Maigret,
que tiene al comenzar la novela cuarenta y dos años y que reconoce estar algo
pasado de peso, vuelve a su localidad natal de Saint-Fiacre, porque la policía
ha recibido una inquietante nota donde se indica que va a cometerse un crimen
en la primera misa del Día de Difuntos. Tal afirmación provoca en el comisario
un evidente interés profesional, que se troca en pasmo cuando, sin que nadie
parezca intervenir, la vieja condesa caiga muerta después de haber tomado la
comunión. A partir de ese instante, como resulta fácil comprender, Maigret abre
los ojos y comienza su investigación. ¿Quién puede haber cometido ese crimen invisible?
Todos
los actores del drama comienzan a tomar cuerpo ante el investigador: el joven
Jean Métayer, quien oficialmente era el secretario de la condesa… y de forma
oficiosa es su amante; el irresponsable Maurice, que lleva un buen número de años
esquilmando las finanzas de su difunta madre, pidiéndole dinero para cubrir sus
estropicios (borracheras, viajes, cheques sin fondos); el administrador
Gautier, que se ocupa de ir salvando la situación económica de la condesa como
puede; el médico Bouchardon, que se encarga de los detalles forenses (aunque no
era el galeno habitual de la condesa); el cura de la localidad, que asegura
saber algo, que no puede revelar por haberlo escuchado durante una confesión…
Todos ellos tienen motivos para ser considerados culpables, pero no resulta
posible determinar la culpabilidad de ninguno. Porque, entre otras cosas, ¿cómo
culpar de un crimen donde nadie ha rozado siquiera a la víctima?
Con una solución final a la vieja usanza (todos son convocados para una cena, en la que se analizarán los detalles y se dilucidará la identidad del asesino), El caso Saint-Fiacre, que leo en la traducción de Lluís Maria Todó, regala un par de tardes de entretenimiento policial, que siempre es bienvenido.
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