensar y sentir. Cada título suyo es un cáliz de belleza y dolor, que cojo y me quema los dedos, que bebo y me abrasa la garganta, que rumio y me desconfigura el cerebro. Perdonadme que resulte tan confuso a la hora de “reseñar” sus obras (líbreme Dios de intentar tal desatino), pero es que Miguel se ha quedado con todas las palabras, con todas las emociones, con toda la luz; y a los demás solamente nos queda leer en silencio sus líneas, y sentir que eso que ha escrito lo hemos pensado nosotros sin palabras, en esa especie de nebulosa a la que llamamos melancolía, o tristeza, o desamparo. Pero, claro, él lo dice siempre mejor: usa barro, lágrimas, sueños, rompimientos de gloria, escaparates, pantallas de televisión, cielos nubosos, trigo que nace, brújulas… El resultado es estremecedor.

“No sé cómo empezar”, nos dice desde el primer verso, porque entiende que “casi todo es naufragio”. Más tarde, deja la mirada perdida y nos aclara: “No vivo de verdad. / Huyo del tiempo. / Arrastro la nostalgia / de lo que no pasó”. Luego murmura: “Me dan miedo los ojos de los galgos / y pensar muy despacio / que la luz de las estrellas ya ha ocurrido”. Y luego nos estremece con fórmulas tan contundentes como reveladoras: “Me da miedo vivir embalsamado”. Y llegas a las páginas 65-67 y las lees dos, tres, cuatro veces. En bucle. Y descubres que este autor es mágico, y lúcido, y especial. Para mí, al menos.

A este poeta no se lo puede explicar, ni resumir, ni convertir en etiquetas: hay que leerlo. Es único. Es imprescindible. Es un puto genio.

domingo, 30 de marzo de 2025

Un largo silencio

 


Ha habido muchas frases que me han impresionado en mi vida, como es natural. Pero recuerdo especialmente una, que leí en un libro de Fernando Fernán-Gómez (aunque ignoro si la autoría le pertenece): que el final de la guerra civil de 1936 no trajo la paz, sino la Victoria. Es decir, la complacencia fanfarrona, la venganza, la prepotencia, la humillación, la altanería, el desdén, el odio. Imaginar a tantas víctimas durmiendo retorcidas en las cunetas o en los campos silenciosos de Víznar produce dolor, pero aún es más amargo imaginarse a quienes tuvieron que agachar la cabeza, dejar que los raparan, que les negaran trabajos, que les exigieran sumisiones constantes o que se les señalara con gesto agrio, durante más tiempo del que el sentido común o la compasión dictaban.

En esa derrota larguísima viven las mujeres de la familia Vega, que salieron de Castrollano en octubre de 1937 y que ahora, concluidos los años brutales y atroces de la guerra, vuelven a la que fue su casa para intentar reconstruir lo que queda de sus vidas. Simbólicamente, lo primero que presencian es una larga procesión, que se está celebrando para devolver al pueblo a la Virgen de la Lluvia, patrona del lugar. La escena marcará el tono de lo que pueden esperar en Castrollano: religiosidad recuperada o impostada, miradas devotas e iracundas a la vez, mucho color negro en las ropas y una atmósfera de rechazo que demuestra que nadie está dispuesto a darles la bienvenida, porque conocen su pasado republicano y no desean que se las relacione con nadie decente.

Han pasado una larga serie de calvarios, que han tenido que apurar ellas solas, sin apoyo de nadie: María Luisa, para conseguir que su marido fuera trasladado hasta la prisión de Castrollano, tuvo que realizar tristes y humillantes concesiones sexuales al baboso director de la cárcel donde se encontraba. Nunca se lo contó a su marido. Nunca se arrepintió de hacerlo. Alegría sufrió el maltrato de su esposo, acrecentado cuando le dio una hija, en lugar del varón que él esperaba. Tuvo que volver a la casa familiar para que no la siguiera maltratando. Él terminó muriendo, cirrótico, en un hospital. Merceditas es una niña aún, pero ya oye cómo sus amigos hablan de “rojos” y de “fusilar” para referirse a ellos, los vencidos. Feda se enamoró de un señorito de buena familia, llamado Simón, que ahora es un triunfador franquista que vive en Madrid y que le escribe diciéndole que rehaga su vida, como él está haciendo. Y que se aleje de su familia roja y que empiece a ir a misa. Margarita huyó por temor a las represalias o el fusilamiento, porque era notoria su conducta izquierdista. ¿Será necesario seguir aportando detalles sobre la devastación que las corroe por dentro?

