miércoles, 8 de octubre de 2025

Irlanda

 


Qué complejos son, aunque en apariencia parezcan simples, los vínculos que nos unen a ciertos miembros de nuestras familias. Esos odios larvados, que el tiempo no logra desmoronar; esas envidias, justificadas o no, que nos erosionan o que afectan a quienes nos rodean; esos rencores que, quizá nimios en su origen, se fortalecen y solidifican con el paso de los años; esas afrentas que nos hirieron en la infancia y que no hemos sido capaces de olvidar o perdonar, porque dejaron nuestro corazón desgarrado; esas mezclas turbias de amor y odio que surgen entre primos que se sonríen y se desprecian, que se abrazan y se detestan.

En su novela Irlanda, Espido Freire ahonda en ese ámbito oscuro y nos habla de Natalia, una muchacha solitaria y tímida que, tras perder a su hermana Sagrario, se refugia en el cariño de su hermana pequeña, en la meditación sobre aquellos que ya no están físicamente (pero cuyos espíritus continúan rodeándonos) y en el coleccionismo de hierbas, que prensa en álbumes muy voluminosos. Para su desgracia, la madre entiende que debe proporcionarle un verano más lleno de luz, y la envía con su prima Irlanda, con la que desde niña mantiene una rivalidad subterránea, dura, espinosa, cortante. Se inician así unos días aciagos, en los que tendrá que enfrentarse a sus recuerdos menos agradables, y también a la realidad de una Irlanda que se ha transformado en una adolescente bellísima, soberbia y manipuladora, de la que tendrá que protegerse.

Mientras se avanza por la novela notamos (yo, al menos, lo he notado con gran intensidad) cómo nos atrapa el lirismo melancólico y lleno de bruma que la escritora bilbaína deposita en cada página, para lograr la atmósfera inquietante que nos quiere transmitir. Y, de vez en cuando, parpadea un verbo mágico (“El sol se ponía tras la ventana, y la tierra y los campos verdes enloquecían con el color” (cap.4). Y poco después otro (“El vino me había desenmascarado las ganas de llorar” (cap.7). Y entonces, con emoción, sacas el rotulador rojo y ya no vuelves a guardarlo hasta que la obra, con su impresionante sorpresa final, termina.

Para lectores que busquen emoción, intensidad y secretos del alma humana.

martes, 7 de octubre de 2025

Variaciones sobre metamorfosis

 


Leo con profundo interés la pieza teatral Variaciones sobre metamorfosis, del colombiano Carlos José Reyes, que se plantea una revisión escénica de la famosa novela homónima de Franz Kafka. De inicio, apenas nos es dado advertir ninguna desviación del argumento que el checo creó en sus páginas: Gregorio Samsa es un viajante de comercio que, con mucho esfuerzo, está logrando que las deudas de su familia se reduzcan rápidamente y que, además, siente tal adoración por su hermana Greta que se ha propuesto pagarle los estudios en el Conservatorio. El ambiente familiar (aquí comenzamos a notar las primeras divergencias) es feliz y luminoso: todos sonríen, todos se hablan con cariño, se regalan cosas, se dirigen los unos a los otros con extremada amabilidad… A la mañana siguiente, Gregorio no es capaz de subirse al tren de las ocho para dirigirse al trabajo, porque no se encuentra bien; y un representante de la empresa acude raudo para descubrir la causa de su absentismo laboral. Es entonces cuando todos descubren que el buen muchacho se ha convertido en… algo.

Cualquier persona que haya leído la novela de Kafka se estará preguntando dónde residen entonces las novedades o las aportaciones que imprime el dramaturgo bogotano a la vieja historia del checo. Y la respuesta puede centrarse, en mi opinión, en dos factores: el primero, el giro “economicista” que puede observarse en el personaje del Principal, que viene como representante de su empresa y que no muestra interés ninguno por el estado de salud de Gregorio, concentrándose de modo obsesivo en la necesidad de que todos los empleados trabajen y trabajen, produzcan y produzcan, imperturbables ante cualquier otra consideración no dineraria; el segundo, el ingrediente sexual que muestran los inquilinos en la segunda parte, cercando a Greta, rozándose con ella en el pasillo y dejando caer en sus oídos insinuaciones tan inapropiadas como turbias, hasta lograr incluso la incomodidad de la persona que está leyendo.

Pero, ante todo, les pediría que fijaran su atención en la degradación del padre, la madre e incluso la hermana del protagonista cuando, en la secuencia final, se disponen a comer. Verán cómo se sorprenden… y extraen conclusiones.

