jueves, 30 de octubre de 2025

Perro fantasma

 


Trato de encontrar una fórmula para definir (o un punto de vista desde el que abordar) Perro fantasma, de José Daniel Espejo. Y no hay forma. O yo, al menos, no la descubro. Me llegan desde sus páginas auténticos borbotones de palabras, como una cascada de dolor y de lucidez, y me dejan empapado, tiritando y perplejo. Olvídense de medir versos, olvídense de buscar metáforas clásicas, olvídense de rimas. Olvídense, en fin, de todo eso que los libros tradicionales se obstinan en pregonar que es la poesía. A Joseda le importa tres pares de puñetas toda esa parafernalia formalista, porque lo suyo es un géiser, un volcán de agujas, un caldero hirviente de lava que sale por donde puede. Bien está que exista la belleza, y que algunos jardineros acierten a la hora de darle forma versallesca (recortando setos, sugiriendo luces, combinando colores). Pero cuando el dolor emerge por los lacrimales y por los poros de la piel resulta obsceno y sacrílego pensar en sacar las tijeritas, el compás o el metro. De tal forma que Perro fantasma se revela desde su primera página como un texto duro, removedor y peligroso, donde nos invita a meter la mano en una caja llena de cristales y cuchillas de afeitar. Respiren hondo y compruébenlo.

Hay muy pocos signos de puntuación en este libro, ya lo verán ustedes: alguna coma, algunos dos puntos, poco más. Son nuestra mirada y nuestra respiración las que dictaminan el ritmo de este torrente hipnótico de palabras, que nos habla de fantasmas, de autobuses, de ríos, de pensamientos suicidas, de pasadizos en medio de la casa, de Rosa Montero y de películas orientales. Pero sobre todo está el cojo, con sus cuadernos para escribir poesía (al principio, impetuosa; luego, cada vez más espaciada), con su juventud invadida por la droga o por un padre que le disparaba consejos inútiles sobre la filosofía del esfuerzo, con sus amores que se diluyen en dormitorios sucios, con su barrio marginal alrededor (lleno de gente fea y deambulante), con la colmatación del Mar Menor, con los amigos muertos e incomprendidos, con el gato cuyas facturas veterinarias no se pueden sufragar y hay que dejarlo morir, con su tristeza irredimible. Respiren hondo y sigan explorándolo: ya les he dicho suficiente.

José fue el padre (espurio) de Dios. Daniel tuvo que mantenerse erguido frente a los leones. Espejo es la lámina donde nos miramos para descubrirnos. Balanza es el instrumento que dictamina pesos e importancias. Todo junto (José Daniel Espejo Balanza) es un poeta.

martes, 28 de octubre de 2025

Siddhartha

 


Recuerdo que cuando leí Siddhartha, de Hermann Hesse, me produjo una honda impresión. No es que me gustase, no es que me hiciese pensar: es que me sumió en largas cavilaciones sobre las preguntas que uno, en la adolescencia, comienza a formularse. Me sedujo la paz que desprendía el protagonista. Me embriagó la forma en que contemplaba la existencia, el devenir del tiempo, a sus semejantes. Fue como destapar un frasco de perfume intensísimo y sentir que sus efluvios entraban en mis vías nasales y se trasladaban hasta el cerebro. Sospecho que fueron días en que llegué a sentir cierto misticismo (¿quién, leyendo esta novela, no se ha sentido místico?). Y me imprimió una enorme huella otro detalle al que otros lectores, quizá, no han prestado tanta atención como le presté yo: el silencio. Siddhartha parecía generar a su alrededor una atmósfera de silencio, un aura de quietud, un halo de pausa. También el personaje del barquero Vasudeva participaba de esa magia.

Ahora, cuarenta y tantos años después (qué vértigo), he decidido volver a las páginas de Hesse, temiéndome que la pátina de los años, que nos suele volver escépticos cuando no descreídos, me hiciera descubrir que esta novela ya no me fascinaba. Craso y gozoso error: he vuelto a sentir que mis pulsaciones bajaban al ritmo impuesto por Siddhartha. Ya no soy el mismo, pero el efecto que provoca la historia de Hesse sobre mí no ha variado: me absorbe.

Siddhartha quiere entender(se), quiere saber(se). Y para ello se aventura por los más diversos senderos: el ayuno, la soledad, la renuncia a los placeres; pero tras ampliar su espíritu tienta también los placeres del sexo, de la comida y la bebida, del juego. Llega a tener un hijo con una cortesana. Y concluye sus días convertido en barquero (es decir, en pontífice). La leeré dentro de unos años por tercera vez.

Qué deliciosa y atemporal narración.

domingo, 26 de octubre de 2025

Un hijo cualquiera

 


Este es el cuarto libro que leo de Eduardo Halfon y, como me ocurrió tras reseñar el segundo, y el tercero, me formulo la misma pregunta: ¿por qué no lo leo con más frecuencia, si sus páginas me parecen magníficas? ¿Por qué no reseño un par de libros suyos al año, si los tengo en la estantería? Imagino que la única respuesta atinada es encogerse de hombros, porque igual me ocurre con Shakespeare, o con Stevenson, o con García Márquez. Los libros están ahí. Los autores están ahí. Y sabemos de algunos a los que volveremos y de otros a los que hemos despedido para siempre. Halfon volverá pronto a mi blog, con una quinta reseña; y luego con una sexta; y a saber hasta dónde. Lo admiro y soy consciente de que visitaré sus obras, tarde o temprano.

