sábado, 19 de abril de 2025

Coordenadas

 


Cuando un autor publica un libro diferente a los que anteriormente ha editado y la calidad sigue siendo extraordinaria, no caben dudas: es un creador de raza. Lo normal es lo contrario: seguir la línea, repetirse, apurar todo lo posible el modelo que te ha hecho triunfar. Pero Antonio J. Ruiz Munuera ha preferido jugársela. Lo avalan éxitos fulgurantes en el ámbito de la novela (premio José María de Pereda, premio Nostromo) y de la narrativa juvenil (premio Alandar, premio Avelino Hernández), pero ha preferido realizar una pirueta distinta, un triple mortal sin red, y se ha embarcado en Coordenadas, un tomo donde sus palabras se acercan al ritmo y al espíritu de la poesía y donde las imágenes que las acompañan son de una belleza abrumadora. El resultado, ya se lo puedo adelantar, es admirable.

Afilando su mirada y dejando que se pose sobre las cosas (“Las cosas, aun siendo inanimadas, tienen su corazón”, nos revela en la página 63), el escritor lorquino ha esmaltado un volumen espléndido, que se lee en una atmósfera de colores, de sonidos, de fragancias y de silencios, francamente egregia. Así, nos hablará de un mar prodigiosamente iluminado por la noche (“Noctilucas”); de una interesante teoría que relaciona las edades humanas con la condición líquida (niñez), la sólida (madurez) y la gaseosa (senectud); de los desechos humanos, que a veces revelan muchísimo sobre nuestra civilización y sobre sus desviaciones y torpezas; del escaso respeto que se tiene por algo tan hermoso y duradero como las flores de plástico; de nuestra condición moderna de seres convertidos en “cosas” gracias a los algoritmos informáticos; de pequeñas historias que apenas esconden novelas larvadas (no se pierdan, por ejemplo, el texto 91)…

Y, aquí y allá, emotivos guiños culturales (p.71), sonrientes líneas de humor (p.85) e incluso greguerías que hubiera firmado con felicidad Ramón Gómez de la Serna (“Los goznes son las cuerdas vocales de los fantasmas”, texto 41).

Insisto: un experimento literario que se eleva hasta alturas líricas y visuales de primer orden y que les recomiendo encarecidamente.

viernes, 18 de abril de 2025

La casa de Matriona

 


Ignatich, un profesor de matemáticas que ha pasado un largo tiempo en la cárcel, solicita plaza en 1953 para trabajar en algún pueblecito ruso que esté apartado de las grandes ciudades e incluso de las vías del tren. Y después de algunos enredos burocráticos se le destina a Torfoprodukt, donde busca inútilmente un lugar de hospedaje hasta que alguien le sugiere que acuda a Matriona Vasilievna, una mujer pobre y enferma que posee una isba paupérrima (“Aparte de Matriona y de mí, en la isba vivían un gato, ratones y cucarachas”). La convivencia con ella es muy fácil, porque ambos saben adaptarse a la precariedad y desconocen el afán de lujo, pero todo comenzará a enrarecerse cuando unos parientes codiciosos (la pobreza suele activar los mecanismos más lamentables de la avaricia) planeen alrededor de la anciana para apoderarse de algunas de sus tristes pertenencias. Cuando al fin se produzcan varias muertes por un accidente, algunas personas susurrarán reflexiones (“Dos misterios hay en el mundo: cómo nací no lo recuerdo; cómo moriré, no lo sé”, cap.3) y las demás se aprestarán al reparto de los despojos.

Narrada con una sencilla y demoledora eficacia, La casa de Matriona nos acerca a la realidad miserable y atenazada del mundo soviético, contada desde abajo. No hay apenas referencias políticas, ni tampoco críticas directas hacia el gobierno: Solzhenitsyn se limita a dejarnos ver cómo sus personajes chapotean entre la miseria y, como natural consecuencia, incurren en la mezquindad (salvo Matriona, de la cual nos comenta el narrador que “fue ese ser justo sin el cual, según dice el proverbio, no hay aldea que exista. Ni ciudad. Ni nuestra tierra entera”). Con su ejemplo de vida, la anciana representa, en su isba, una isla de dignidad, nobleza y humanidad que constituye, a la postre, lo más hermoso de la novela.

jueves, 17 de abril de 2025

Divorcio en Buda

 


El juez Kristóf Kömives, de Budapest, siempre ha sido un hombre de mentalidad tradicional, recta y severa.  Está casado con Hertha Weismeyer, bella hija de un general, y tienen un hijo y una hija. Aunque su labor consiste en separar a las parejas que lo solicitan, él “creía en la santidad del matrimonio” (p.60) y juzga que la culpa de los divorcios hay que buscarla en la impaciencia, los nervios o la imperfección moral de los seres humanos. Así que su tarea como juez es tan triste como abrumadora: “Maridos y mujeres pasaban ante Kristóf en una fila india demencial, mentían y juraban que decían la verdad, no se miraban a los ojos ni dirigían el rostro hacia el juez, se inventaban virtudes y vicios, asumían las mayores vilezas, se cubrían de vergüenza porque no querían sino huir, huir de aquella esclavitud, de aquella miseria insoportable. Se presentaban ante el juez como paralizados, y él desataba y separaba conforme a las disposiciones legales, pero también bajaba la cabeza al dictar sentencia porque sabía que sus palabras sólo transmitían disposiciones humanas y era consciente de que todo lo que decía estaba en contra de las leyes divinas” (p.61).