Creo que será interesante buscar otras piezas de este autor, fallecido hace ahora un año.

domingo, 5 de octubre de 2025

La vida de Chéjov

 


Escribir una biografía está (y espero que mi afirmación no suene a burla o a irreverencia) al alcance de cualquier erudito: basta con reunir un millón de datos sobre el personaje, ordenarlos escrupulosamente y redactar con ellos un cierto número de páginas. Pero la proeza de convertir los datos en vida recreada, en vida palpitante, en narración mágica y seductora, está al alcance de muy pocas plumas. Hay que ser un alma grande para captar y transmitir el alma grande de otra persona. Por eso resultan tan conmovedoras y tan bellas las aproximaciones de Ian Gibson a Federico García Lorca, la de Antonio Rivero Taravillo a Luis Cernuda o, como ahora mismo acabo de comprobar, la de Irène Némirovsky a Antón Chéjov: la persona que ha reunido los datos no se limita a repetirlos, sino que los observa, los evalúa, los acaricia, los bruñe. Y el resultado es fastuoso.

En esta Vida de Chéjov (que he podido leer en la traducción de José Antonio Soriano Marco) he descubierto que su abuelo fue un mujik que, siendo siervo, compró la libertad (suya y de su familia); que su padre fue un hombre con la mano quizá demasiado suelta y que regentaba un comercio bastante pobre que era “colmado, herboristería y mercería, todo en uno” (cap.5); que, en su juventud, al inquieto Antón “le encantaba maquillarse, disfrazarse, dibujarse un bigote con carboncillo” (cap.8) y que a los quince años ya había decidido estudiar medicina; que la primera publicación importante que lo tomó en serio fue la revista Chispazos; y que su historia de amor con Olga Knipper fue tan dulce como triste, y estuvo marcada por la distancia que la enfermedad de Antón y el trabajo teatral de ella conformaron.

Pero, insisto, lo crucial de este libro sobre un hombre agotado y melancólico, que “amaba la vida como hay que amarla, por las pequeñas y fugaces alegrías que nos da” (cap.28), es el modo tierno, cercano, conmovido, casi susurrante, en que Irène Némirovsky nos va depositando en los ojos su relato, lleno de ternura y de proximidad. Gracias a él, Antón Chéjov vuelve a estar presente y vivo. Realmente memorable.

sábado, 4 de octubre de 2025

Huelga en el puerto

 


Leo la breve obra teatral Huelga en el puerto, de María Teresa León, que dentro de muy poco cumplirá un siglo. Versa sobre los detalles que rodean la convocatoria de una huelga en Sevilla, que pretende mejorar la condición de los obreros y que sufre las zancadillas de la patronal, la cual consigue movilizar un grupo de esquiroles para torpedearla. Los personajes masculinos son designados en casi todos los casos por su condición social (obrero, trabajador, telegrafista, pobre, ministro, vendedor), mientras que las mujeres (qué detalle más gráfico y más significativo) son designadas más frecuentemente con un número (mujer dos, mujer cinco). De vez en cuando, la escritora nos deja algún parlamento más largo y articulado (“¡Qué triste es ser guardia! Saliendo con miedo de casa todos los días, con la conciencia como los haces del trigo, apretada con un cordel. Debe saberles la boca a hieles cuando disparan, porque ellos tienen familia entre los obreros. Están engendrados por la misma sangre proletaria. No se dan cuenta que van asesinando, deshaciendo a balazos la vida de sus hijos, y que sus hijos les maldecirán”), aunque la inmensa mayoría de las intervenciones son rápidas, nerviosas, arrebatándose la voz unas a otras.

Entiendo que la pieza (que fue publicada en la revista Octubre en el año 1933) ha envejecido mal, porque el furor de su espíritu revolucionario no logra combinarse con una formulación literaria digna de aplauso. O no, al menos, desde mi punto de vista. Su tema es muy respetable, claro; pero quizá su condición de “arma de combate ideológica” perjudica su posteridad. Tiene mi admiración, siempre, pero no mis vítores.

jueves, 2 de octubre de 2025

El mundo acabará en viernes

 


Quedan ustedes invitados (e invitadas) a jugar un rato al puzle. Todas las piezas, de una enorme variedad de colores y formas, están dispuestas sobre la mesa. Lo único que deben hacer, evidentemente, es descubrir el orden y las conexiones. Así funciona el juego, ya lo saben. Una de las piezas nos muestra a centenares de hombres y mujeres que, de pronto, cubren el mar: son los supervivientes de un naufragio aparatoso que sucedió en 1912. Otra de las piezas nos presenta a un tipo estrafalario que, enarbolando un pincel y una paleta, se ha abalanzado sobre el célebre cuadro de La Gioconda “para darle el último retoque”. Otra nos pone ante los ojos a un hombre alto y atractivo que dice llamarse Yeshua y que produce una instantánea sensación de paz en quienes se acercan o charlan con él. Otra pieza es una mujer silenciosa y bellísima, que se pasea en soledad por la campiña y cuyos rasgos reproducen con inaudita exactitud los de lady Diana Spencer. Otra pieza es Bob Dylan, bebiendo cerveza de manera taciturna en un pub londinense. Otra pieza es el conjunto de calamidades que comienzan a sucederse en el mundo a velocidad de vértigo: plagas de langosta, erupciones volcánicas, difusión de un brote de peste negra, asesinato del presidente de Estados Unidos, nube radiactiva sobre la India, vaticinio de una nueva glaciación, asteroide acercándose a la Tierra…

Excitado y a la vez paralizado por el asombro, quien observa las piezas ideadas por Manuel Moyano no sabe con exactitud qué hacer, cómo reaccionar, de qué manera unirlas para desvelar el enigma de su relato. Y yo creo que la magia reside precisamente ahí: en la capacidad de absorción que despliega (que siempre despliega) el escritor cordobés, capaz de suspender la incredulidad de quien sostiene el libro ante los ojos y guiarlo por senderos de fantasía, de pasmo, de vértigo. Porque lo que parecen piezas sonrientes o juguetonas, de pronto se tiñen de extrañeza, de ignominia, de náusea, revelando lo que puede surgir del interior humano en las situaciones límite.