En Un hijo cualquiera he tenido la dicha de encontrarme con secuencias bellas y conmovedoras, con tristezas y reflexiones que han conseguido emocionarme o hacerme pensar, con frases que he subrayado en el libro con emoción y gratitud. He leído sobre la circuncisión de su hijo recién nacido (“Un pequeño corte”); sobre sus alergias, que comenzaron a manifestarse en la infancia (“Historia de mis agujas”); sobre el suicidio como horizonte nebuloso (“La puerta abierta”); sobre la pantorrilla femenina que embriagó su atención a los veintiocho años en la capital francesa (“Unos segundos en París”); sobre la muerte por sobredosis de una chica de su juventud (“Primer beso”); sobre el primer desastroso cigarrillo que tuvo la mala idea de fumarse a los trece años (“Gefilte fish”); sobre la tristeza de tener que proteger a su hijo durante la epidemia de 2020 (“Wounda”); o (debo detener en algún punto el resumen) sobre la iniciación musical clásica de ese hijo (“Domingos en Iowa”).

¿Mis secuencias preferidas? Sería difícil destacar alguna, porque el libro en su conjunto me parece excelente y egregio; pero quizá optaría por “La nutria verde” (una preciosidad, de contenido lirismo y de vigorosa ternura) y por “El último tigre” (en la que somos invitados a agacharnos y leer unas placas del suelo, tan sencillas como emotivas).

Definitivamente, no creo que acabe 2025 sin volver a visitar otro(s) libro(s) de Eduardo Halfon. Se lo merece. Me lo merezco.

viernes, 24 de octubre de 2025

Un viejo que leía novelas de amor

 


Releo, treinta años después de mi anterior visita, la deliciosa obra Un viejo que leía novelas de amor, del chileno Luis Sepúlveda. Y encuentro en sus páginas el mismo exotismo seductor, la misma magia literaria, el mismo deslumbramiento que descubrí en aquella primera lectura, cuando la visita semestral del dentista Rubicundo Loachamín a El Idilio me permitió conocer a Antonio José Bolívar, que recibía siempre las novelas que el galeno le facilitaba para entretener sus horas de viudo (su pobre esposa Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo sucumbió años atrás a la malaria). Y han vuelto también a maravillarme las enseñanzas que extrajo de su estancia con los shuar (a quienes conocemos más comúnmente como “jíbaros”). Y he sonreído viéndolo comer y, luego, sacándose la dentadura para que no se estropee en la boca fuera de su tiempo de servicio. Y he notado un estremecimiento emocional cuando he vuelto a asistir a su enfrentamiento con la hembra felina que anda merodeando por el poblado, por culpa de un yanqui imbécil que mató a su pareja y sus cachorros. Y, sobre todo, he sentido una profunda admiración por el hombre viejo, sereno, sabio, que ha vivido mucho y que ha aprendido a respetar las normas del territorio que lo rodea, acompasando su respiración a ellas para lograr un equilibrio tan armónico como envidiable.

Subrayé en 1995 una frase de la página 60 (“Los colonos destrozaban la selva construyendo la obra maestra del hombre civilizado: el desierto”). Subrayé otra de la página 62 (“Sabía leer. Era poseedor del antídoto contra el ponzoñoso veneno de la vejez”). Subrayé otra de la página 66 (“El animal de la soledad. Bicho astuto”). Hoy, treinta años después, creo que subrayaría con rotulador rojo todo el libro. Maravilloso.

miércoles, 22 de octubre de 2025

Confesiones de una abuela


 

Dicen quienes han accedido a esa época de la vida (yo aún no puedo formular una opinión al respecto) que la abuelidad es una “tardía y doble maternidad” (con ese sintagma la define Josefina Aldecoa en este volumen), en la cual se han perdido las exigencias y los agobios de la condición de padres, pero se conserva el afán de amar, guiar, acompañar y construir a la personita que, titubeante, crece cada día ante nuestros ojos. Quizá por eso, por la inminencia de mi llegada a ese estado (rozo los 60), he querido leer Confesiones de una abuela, de la leonesa Josefina Rodríguez, que firma sus libros con el apellido de su esposo, Ignacio Aldecoa, de grato y admirable recuerdo.

Con una prosa muy agradable y de transparente fluidez, la autora nos explica que, para ella, la condición de abuela (que le llega a los diez años de morir su marido) no supuso un anuncio de la vejez, sino quizá todo lo contrario: un instante de renacimiento, porque recuperó con esa luz el afán de escribir; y encontró otra persona sobre la que proyectar su amor infinito. Favorecida por su condición de abuela, y exonerada de las exigencias de ser madre, se siente “privilegiada en un papel privilegiado” (p.31). Y nos va contando el proceso de crecimiento de su nieto Ignacio: su aprendizaje del vocabulario, sus primeros pasos, su amor continuo por los animales (llegó a construir un minizoo en casa, con un acceso por el que pretendía cobrar a los niños de los alrededores. “Absolutamente abochornados, los adultos de la casa obligamos al holding empresarial a facilitar de modo gratuito la entrada a los visitantes”, anota la escritora en la página 64), su pasión por el surf, su etapa adolescente de rebeldía y cabello largo, sus reivindicaciones juveniles y, por fin (ahí concluye la obra), su ingreso en la universidad.