La ciudad a la que han vuelto es un prontuario de “cuerpos baldados del trabajo, cuerpos mustios de desamor, cuerpos exhaustos del hambre, cuerpos mutilados por las armas, cuerpos ateridos del frío, cuerpos mancillados en la prostitución, pobres, tristes cuerpos de los tristes y pobres seres derrotados que, pese a todo, anhelan vivir”. Y ellas también desean vivir, reconstruirse, preparar un futuro para la niña que las acompaña. Por todos lados topan con el rechazo (incluso las personas que suponían amigos les exigen un imposible certificado de adhesión al Movimiento Nacional para darles un trabajo misérrimo), pero también aparece de forma esporádica alguna luz, como la encarnada en el honrado monárquico don Plácido Bonet, que auxilia todo lo que puede a las mujeres de la familia Vega (pese a tener ideas distintas a las suyas).

El estraperlo, los rencores, la miseria, las venganzas, la muerte, el hambre, los cascotes, el frío continuo, las chabolas levantadas con restos de casas bombardeadas o las miradas llenas de acrimonia son convocados por la brillante Ángeles Caso en esta novela, que me ha recordado desde el principio el movimiento de las olas, que avanzan hacia la arena, la besan y luego se retiran. Una y otra vez. Incansables. Con su rumor de agua y sal. Así, con ese ritmo lento y continuo, los lectores vamos recibiendo detalles sobre los protagonistas, hasta conformar un óleo lleno de angustias, esperanzas, decepciones y ternuras.

En los ojos de todos los derrotados puede observarse “un largo silencio que habrá de cubrir sin piedad esas vidas a las que les han sido robados el pasado y la esperanza”. Siempre ha sido así y conviene no olvidarlo.

sábado, 29 de marzo de 2025

Tristes armas

 


Harmonía y Rosa son dos criaturas que, desde sus primeros años, han sufrido golpes terribles a causa de la guerra civil española de 1936. Su padre era un maestro que, negándose a aceptar la sublevación de los militares desleales, toma las armas para combatir por la república; su madre trabaja como enfermera en un hospital de campaña. Ambas ocupaciones les impiden atender a sus hijas de la forma en que quisieran y, sabiendo que sus familiares son afectos a la causa fascista, prefieren dejarlas en un orfanato. Unos meses después, las verán partir hacia Rusia, donde (sin que ellas lo sospechen) habrán de permanecer muchísimo tiempo. Es la triste condición desgajada de los niños de la guerra.

Repartiendo su mirada en dos frentes narrativos, la gallega Marina Mayoral nos va relatando las vicisitudes de ambas ramas familiares: esos padres que se quedan, esas hijas que crecen en un mundo lejanísimo. En los dos lados florece el sufrimiento, pero también en los dos palpita la esperanza. “Si las cosas fuesen como deben ser, si siempre ganasen los buenos, este mundo sería un paraíso; y no lo es. Pero nuestra obligación es luchar para que no sea un infierno”, dice uno de los personajes en la página 51. Y creo que el ímpetu moral de esas palabras es el que mantiene el tono humano de la obra, donde vemos a unas niñas que, tras escribir una primera carta a su madre (una carta que la guerra, primero, y la censura, después, y la cicatería de sus familiares, por fin, paraliza antes de que llegue a su destino), se dedican a la valiente tarea de sobrevivir, con la ilusión del reencuentro.

Durante los años y décadas siguientes, cada uno de los personajes irá labrando su propio sendero: celebrarán matrimonios, tendrán hijos, se esforzarán por sus ideales, soñarán con volver a ver a los demás, se apoyarán con infinito amor. Y, al cabo, como las golondrinas, terminarán volviendo al pueblo de la infancia, donde el nieto del viejo cartero les reserva una sorpresa.