Atrévanse a leerla. Atrévanse a jugar. Atrévanse a imaginar (de la mano de este excelente escritor llamado Manuel Moyano) cómo será el último día de la Humanidad y de qué manera quedarán separados (y quiénes formarán cada grupo) los dignos de los indignos, los bienaventurados de los irredentos. ¿Habrá un sonar contundente de trompetas o todo ocurrirá en silencio? ¿Cuál es la forma de Dios? ¿Qué ocurrirá cuando termine ese día inconcebible y apocalíptico? En sus manos queda descubrirlo.

miércoles, 1 de octubre de 2025

¡Lorenzo!...

 


Leo la pieza teatral ¡Lorenzo!..., de Vicente Medina, en la edición preparada por el profesor Mariano de Paco. Se trata de un texto al que perjudica ostensiblemente su brevedad. Por el tema que desarrollaba, por la evidente fuerza dramática de sus parlamentos y por las implicaciones sociales y políticas que sugiere, la obra admitía (y aun reclamaba) una estructura más sólida y una mayor generosidad argumental. Pero, con todo, Vicente Medina elabora unas páginas dignas, donde nos relata cómo Lorenzo, un mozo huertano de unos veinte a veinticinco años, ha sido enviado a la guerra de Cuba, y cómo en su forzada ausencia el innoble rico Cayetano (que exhibe “aspecto de brutales instintos”, como se afirma de forma maniquea en la página 165) trata de hacerse con la voluntad de Pilar, novia del chico. Es, pues, un procedimiento casi calcado de obras anteriores de Medina: si Andrés aprovechaba en El rento la “obligación moral” de José, que lo atenazaba y lo eliminaba como rival erótico, ahora será Cayetano (de similar edad, de similar riqueza, de similar catadura ética) quien desee aprovechar la “obligación militar” de Lorenzo para los mismos fines. La gran diferencia estriba en la actitud de la muchacha. Esta Pilar es mucho más resuelta que aquella Santa.

Otro elemento que llama poderosamente la atención es la doble lectura bíblica que puede señalarse en relación con la historia atribulada de Lorenzo. De un lado, es constatable que él ha sido expulsado del Paraíso, como un Adán sin culpa (su padre, Vicente, y el sacerdote, don Juan Antonio, aluden a la huerta donde trabajaba el joven y la llaman “la gloria”, en la escena II); del otro lado, cuando llega la secuencia final, se nos presenta al muchacho “en ese estado horrible en que vuelven muchos soldados de Cuba: lívido, demacradísimo, cárdenos los labios, hundidos los ojos, febril la mirada, sin voz, sin pulmones, sin fuerzas; con aplanamiento de muerte” (p.192). Y cuando abren para él el portón que muestra el “ambiente purísimo” de la huerta, “cae exánime en la silla”. Ha visto, como Moisés (y he ahí la segunda conexión bíblica que antes comentaba), la tierra prometida, pero no la ha podido hollar.

Y especialmente significativo se antoja el papel que el autor de la obra hace desempeñar al “sacerdote venerable” don Juan Antonio, representante (algo lineal, todo hay que decirlo) de la ortodoxia conformista. Así, cuando Vicente se queja del reclutamiento forzoso de su hijo, le aconseja “resignación, resignación y esperanza en Dios” (escena II); cuando protesta por lo oneroso del préstamo que padece, el religioso exclama: “¡Todo sea por Dios!” (escena III); y cuando, en fin, alza su voz contra la felonía el acoso sexual que Cayetano está desplegando alrededor de la novia de Lorenzo, el cura templa y pide “Paz para todo el mundo” (escena IX). Pero es que esos mismos consejos hipócritas de aceptación del status los repetirá ante otros personajes: cuando Pilar lamenta con amargura la avaricia implacable de los ricos, en lugar de adoptar una posición comprometida con los débiles (o al menos misericordiosa) se limita a susurrar con tono lleno de unción que “hay que tener paciencia” (escena V), lo que ya roza los límites de la mansedumbre hiperbólica. No resulta, pues, extraño que ante estas fáciles muestras de conformidad de don Juan Antonio (bastante estupefacientes para cualquier lector que se acerque a la obra en la actualidad) Vicente estalle y se atreva a plantear su rebeldía y hasta el inicio de su descreencia: “Ande está la mala guierba de las penas, la fe es una mata que medra poco” (escena V).

Texto interesante, aunque quizá demasiado ingenuo o maniqueo.