“Desdramatizar es en mi opinión una de las misiones más claramente asumidas por la abuela dentro del cuadro familiar”, anota en la página 143. Porque, con la sabiduría existencial que otorga el flujo de los años, “la abuela es un árbitro, una intermediaria ideal entre el niño y el resto de las personas que le rodean: padres, hermanos y maestros” (p.144).

Un libro delicado, luminoso y de lectura feliz.

lunes, 20 de octubre de 2025

Reyes de Ítaca

 


Conocemos la historia, porque llevamos dos mil quinientos años leyéndola y admirándonos con su fulgor: acabada la guerra de Troya, Odiseo emprende el retorno a casa, pero la cólera de los dioses y los imprevistos del espíritu humano demoran dos décadas su llegada a Ítaca. Y tampoco ese momento certifica la paz para el héroe, porque tiene que enfrentarse a los pretendientes que, como lobos lujuriosos y dominados por la avaricia, pretenden que Penélope elija a un nuevo rey entre ellos, sospechando la muerte del padre de Telémaco. Pero lo que nos propone Jesús Feliciano Castro Lago en su reciente trabajo Reyes de Ítaca circula por trochas mucho más interesantes que la mera repetición de hechos, porque nos invita a vivir la acción desde dentro, acercándonos a sus protagonistas y permitiendo que accedamos a rincones de sus almas que nos revelan el tesoro de sus emociones: los miedos menos confesables, los fracasos más callados, los temblores más indignos, las claudicaciones menos esperadas. Utilizando tríadas anafóricas (tres capítulos que comienzan con las mismas palabras, en forma de pequeña introducción reflexiva, casi filosófica), el novelista gaditano imprime a cada uno de esos capítulos un espíritu inequívocamente poético, que luego completa con una prosa de respiración clásica y de perfección también clásica, que (re)crea para nosotros un mundo majestuoso y perdido. Ítaca, Odiseo, Euriclea, Laertes, Calimalía (que luego se convertirá en Penélope) resucitan ante nuestros ojos con volúmenes y con voz verdadera, gracias a un asombroso ejercicio (admirable ejercicio) de profundización psicológica en los diferentes protagonistas del drama, que son diseccionados con aguda inteligencia y que se convierten desde el principio en figuras humanas, densas, con aristas y oscuridades, cercanísimas. Se logra así que no los percibamos como muñecos de guiñol, sino como cráteras cuyo vino debe ser paladeado para sentir en la boca y en la garganta sus numerosos matices: desconfianzas, amarguras, ilusiones, abatimientos, altiveces, desacralizaciones, el poder de la imaginación, las mentiras poéticas de los aedos, la sangre de un tiempo crudo.

¿Quieren ustedes un ejemplo de esta prosa? Les facilito unas líneas de la página 113: “La experiencia le había enseñado que, a veces, cuando las mujeres sufrían, pronunciaban palabras oscuras como murciélagos, de las que, una vez calmada la tormenta, se arrepentían y deseaban convertirlas en bulliciosas e inofensivas golondrinas”. ¿Quieren ustedes alguna secuencia emocionante? Pueden acudir a la página 229 y leer la respuesta que da Odiseo a su hijo Telémaco cuando este le pregunta si su aspecto avejentado se debe a algún tipo de disfraz que le han proporcionado los dioses: “Este disfraz se llama vida”, le dice. ¿Quieren ustedes alguna secuencia estremecedora? Busquen la forma en que muere el odioso Hermano y quedarán paralizados. ¿Quieren ustedes un personaje cuyo misterio se revela en la sección final de la obra? Presten atención a Melesígenes. ¿Quieren encontrar a otro, cuyo misterio es mucho más insondable, porque su enigma replica la tristeza lluviosa de Clint Eastwood? No aparten sus ojos de Forastero.

Y, en fin, para no hacerles perder el tiempo con mis palabras: ¿quieren un libro maravilloso y que les reconciliará con lo más exquisito de la literatura? Busquen Reyes de Ítaca, editado por el sello Tres Hermanas.

sábado, 18 de octubre de 2025

La gran serpiente

 


Se llama Mathilde y conduce de una forma algo torpe. A sus 63 años, ha perdido totalmente la silueta (fue hermosa, pero ahora le sobran kilos de forma notoria) y se ha vuelto un poco más gruñona de lo habitual. Acaba de pasar todo el fin de semana con su hija y con su yerno (al que no soporta) en Normandía, y ahora se dirige hacia París, con su perro. Muy cerca de su destino, aparca tranquilamente y observa a un viandante que se aproxima al coche. Se miran, se sonríen. Es un hombre elegante, que también está acompañado por un perro y que se va acercando. Entonces Mathilde, con determinación, empuña un arma y le dispara en los testículos. Luego, con frialdad inaudita, lo remata disparándole también en la garganta (el agujero de la bala casi separa la cabeza del cuerpo).

Así empieza La gran serpiente, una sorprendente y atractiva novela negra escrita por Pierre Lemaitre y traducida por José Antonio Soriano Marco, en la que ejerce como protagonista suprema, fastuosa y letal, esta afable anciana que resulta ser una antigua heroína de la Resistencia francesa contra los nazis reconvertida en asesina a sueldo. Y como coprotagonista (parcial) el inspector René Vassiliev, un policía desmañado y altiricón (1’93) que, a la manera del televisivo Colombo, da la sensación de ir aproximándose a la solución de los crímenes de forma torpe, atropellada y casual.