Una novela deliciosa, que no solamente gustará a los lectores jóvenes, sino que les permitirá conocer un período tan triste como inolvidable de la historia de España.

jueves, 27 de marzo de 2025

El tesoro de Gastón

 


Es cierto que las historias “edificantes” suelen correr el riesgo de resultar algo toscas, o predecibles, o gazmoñas. Pero también es cierto que, si están escritas con elegancia y desarrolladas con tino, el lector tiende a olvidar esa condición para centrarse en las bondades del relato. Así ocurre, creo, con El tesoro de Gastón, de la gallega Emilia Pardo Bazán. Su asunto, que ahora resumiré en unas pocas líneas, podría haberse convertido en otras manos en un pastel empalagoso: el joven y alocado Gastón de Landrey, después de unos años de vida desenfrenada (que incluye viajes, amores y dispendios en joyas y licor, entre otros dislates), consulta con su administrador y descubre que se encuentra el borde de la ruina: con un poco de suerte, podría salvarse una parte diminuta de su caudal. Pero antes de que la más espantosa desesperación anide en él, su anciana tía la Comendadora (que vive desde hace años en un convento) le entrega una vieja nota familiar donde se informa de la existencia de un tesoro oculto en una de sus propiedades. Como es lógico, y teniendo en cuenta que el chico nada tiene que perder, se aferra a esa posibilidad y parte hacia Galicia. Allí se encuentra con otro administrador fraudulento (Lourido), que lleva años expoliando sus bienes… pero también se encuentra con Antonia Rojas, una bella viuda que de inmediato atrae su atención.

Esa mezcla narrativa, donde los malvados villanos erosionan la riqueza del joven e ingenuo señorito, donde el amor se presenta en forma de mujer perfecta (tan guapa como humilde, tan devota como inteligente, tan cariñosa como recatada), donde las murmuraciones acechan todos los actos de los protagonistas y donde la luz de la esperanza proviene de un tesoro oculto, resulta tan peligrosa, tan resbaladiza, que solamente el buen hacer de doña Emilia puede hacerla viable.

No se trata de una de sus novelas mayores, obviamente, pero se lee con agrado.

martes, 25 de marzo de 2025

Los milagros de la vida

 


Todo en la vida, si lo miramos con una cierta capacidad de asombro, bordea los límites del milagro o se adentra decididamente en él: la respiración, el amor, la amistad, la luz, la música, el sonido del mar, abrir los ojos por la mañana y seguir viviendo. Casi ninguno de esos asombros tiene una conexión directa con la religión, a pesar de que tradicionalmente se haya querido vincular el sustantivo “milagro” con ese ámbito del pensamiento.

Un viejo pintor que vive a mitad del siglo XVI en la actual zona de Amberes (“un hombre al que la vida había enseñado que en el estrato más profundo no hay más que transparencia y tranquilidad, un hombre con experiencia, al que los muchos días y años habían vuelto sencillo”) recibe el encargo de pintar un cuadro de la Virgen María para ornar una iglesia; y en su búsqueda de la mejor modelo para el rostro de la madre de Dios descubre a la joven Esther, una judía a la que su abuelo salvó de un pogromo entregándola a un tabernero flamenco para que la criase. Extasiado por las líneas de su rostro, el anciano artista se propone convertir a la muchacha al cristianismo, mostrándole imágenes religiosas y narrándole algunas historias bíblicas; pero pronto se da cuenta de la renuencia de Esther, y se concentra en la tarea de pintarla. Lo hace mientras ella sostiene un bebé en sus brazos, al modo de una Madonna.

Unas semanas más tarde, los acontecimientos se precipitan: el clima político de la ciudad se enrarece e impregna de violencia, Esther tiene su menarquía y el pintor, concluida la obra, la entrega al comerciante que se la encargó, para que sea expuesta en la iglesia. El problema vendrá cuando la turba, enardecida contra España, comience con su labor devastadora e iconoclasta. ¿De qué forma podrá salvarse el cuadro recién pintado, por el que Esther siente embeleso?