En las cerca de doscientas páginas de la novela, el lector que haya decidido apostar por esta aventura no gozará de tregua, ni saldrá de su asombro: disparos a quemarropa, emboscadas perpetradas por profesionales, cadáveres escondidos en furgonetas, perros decapitados, vecinos insidiosos, puertas que se abren frente al cañón brutal de una pistola, venganzas implacables, víctimas colaterales, ancianos seniles a quienes nadie escucha, moquetas empapadas de sangre y también, pueden creerme, inteligentes dosis de sentido del humor, que van logrando que una trama de apariencia inverosímil se mantenga en pie y brille sin altibajos.

Me ha convencido mi segunda experiencia con Pierre Lemaitre, a quien conocí gracias a mi compañero Antonio Cascales, profesor de matemáticas y lector voraz. Muy feliz de haberle hecho caso. Seguiré explorando otras obras del autor.

jueves, 16 de octubre de 2025

Ocho mujeres poseídas

 


Me acerco hasta los seis densos relatos que conforman el volumen Ocho mujeres poseídas, de Tennessee Williams, que leo en la traducción de Pilar Giralt y que me han parecido francamente interesantes, sobre todo por el dibujo anímico que realiza de unas personas que arrastran insatisfacciones, amarguras o fracasos vitales: esas dos mujeres solteras que conviven, entre reproches y discusiones, en un piso de Manhattan; la delirante forma en que muere la principessa Lisabetta, que supera el siglo y que protagoniza un relato humorístico-esperpéntico; la súbita ninfomanía interracial que se despierta en el corazón de la señorita Coynte tras el fallecimiento de su abuela; la imparable decadencia de la poeta Sabbatha, que no se resigna a la postergación literaria y social que imprime a su vida la llegada de la nueva hornada de poetas, encabezada por Allen Ginsberg; o la tierna historia de Rosemary McCool (para mí, la más hermosa de las narraciones del tomo), en la que se unen ciertos retrasos cognitivos o espirituales con curiosos retrasos corporales (llega a los veinte años sin experimentar la menarquía).

Subrayo una frase de la tía Ella, que aparece en el cuento “Completada” y que no me resisto a reproducirles: “Cuanto más se excluye el mundo exterior, más lugar tiene el mundo interior para ampliar sus fronteras”.

Con un estilo recortado, vigoroso y muy eficaz, Tennessee Williams consigue que las vicisitudes de sus protagonistas nos absorban durante el transcurso del relato y, todavía más, que perduren después en la memoria, con su halo de tristeza, rabia o decrepitud. Notable.

miércoles, 15 de octubre de 2025

El calor del hogar


 

Nos encontramos aquí con El calor del hogar, de Vicente Medina, un “poema dramático” dividido en seis partes, que presenta algunos elementos curiosos y en el que se modifica radicalmente el tópico del “idilio truncado”. Aquí, el idilio no es que se trice por circunstancias adversas, sino que ya aparece roto antes de que comience la acción. Jaime, “labrador acomodado”, ha perdido, mientras ella daba a luz a su primer hijo, a su esposa Gabriela (desolación sentimental), y ha de sufrir las asechanzas innobles de sus parientes, que acuden para rebañar beneficios de ese óbito (desolación familiar). La escena, para abundar en los tintes melancólicos, se produce en medio del invierno (desolación climática), y el entorno aparece golpeado por la nieve, la ventisca y el frío (desolación paisajística). Es decir, partimos ya de un cuadro abisal, atormentado y aciago, que durante doce meses no experimentará variaciones (“Ha pasado un año y todo está igual”. Parte segunda).

Pero aparecen por ese hogar sin calor un anciano y su hija, que traen de nuevo la ilusión y las ganas de vivir al espíritu de Jaime, en un doble sentido: primero, porque el viejo (que pide ser llamado Tomás) es un experto en cultivo de tierras, y hace prosperar las suyas hasta que admiten sin hipérbole la etiqueta de “paraíso” (Parte cuarta, escena III); y segundo, porque las facciones y dulzura de la muchacha (“hermosa, blanca como la nieve, de expresión angelical”) despiertan en él el amor, y lo hacen reingresar en una esperanza no exenta de matices alucinatorios o autosugestivos (“A ti, si quieres, te llamaré… Gabriela”. Parte segunda, escena II). Este cambio, esta metamorfosis en la vida de Jaime, esta luz que los visitantes le han traído, se cifra simbólicamente en las acotaciones que Vicente Medina incorpora al texto. Así, y por utilizar un solo ejemplo, en la Parte segunda precisaba: “Es de noche”; y ahora, en la Parte tercera, rectifica: “Es de día”.

La pieza, argumentalmente, sigue siendo deudora de la ingenuidad y también del maniqueísmo; pero el autor cuida los términos de su discurso para no incurrir en excesos risibles. Esta atemperación es evidente en la Parte quinta, cuando unos hombres aclaran que las tierras de los parientes de Jaime no fructifican porque estos han sido mezquinos con el abono, los riegos y demás necesidades agrícolas. Se elude así la posible (y temida) referencia a una “maldición divina”, que tan burda e infantil hubiese resultado.

Otra aportación notable de la obra es la progresión que se advierte en el pensamiento social del archenero. Júzguese por esta frase del prófugo Salustiano: “¡No hay más que dos caminos: o morirte de hambre y ver que se mueren de hambre tus hijos, o robar!” (Parte segunda, escena I). Si Antón cifraba todas sus esperanzas en las mejoras que habría de llegar con el porvenir (El rento, acto I, escena II) (https://rubencastillo.blogspot.com/2025/09/el-rento.html) y Pilar, más rabiosa, motejaba la paciencia de “el pecao más grande que cometemos tós los probes” (¡Lorenzo!..., escena V) (https://rubencastillo.blogspot.com/2025/10/lorenzo.html), el labriego Salustiano da el salto definitivo hacia la acción, y se dedica a robar esparto en una sierra del término de Jumilla. En su frase, como se puede observar fácilmente, está contenido el germen de la rebelión instantánea, capaz de subvertir el orden injusto.

lunes, 13 de octubre de 2025

Casas vacías

 


“Mi vida es una puta mierda como para que crean que yo soy la mala”, aúlla una de las protagonistas de esta novela de Brenda Navarro. Y quien lo dice es una mujer que, tras aprovechar el descuido de una madre distraída, que estaba en el parque mirando su móvil, ha secuestrado a la criatura y la ha escondido en su casa. ¿Acaso resulta legítimo que no consideremos “la mala” a quien realiza esa acción vituperable? ¿Acaso no es “la mala” quien deja a una persona huérfana de hijo (para repetir al poeta español)? Contra todo sentido común, acabada la lectura nos sentimos inclinados a considerar que las circunstancias exoneran de parte de culpa a la secuestradora, porque ha seguido “el camino del corazón”, por acudir ahora al Popol-Vuh y su famosa sentencia.

Pero actuemos con orden y expongamos las dos líneas “femeninas” de la obra, con el fin de que los lectores no se pierdan: imaginemos de un lado a la madre que, candorosa, lleva a su hijo Daniel al parque y que, mientras el chico juega, se entretiene un par de minutos mirando su móvil; imaginemos del otro lado a la joven pastelera que, ansiosa y decepcionada porque su marido no quiere tener hijos, ve en este chiquillo la solución para todos sus males y opta por llevárselo a su hogar, donde ansía rodearlo de todos los mimos posibles. Ahora añadamos las dos líneas “masculinas”: imaginemos al esposo que, tras la llegada al mundo de Daniel y la constatación de que tiene autismo, se despega de su crianza; e imaginemos, en el otro lado, al esposo que, engolosinado con otra mujer, evita que la suya quede embarazada, a pesar de saberla su máxima ilusión. Y ahora añadamos (pero esto dejaré que lo descubran ustedes mismos) las dos familias, tan iguales y tan distintas, donde afloran mezquindades, recelos, violencias de género, pobreza y odios apenas disimulados.

Al cabo, lo que la mexicana Brenda Navarro nos propone con esta magnífica e inquietante fabulación es una exploración, angustiosa, por zonas muy desoladas y muy amargas del espíritu humano; un viaje por los meandros del corazón, que tantas veces se desgarra de contradicciones y de dolores invisibles (la ansiedad del hijo, la repulsa del hijo, la felicidad de la maternidad, la asfixia de la maternidad, etc.). Léanlo, háganme caso. Les va a impresionar.

domingo, 12 de octubre de 2025

El viaje americano

 


Termino la novela El viaje americano, de Ignacio Martínez de Pisón, que también podría haberse titulado (sospecho que el autor barajó esa posibilidad) El sueño americano. Y esa hipótesis no se basa en un capricho mío, sino en el espíritu mismo de la historia que nos cuenta: la de unos españoles que, seducidos por la embriaguez de Hollywood, se instalaron en los años 30 del siglo XX en Los Ángeles, para participar en las películas que entonces se rodaban para el público hispano. Todos viven su particular sueño de triunfo, que pasa por los flashes de los fotógrafos, el glamur de los vestidos lujosos, las fiestas exquisitas (y también desenfrenadas), las revistas de cotilleo y las bodegas clandestinas (es la época de la prohibición alcohólica).

José Carril, que es camarero en un transatlántico de la compañía Cunard, acabará dejándose arrebatar por esa embriaguez, tras enamorarse de la actriz Margarita Castellanos. E iniciará una aventura, con el nombre artístico de “José del Carril”, que lo llevará a conocer la cárcel, el éxito, la hipocresía, las mentiras del papel couché, el poder embriagador del dinero, las traiciones, la emulación, los anónimos y el aplauso.

Un relato de gran sencillez, pero también de gran hondura, que nos anima a reflexionar sobre los meandros, a veces demasiado oscuros, del alma humana.

viernes, 10 de octubre de 2025

El Círculo Escarlata


 

A despecho de su carácter sentencioso, el dictamen de que segundas partes nunca fueron buenas adolece de grietas más que evidentes: pensemos, si así lo desean, en un solo ejemplo, tan contundente como paradigmático: El Quijote. Entiendo que no resultará necesario añadir más explicaciones. Cuando llegó hasta mis manos El Círculo Escarlata, de César Mallorquí, reconozco que no me agradó leer bajo el título el reclamo “Continuación del gran éxito de Las lágrimas de Shiva”. No era necesario. Cuántas veces una expectación demasiado elevada frustra o al menos reduce el placer. Pero me bastó sumergirme en las primeras páginas para comprobar que, como siempre, el autor barcelonés desbarata y reduce a cenizas todos los tópicos que se le pongan por delante: la novela es espléndida.