Una pequeña obra maestra de Stefan Zweig, que leo en la traducción de Berta Vias Mahou (publicada por el sello Acantilado), donde se nos invita a reflexionar sobre todos esos milagros cercanos y a veces invisibles que, como indicaba al comienzo, constituyen la médula de la existencia y nos obligan a meditar en silencio sobre el sentido de cuanto nos rodea.

domingo, 23 de marzo de 2025

El niño con el pijama de rayas

 


No sabría calcular cuántas horas de mi vida le he dedicado a la lectura de libros o a la visualización de documentales sobre el mundo nazi: al principio, lo hice para conocer la realidad de aquel horror inhumano, inconcebible, paralizante, que supuso la irrupción de aquella nauseabunda ideología en la desprevenida Europa; después, para elaborar una novela que publiqué allá por 2011; siempre, para evitar el olvido (que, en el mejor de los casos, resulta una torpeza; y, en el peor, un rasgo de idiotez o de complicidad). Ahora, con la distancia adecuada (la obra supuso un bombazo editorial y prefiero leer ese tipo de libros años después), me acerco hasta las páginas de El niño con el pijama de rayas, de John Boyne, traducido por Gemma Rovira Ortega. Allí me encuentro con Bruno, hijo de un militar de alta graduación del ejército alemán, que conoce levemente al “Furias” (ha cenado una noche en su casa, con su acompañante Eva) y que termina yéndose a vivir con su familia a “Auchviz”, donde el padre ha sido destinado forzosamente en su nuevo puesto como comandante. El chiquillo tiene nueve años y encaja mal ese traslado, que lo separa de sus abuelos y de sus tres mejores amigos. Durante semanas, su estancia allí se le vuelve irritante y claustrofóbica, porque no entiende qué ocurre al otro lado de las alambradas, donde todo el mundo parece pasarse el día en pijama. Pero un día conoce a un niño, llamado Shmuel, con el que empieza a charlar y con el que inicia una amistad (secreta) cada vez más luminosa.

Una narración muy eficaz, donde la inocencia y la crudeza se unen para formar un tejido agridulce, cuyo final (por Dios santo, qué final) conmueve e inquieta. Allí donde las palabras se detienen se inicia el pensamiento, firme e inmaculado: nunca más.

sábado, 22 de marzo de 2025

Los santos inocentes


 

No sabría determinar con exactitud cuántas veces he leído Los santos inocentes. Desde luego, son más de seis (que fueron los años en que la leímos en voz alta en mis clases de bachillerato, comentándola). Pero acabo de descubrir, con un alto grado de estupor, que en ninguna de esas ocasiones se me ocurrió poner por escrito la reseña. Más raro que un yogur de cebolla.

También es verdad que, con el paso del tiempo, resulta prácticamente imposible separar lo que mi cerebro extrajo de la lectura y lo que extrajo de la película de Mario Camus, con las interpretaciones magistrales de Paco Rabal, Alfredo Landa, Terele Pávez, Juan Diego o Agustín González. Así que me voy a limitar a decir que la obra (o, siendo riguroso, la mezcla de las dos obras) impregnó mi alma y dejó una huella imperecedera en mi interior. Esa conformidad angustiosa de los personajes humildes; esa altanería estomagante y sádica de los “señoritos”, que se niegan a todo atisbo de humanidad; ese mundo campesino lleno de hambre, resignación y miedos atávicos… No hay forma de permanecer impasible ante las mezquindades de las que somos testigos. En ese sentido, Los santos inocentes es una de las novelas más conmovedoras que he leído en mi vida (huelga decir que utilizo el adjetivo “conmovedoras” con pleno conocimiento de su etimología): te convierte en espectador y en testigo, en ser espantado y en ser compasivo.

Por eso, la obra hay que leerla y releerla; y la película hay que verla y reverla. No dejar que aquellas verdades se olviden, no tolerar que aquella ciénaga se pueda repetir. Miguel Delibes no nos dejó un libro: nos dejó un mensaje.

jueves, 20 de marzo de 2025

Esta espera que lo envenena todo



Reconozco que últimamente atraen mucho mi atención aquellos libros de cuentos en los que, lejos de percibir propuestas independientes, advierto conexiones entre unas y otras. Y la explicación es muy sencilla: creo que unen de manera muy interesante las bondades del relato y las de la novela, erigiéndose en híbrido seductor que reproduce la médula esencial de la vida: estamos rodeados de todo tipo de historias, que se unen, confluyen o divergen de mil modos distintos. Cómo no admirar un anillo de oro sobre el que se engastan varias piedras preciosas.