Volvemos a encontrarnos con aquellos personajes que nos cautivaron (en Villa Candelaria y en sus alrededores). Javier, en 1973, estudia la carrera de Física en la universidad Complutense y, por sorpresa, su prima Violeta lo reclama desde Santander para que ayude a su amiga Elena a resolver un misterio relacionado con la Mansión Kraken, de la que es heredera. Eso nos permite descubrir a una figura tan seductora como rodeada de enigmas: Salazar, ajedrecista, masón, bibliófilo y propietario de una enorme casona llena de habitaciones ocultas por la que, al parecer, deambula un fantasma menos amable que el de Beatriz Obregón (es ruidoso, congela el ambiente a su alrededor, destroza objetos y emite un hedor nauseabundo). Unamos a esas coordenadas otras mucho más inquietantes, si eso es posible (“¿Sectas secretas milenarias? ¿Dioses extraterrestres? ¿Sacrificios humanos? ¿Monstruos humanoides anfibios?”, se pregunta Javier en la página 143; pues sí, también) y obtendremos una novela inolvidable, que no da tregua a la persona que está leyendo y que lo lleva, saltando como un caballo de ajedrez, de pasmo en pasmo, de aventura en aventura, de escalofrío en escalofrío.

Si ya conocen las obras de César Mallorquí, están tardando en conocer esta. Si no es así, están tardando en empezar.

miércoles, 8 de octubre de 2025

Irlanda

 


Qué complejos son, aunque en apariencia parezcan simples, los vínculos que nos unen a ciertos miembros de nuestras familias. Esos odios larvados, que el tiempo no logra desmoronar; esas envidias, justificadas o no, que nos erosionan o que afectan a quienes nos rodean; esos rencores que, quizá nimios en su origen, se fortalecen y solidifican con el paso de los años; esas afrentas que nos hirieron en la infancia y que no hemos sido capaces de olvidar o perdonar, porque dejaron nuestro corazón desgarrado; esas mezclas turbias de amor y odio que surgen entre primos que se sonríen y se desprecian, que se abrazan y se detestan.

En su novela Irlanda, Espido Freire ahonda en ese ámbito oscuro y nos habla de Natalia, una muchacha solitaria y tímida que, tras perder a su hermana Sagrario, se refugia en el cariño de su hermana pequeña, en la meditación sobre aquellos que ya no están físicamente (pero cuyos espíritus continúan rodeándonos) y en el coleccionismo de hierbas, que prensa en álbumes muy voluminosos. Para su desgracia, la madre entiende que debe proporcionarle un verano más lleno de luz, y la envía con su prima Irlanda, con la que desde niña mantiene una rivalidad subterránea, dura, espinosa, cortante. Se inician así unos días aciagos, en los que tendrá que enfrentarse a sus recuerdos menos agradables, y también a la realidad de una Irlanda que se ha transformado en una adolescente bellísima, soberbia y manipuladora, de la que tendrá que protegerse.

Mientras se avanza por la novela notamos (yo, al menos, lo he notado con gran intensidad) cómo nos atrapa el lirismo melancólico y lleno de bruma que la escritora bilbaína deposita en cada página, para lograr la atmósfera inquietante que nos quiere transmitir. Y, de vez en cuando, parpadea un verbo mágico (“El sol se ponía tras la ventana, y la tierra y los campos verdes enloquecían con el color” (cap.4). Y poco después otro (“El vino me había desenmascarado las ganas de llorar” (cap.7). Y entonces, con emoción, sacas el rotulador rojo y ya no vuelves a guardarlo hasta que la obra, con su impresionante sorpresa final, termina.

Para lectores que busquen emoción, intensidad y secretos del alma humana.

martes, 7 de octubre de 2025

Variaciones sobre metamorfosis

 


Leo con profundo interés la pieza teatral Variaciones sobre metamorfosis, del colombiano Carlos José Reyes, que se plantea una revisión escénica de la famosa novela homónima de Franz Kafka. De inicio, apenas nos es dado advertir ninguna desviación del argumento que el checo creó en sus páginas: Gregorio Samsa es un viajante de comercio que, con mucho esfuerzo, está logrando que las deudas de su familia se reduzcan rápidamente y que, además, siente tal adoración por su hermana Greta que se ha propuesto pagarle los estudios en el Conservatorio. El ambiente familiar (aquí comenzamos a notar las primeras divergencias) es feliz y luminoso: todos sonríen, todos se hablan con cariño, se regalan cosas, se dirigen los unos a los otros con extremada amabilidad… A la mañana siguiente, Gregorio no es capaz de subirse al tren de las ocho para dirigirse al trabajo, porque no se encuentra bien; y un representante de la empresa acude raudo para descubrir la causa de su absentismo laboral. Es entonces cuando todos descubren que el buen muchacho se ha convertido en… algo.

Cualquier persona que haya leído la novela de Kafka se estará preguntando dónde residen entonces las novedades o las aportaciones que imprime el dramaturgo bogotano a la vieja historia del checo. Y la respuesta puede centrarse, en mi opinión, en dos factores: el primero, el giro “economicista” que puede observarse en el personaje del Principal, que viene como representante de su empresa y que no muestra interés ninguno por el estado de salud de Gregorio, concentrándose de modo obsesivo en la necesidad de que todos los empleados trabajen y trabajen, produzcan y produzcan, imperturbables ante cualquier otra consideración no dineraria; el segundo, el ingrediente sexual que muestran los inquilinos en la segunda parte, cercando a Greta, rozándose con ella en el pasillo y dejando caer en sus oídos insinuaciones tan inapropiadas como turbias, hasta lograr incluso la incomodidad de la persona que está leyendo.

Pero, ante todo, les pediría que fijaran su atención en la degradación del padre, la madre e incluso la hermana del protagonista cuando, en la secuencia final, se disponen a comer. Verán cómo se sorprenden… y extraen conclusiones.

Creo que será interesante buscar otras piezas de este autor, fallecido hace ahora un año.

domingo, 5 de octubre de 2025

La vida de Chéjov

 


Escribir una biografía está (y espero que mi afirmación no suene a burla o a irreverencia) al alcance de cualquier erudito: basta con reunir un millón de datos sobre el personaje, ordenarlos escrupulosamente y redactar con ellos un cierto número de páginas. Pero la proeza de convertir los datos en vida recreada, en vida palpitante, en narración mágica y seductora, está al alcance de muy pocas plumas. Hay que ser un alma grande para captar y transmitir el alma grande de otra persona. Por eso resultan tan conmovedoras y tan bellas las aproximaciones de Ian Gibson a Federico García Lorca, la de Antonio Rivero Taravillo a Luis Cernuda o, como ahora mismo acabo de comprobar, la de Irène Némirovsky a Antón Chéjov: la persona que ha reunido los datos no se limita a repetirlos, sino que los observa, los evalúa, los acaricia, los bruñe. Y el resultado es fastuoso.

En esta Vida de Chéjov (que he podido leer en la traducción de José Antonio Soriano Marco) he descubierto que su abuelo fue un mujik que, siendo siervo, compró la libertad (suya y de su familia); que su padre fue un hombre con la mano quizá demasiado suelta y que regentaba un comercio bastante pobre que era “colmado, herboristería y mercería, todo en uno” (cap.5); que, en su juventud, al inquieto Antón “le encantaba maquillarse, disfrazarse, dibujarse un bigote con carboncillo” (cap.8) y que a los quince años ya había decidido estudiar medicina; que la primera publicación importante que lo tomó en serio fue la revista Chispazos; y que su historia de amor con Olga Knipper fue tan dulce como triste, y estuvo marcada por la distancia que la enfermedad de Antón y el trabajo teatral de ella conformaron.

Pero, insisto, lo crucial de este libro sobre un hombre agotado y melancólico, que “amaba la vida como hay que amarla, por las pequeñas y fugaces alegrías que nos da” (cap.28), es el modo tierno, cercano, conmovido, casi susurrante, en que Irène Némirovsky nos va depositando en los ojos su relato, lleno de ternura y de proximidad. Gracias a él, Antón Chéjov vuelve a estar presente y vivo. Realmente memorable.

sábado, 4 de octubre de 2025

Huelga en el puerto

 


Leo la breve obra teatral Huelga en el puerto, de María Teresa León, que dentro de muy poco cumplirá un siglo. Versa sobre los detalles que rodean la convocatoria de una huelga en Sevilla, que pretende mejorar la condición de los obreros y que sufre las zancadillas de la patronal, la cual consigue movilizar un grupo de esquiroles para torpedearla. Los personajes masculinos son designados en casi todos los casos por su condición social (obrero, trabajador, telegrafista, pobre, ministro, vendedor), mientras que las mujeres (qué detalle más gráfico y más significativo) son designadas más frecuentemente con un número (mujer dos, mujer cinco). De vez en cuando, la escritora nos deja algún parlamento más largo y articulado (“¡Qué triste es ser guardia! Saliendo con miedo de casa todos los días, con la conciencia como los haces del trigo, apretada con un cordel. Debe saberles la boca a hieles cuando disparan, porque ellos tienen familia entre los obreros. Están engendrados por la misma sangre proletaria. No se dan cuenta que van asesinando, deshaciendo a balazos la vida de sus hijos, y que sus hijos les maldecirán”), aunque la inmensa mayoría de las intervenciones son rápidas, nerviosas, arrebatándose la voz unas a otras.

Entiendo que la pieza (que fue publicada en la revista Octubre en el año 1933) ha envejecido mal, porque el furor de su espíritu revolucionario no logra combinarse con una formulación literaria digna de aplauso. O no, al menos, desde mi punto de vista. Su tema es muy respetable, claro; pero quizá su condición de “arma de combate ideológica” perjudica su posteridad. Tiene mi admiración, siempre, pero no mis vítores.

jueves, 2 de octubre de 2025

El mundo acabará en viernes

 


Quedan ustedes invitados (e invitadas) a jugar un rato al puzle. Todas las piezas, de una enorme variedad de colores y formas, están dispuestas sobre la mesa. Lo único que deben hacer, evidentemente, es descubrir el orden y las conexiones. Así funciona el juego, ya lo saben. Una de las piezas nos muestra a centenares de hombres y mujeres que, de pronto, cubren el mar: son los supervivientes de un naufragio aparatoso que sucedió en 1912. Otra de las piezas nos presenta a un tipo estrafalario que, enarbolando un pincel y una paleta, se ha abalanzado sobre el célebre cuadro de La Gioconda “para darle el último retoque”. Otra nos pone ante los ojos a un hombre alto y atractivo que dice llamarse Yeshua y que produce una instantánea sensación de paz en quienes se acercan o charlan con él. Otra pieza es una mujer silenciosa y bellísima, que se pasea en soledad por la campiña y cuyos rasgos reproducen con inaudita exactitud los de lady Diana Spencer. Otra pieza es Bob Dylan, bebiendo cerveza de manera taciturna en un pub londinense. Otra pieza es el conjunto de calamidades que comienzan a sucederse en el mundo a velocidad de vértigo: plagas de langosta, erupciones volcánicas, difusión de un brote de peste negra, asesinato del presidente de Estados Unidos, nube radiactiva sobre la India, vaticinio de una nueva glaciación, asteroide acercándose a la Tierra…