Ocurre así en el último volumen de la barcelonesa Maite Núñez, que pone ante nuestros ojos una docena de narraciones con un denominador común: la espera, que muchas veces no es sino la antecámara del dolor. Madres que aguardan con angustia el diagnóstico (que no parece halagüeño) de su hijo; ancianas con alzheimer que exhalan su último suspiro en un geriátrico, sin ningún tipo de compañía familiar o amistosa; adolescentes que descubren la existencia de una posible amante de su padre; parejas que se erosionan ante la imposibilidad de concebir; hombres de mediana edad que buscan en una prostituta lo que su mujer (enferma de gravedad) ya no puede concederles; periodistas deportivos que salen a recorrer la ciudad buscando farolillos para la fiesta de cumpleaños de un hijo que, quizá, ya no cumpla ninguno más; ancianos que adquieren el día de san Valentín, y luego guardan en un cajón, una joya para la esposa que los abandonó hace años; albornoces que se quedan colgando, vacíos, en cuartos de baños donde el silencio araña; vendedores fraudulentos; mujeres que vacían su tristeza en los oídos de un amante desdeñoso… El abanico de soledades y desgarros que padecen estos personajes es tan amplio como conmovedor. Y leyendo sus historias resulta imposible no acongojarse, porque la autora las consigna de una forma magistral, logrando un difícil equilibrio entre tristeza y literatura.

Francisco Umbral tituló uno de sus libros, quizá lo recuerden, con el mismo rótulo que ya había usado anteriormente Paul Éluard: Capital del dolor. A partir de ahora, la capital del dolor es San Cayetano, por obra y gracia de Maite Núñez.

martes, 18 de marzo de 2025

El bozal

 


Quizá haya un cierto número de lectores que se acercarán a este libro porque en él se habla (lo pregona la contraportada) de perros. Y no es mentira, ciertamente. Hay perros aplastados en un derrumbamiento, perros que sufren una triste muerte accidental, perros abandonados, perros envenenados, perros que ladran y muerden, perros perdidos entre la niebla. Pero, en realidad, Marc Colell no está hablándonos aquí de perros, sino de algo más. De mucho más. Nos habla de la condición humana, de los laberintos y de las ciénagas que palpitan en nuestro interior, de las abundantes torpezas y de los raros esplendores de este bípedo sin plumas que desde hace unos milenios se pasea por el planeta. Por eso, estamos ante un libro tan especial, tan inteligente, tan lleno de magia, tan sólido.

Todas las historias, todos los relatos del tomo atraen, desde luego, con el magnetismo de su poder verbal, pero esconden casi siempre (y me parece que ahí reside su máximo valor) una interpretación simbólica, en la que se espera la participación de la persona que está leyendo, que ha de dar “otra vuelta de tuerca”, por decirlo al modo de Henry James o de Juan Carlos Onetti. Ilustremos con un solo ejemplo, que nos servirá para comprender la idea: la madre que no puede bajarse con tranquilidad de la cama, porque su pequeña perra Sarita le ladra, da vueltas amenazantes a su alrededor y, si pese a todo decide bajar las piernas, muerde sus tobillos con saña. Cuando el animal por fin muere, la dueña se apresura a adquirir uno de similares características. ¿Creen ustedes de verdad que estamos ante una sencilla historia de perrita agresiva o, por el contrario, perciben algo más? Hagan la prueba de leer la historia con otra clave: por ejemplo, como una metáfora del maltrato doméstico. No es la única opción, desde luego. Tampoco lo es en otros relatos, que igualmente se abren a profundidades tremendas, donde la palpitación del estómago te lleva a pensar que el habilidoso Marc Colell ha escondido en sus líneas (o ha dejado que se esconda) un modo otro de entender la historia, una interpretación paralela, complementaria o iluminadora.

Por eso, les ruego que realicen dos acciones; la primera, evidente, que lean cuanto antes El bozal; la segunda, que lo lean despacio. Muy despacio, a ser posible. Cuando nos enfrentamos a un libro inteligente las prisas son malas consejeras. Y esta obra es muy inteligente, se lo aseguro: lo descubrirán desde las primeras páginas. Ah, y un detalle más, que no quiero que se me olvide: considero que, al modo bíblico (Juan 2:10), el autor nos ha reservado el mejor vino para el final. Los relatos “Risa tonta” y “Al mar” son auténticamente antológicos.

domingo, 16 de marzo de 2025

Tríbada

 


Leí Tríbada por primera vez en 1987-1988, cuando me encontraba a mitad de mis estudios de Filología, y recuerdo que aquellas páginas me parecieron asombrosas. No por la historia en sí (aunque también), sino sobre todo por el lenguaje, por la sintaxis, por la escritura disidente y extravagante (dos adjetivos admirables, etimológicamente) del caravaqueño. Volví a abordarla en 1993, en la época en que me encontraba en Lorca cumpliendo mi servicio militar. Y ahora, en 2025, he retornado a su frecuentación de una forma calmada (diez páginas diarias), dedicándole dos meses de visita. Si en 2030 o en 2040 continúo vivo y me vuelvo a acercar al volumen, estoy seguro de que experimentaré una sensación idéntica a la actual: la obra será nueva. No la habré leído antes. Advertiré frases, esquinas, sombras, luces, sentidos que me resultaron invisibles en las anteriores visitas. Tríbada es un aleph, y un caleidoscopio, y un cosmos.

Los acontecimientos que en ella se narran son escuetos: una mujer llamada Damiana Palacios, “boticaria de cuarenta años”, que es amante de Daniel, ha descubierto que le atrae la idea de acercarse sexualmente a Lucía, “mujer de treinta y cinco años, modista o cortadora”. Esa inesperada apetencia sorprende y perturba a Daniel, quien queda tan desconcertado como dolido. Juana, antigua amada suya, le escribe cartas comentando los hechos y sus reacciones ante ellos. En síntesis, a eso queda reducido el “argumento” de la primera parte (La tríbada falsaria). La segunda entrega (La tríbada confusa) arranca tres años y cuatro meses después de iniciados los sucesos. Juana continúa escribiéndole a Daniel e incorporando documentos redactados sobre el asunto, entre otros, por José López Martí, Carmen Barberá o el propio Miguel Espinosa. En esta deliciosa continuación descubrimos la evolución de una Damiana “ya desesposada y desnuda de concubina” (carta 37), que se diluye hacia la podredumbre o la insignificancia, fétidamente desnortada. Ese derrumbe se antoja definitivo, hasta el punto de que anula cualquier posibilidad de expansión narrativa (“Podrá escribir aquel Miguel Espinosa, con mucho esfuerzo y cuidado, una segunda historia de la mujer, pero ya no escribirá otra tercera”, carta 53).

En esta segunda entrega (de una densidad inaudita, intelectual y léxicamente) las miradas se aglutinan y se anudan; convergen y diseccionan. Quienes saben del caso lo estudian desde todas las perspectivas posibles, en una especie de cónclave centrípeto, de Big Crunch psicológico o de Sanedrín implacable (y que conste que la elección de este último adjetivo no tiene nada de censoria, como se podría suponer, sino que aspira a ser puramente espinosiana: recordemos que en las páginas iniciales de Asklepios, el último griego, Miguel nos explicó la importancia que concedía a “enjuiciar desde principios y concluir implacablemente”). Todos conocen y aspiran a desentrañar, a entender, a saber. Cada pormenor concentra su atención, cada matiz es valorado con exhaustividad, cada detalle concita su interés y sus palabras. De tal forma que las decisiones, las ansias, las voliciones, los errores del ser humano son colocados en el cristal del microscopio, y de ellos se estudia el color, la forma, las mutaciones. No hay complacencia, sino pasmo. No hay desdén, sino anatomía. Se empieza con miradas humanas (sorpresa, furor, incluso violencia), las cuales luego devienen entomológicas y, por fin, concluyen teológicas.