Excitado y a la vez paralizado por el asombro, quien observa las piezas ideadas por Manuel Moyano no sabe con exactitud qué hacer, cómo reaccionar, de qué manera unirlas para desvelar el enigma de su relato. Y yo creo que la magia reside precisamente ahí: en la capacidad de absorción que despliega (que siempre despliega) el escritor cordobés, capaz de suspender la incredulidad de quien sostiene el libro ante los ojos y guiarlo por senderos de fantasía, de pasmo, de vértigo. Porque lo que parecen piezas sonrientes o juguetonas, de pronto se tiñen de extrañeza, de ignominia, de náusea, revelando lo que puede surgir del interior humano en las situaciones límite.

Atrévanse a leerla. Atrévanse a jugar. Atrévanse a imaginar (de la mano de este excelente escritor llamado Manuel Moyano) cómo será el último día de la Humanidad y de qué manera quedarán separados (y quiénes formarán cada grupo) los dignos de los indignos, los bienaventurados de los irredentos. ¿Habrá un sonar contundente de trompetas o todo ocurrirá en silencio? ¿Cuál es la forma de Dios? ¿Qué ocurrirá cuando termine ese día inconcebible y apocalíptico? En sus manos queda descubrirlo.

miércoles, 1 de octubre de 2025

¡Lorenzo!...

 


Leo la pieza teatral ¡Lorenzo!..., de Vicente Medina, en la edición preparada por el profesor Mariano de Paco. Se trata de un texto al que perjudica ostensiblemente su brevedad. Por el tema que desarrollaba, por la evidente fuerza dramática de sus parlamentos y por las implicaciones sociales y políticas que sugiere, la obra admitía (y aun reclamaba) una estructura más sólida y una mayor generosidad argumental. Pero, con todo, Vicente Medina elabora unas páginas dignas, donde nos relata cómo Lorenzo, un mozo huertano de unos veinte a veinticinco años, ha sido enviado a la guerra de Cuba, y cómo en su forzada ausencia el innoble rico Cayetano (que exhibe “aspecto de brutales instintos”, como se afirma de forma maniquea en la página 165) trata de hacerse con la voluntad de Pilar, novia del chico. Es, pues, un procedimiento casi calcado de obras anteriores de Medina: si Andrés aprovechaba en El rento la “obligación moral” de José, que lo atenazaba y lo eliminaba como rival erótico, ahora será Cayetano (de similar edad, de similar riqueza, de similar catadura ética) quien desee aprovechar la “obligación militar” de Lorenzo para los mismos fines. La gran diferencia estriba en la actitud de la muchacha. Esta Pilar es mucho más resuelta que aquella Santa.

Otro elemento que llama poderosamente la atención es la doble lectura bíblica que puede señalarse en relación con la historia atribulada de Lorenzo. De un lado, es constatable que él ha sido expulsado del Paraíso, como un Adán sin culpa (su padre, Vicente, y el sacerdote, don Juan Antonio, aluden a la huerta donde trabajaba el joven y la llaman “la gloria”, en la escena II); del otro lado, cuando llega la secuencia final, se nos presenta al muchacho “en ese estado horrible en que vuelven muchos soldados de Cuba: lívido, demacradísimo, cárdenos los labios, hundidos los ojos, febril la mirada, sin voz, sin pulmones, sin fuerzas; con aplanamiento de muerte” (p.192). Y cuando abren para él el portón que muestra el “ambiente purísimo” de la huerta, “cae exánime en la silla”. Ha visto, como Moisés (y he ahí la segunda conexión bíblica que antes comentaba), la tierra prometida, pero no la ha podido hollar.

Y especialmente significativo se antoja el papel que el autor de la obra hace desempeñar al “sacerdote venerable” don Juan Antonio, representante (algo lineal, todo hay que decirlo) de la ortodoxia conformista. Así, cuando Vicente se queja del reclutamiento forzoso de su hijo, le aconseja “resignación, resignación y esperanza en Dios” (escena II); cuando protesta por lo oneroso del préstamo que padece, el religioso exclama: “¡Todo sea por Dios!” (escena III); y cuando, en fin, alza su voz contra la felonía el acoso sexual que Cayetano está desplegando alrededor de la novia de Lorenzo, el cura templa y pide “Paz para todo el mundo” (escena IX). Pero es que esos mismos consejos hipócritas de aceptación del status los repetirá ante otros personajes: cuando Pilar lamenta con amargura la avaricia implacable de los ricos, en lugar de adoptar una posición comprometida con los débiles (o al menos misericordiosa) se limita a susurrar con tono lleno de unción que “hay que tener paciencia” (escena V), lo que ya roza los límites de la mansedumbre hiperbólica. No resulta, pues, extraño que ante estas fáciles muestras de conformidad de don Juan Antonio (bastante estupefacientes para cualquier lector que se acerque a la obra en la actualidad) Vicente estalle y se atreva a plantear su rebeldía y hasta el inicio de su descreencia: “Ande está la mala guierba de las penas, la fe es una mata que medra poco” (escena V).

Texto interesante, aunque quizá demasiado ingenuo o maniqueo.