Pero, sobre todo, el prodigio anida en el lenguaje y en la sintaxis, que despliegan su musculosa rareza intencionada, que no persigue la exhibición, sino el rigor del acero, la exactitud destilada y meditadísima. La única forma de entenderlo pasa por adentrarse en esta selva amazónica de inteligencia y palabras. Si lo hacen, nada volverá a ser lo mismo en sus corazones lectores.

viernes, 14 de marzo de 2025

La sirena varada

 


Ricardo es una persona especial. Tras alejarse de su familia, que le parece muy aburrida y previsible, ha decidido instalarse en una enorme casa, donde funda un hogar alocado, en el que la fantasía tiene que convertirse en la reina y en el que, incluso, hay un fantasma. Ni siquiera la visita del doctor Florín, buen amigo de la familia, lo lleva a abdicar de esa desquiciante situación… que se complicará con dos elementos. El primero, el aturdimiento en que vive el pobre fantasma (que en realidad es un señor llamado don Joaquín, harto de manifestarse de forma espectral y que sueña con cuidar su propio huerto); el segundo, la irrupción en escena de una chica muy hermosa y muy disparatada, que ha entrado en la casa después de trepar por la enredadera del muro: dice ser una sirena y afirma estar profundamente enamorada de Ricardo. Los problemas comenzarán a agrandarse cuando la realidad psiquiátrica de Sirena y su realidad íntima (todo apunta a que está embarazada) exploten en la cara de Ricardo, y ya no esté muy seguro de si quiere seguir viviendo con ella en un mundo de arcoíris o si prefiere que el doctor Florín la cure.

Con esta pieza dramática, Alejandro Casona nos invita a que reflexionemos sobre las cegueras voluntarias, sobre la búsqueda de la felicidad y sobre los misterios del corazón humano. Y, personalmente, creo que la pieza ha envejecido muy bien: se sigue leyendo con admiración.

miércoles, 12 de marzo de 2025

La luz de las estrellas muertas

 


Todos los seres humanos hemos sufrido, antes o después, pocas o muchas veces, la pérdida de alguien amado, de alguien que nos acompañó con su luz y que ahora, de forma abrupta, deja de estar. Puede ser un padre, una madre, un hijo, una pareja, incluso un animal fidelísimo. Y todos los seres humanos sabemos que, en esas situaciones desgarradoras, se impone un período de duelo, de lágrimas, de desorientación, de vacío. Massimo Recalcati, en su ensayo La luz de las estrellas muertas, que Carlos Gumpert traduce para el sello Anagrama, nos explica de un modo pausado, reflexivo y documentado (los nombres de Lacan, Freud, Jung o Heidegger afloran en un gran número de páginas de este libro) que ese desierto emocional es un tiempo imprescindible desde el punto de vista psíquico: puesto que no hay camino de vuelta, porque lo ido nunca retorna, es básico afrontar ese “trabajo del duelo” para distanciarse de la cronificación. Eso requiere memoria, como es lógico, pero también dolor psíquico, porque recordamos para atesorar (por un lado) y para olvidar (por el otro).

Todos los matices y posibilidades son analizados: la persona que niega la pérdida y se obstina en mantener una euforia estruendosa, como demostración de vigor y de insensibilidad; la persona que se instala en el pozo de la soledad y rechaza toda posible luz, porque lo considera una traición hacia el ser que ha quedado atrás; la persona que, mediante la idealización hiperbólica, anula ficticiamente las sombras de quien ha muerto… Recalcati, que en su consulta y en sus lecturas ha conocido un abrumador número de variantes, disecciona cada una de ellas para mostrarnos sus aciertos y sus yerros, sus bondades y sus peligros. Si usted padece en la actualidad el dolor de una pérdida así, seguramente descubrirá en estos análisis uno que se corresponde con su situación emocional; y es probable que le sirva para entender y aliviar los vientos fríos que soplan en su corazón.

“Nuestra vida terminará sin duda alguna en los brazos de la muerte, pero ninguno de nosotros puede saber cuándo. Por eso, el acontecimiento de la muerte es cierto e incierto al mismo tiempo”, nos recuerda el ensayista en la página 21. No creo que sea necesario añadir nada más.