Ahora, cuando comienza la narración, llega a su mesa el expediente en virtud del cual su antiguo amigo Imre Greiner y su esposa Anna Fazekas (de la que Kristóf estuvo, tal vez, enamorado en su juventud) solicitan el divorcio. Ciertos recuerdos y ciertas palpitaciones comienzan a sucederse en la cabeza y el corazón del juez. Y cuando reciba la visita de Imre durante la noche anterior a la vista del proceso, todo comenzará a enredarse mucho más, porque escuchará de labios de su viejo amigo algunas revelaciones que pondrán patas arriba su calma interior.

Como siempre, Sándor Márai consigue una narración sólida, profundamente bien construida en sus aspectos psicológicos (los retratos de los personajes son dignos de ser leídos varias veces y subrayados con lápiz rojo) y que nos obliga a pensar en las motivaciones más oscuras del ser humano, en sus miedos, en sus flaquezas y en sus zonas de luz. Así, la hermana de Kristóf (quien “se comportaba siempre como si acabara de despertarse de un sueño aburrido y no esperara nada especial del día que empezaba”) o el padre Norbert (cuyo dibujo anímico ocupa todo el capítulo 4). ¿Qué lugar ocupan en nuestras vidas los sueños que no se cumplieron o que dejamos de lado? ¿Qué latidos siguen palpitando, sin que seamos del todo conscientes, en nuestro corazón? ¿Qué observaríamos si fuéramos capaces de enfrentarnos, sin camuflajes, con el espejo de nuestro cuarto de baño? En Divorcio en Buda (que leo gracias a la traducción de Judit Xantus Szarvas), estas preguntas quedan formuladas en cada página y se nos invita a reflexionar sobre ellas.

Siempre me asombra el húngaro Sándor Márai, otro de esos narradores a los que tengo que disfrutar más intensamente en los próximos años.

miércoles, 16 de abril de 2025

Ciencia, libertad y paz

 


Es triste y desalentador pensar en el mundo que nos rodea. Quizá porque, como dijo Enrique Santos Discépolo, siempre ha sido una porquería. O quizá porque intuimos que su devenir (desengañados ya de utopías y de fracasos históricos, que no han hecho sino empeorarlo) no es demasiado halagüeño. Aldous Huxley, acaso uno de los últimos pensadores que pudo meditar sobre su entorno con una tibia luz de esperanza aún titilando, nos ofrece sus ideas al respecto en el ensayo Ciencia, libertad y paz, que leo en la traducción de Adam F. Sosa y C. A. Jordana.

Su análisis, sumamente inteligente, se concentra en reflexiones sobre el progreso científico y sobre la obsesión avasalladora del ser humano por el poder. Quienes ostentan ese poder (nos dice) anhelan de forma unánime perpetuarse en él; y activan todos los mecanismos necesarios para lograr esa meta. Entre ellos, el control de la ciencia y de los medios de comunicación, da igual que hablemos de un sistema capitalista como de un sistema comunista: al final, termina por prevalecer el personaje (o el pequeño grupo de personajes) que se aferran al sillón del poder y ejecutan todas las acciones necesarias para no abandonarlo. “Nunca han estado tantos a merced de tan pocos”, anota en la página 19. Y luego añade en la 33: “El gran poder invariablemente ejerce una influencia corruptora sobre aquellos que lo poseen”. Aunque la conclusión terrible viene después: “El corolario de esta centralización del poder económico y político es la pérdida progresiva, por parte de las masas, de sus libertades civiles”. Atrévase a negarlo quien mire a su alrededor y piense en los teléfonos móviles, que identifican en todo momento dónde estamos, dónde y qué compramos, cuánto dinero tenemos, qué decimos y hasta dónde comemos o veraneamos.

Igualmente valiosas son sus reflexiones sobre el nacionalismo (“Lleva a la ruina moral, porque niega la universalidad, […] afirma el exclusivismo, estimula la vanidad, el orgullo y la propia satisfacción, alienta el odio, proclama la necesidad y la justicia de la guerra”), sobre la irresponsabilidad de los gobernantes (“En el terreno de la política internacional, las decisiones más graves se toman siempre, no por adultos razonables, sino por muchachos pendencieros”) y sobre un mundo que recuerda terriblemente al que vivimos (“Cuando en casa las cosas andan mal, cuando el descontento popular empieza a articularse peligrosamente, en un mundo en el que hacer la guerra sigue siendo un hábito casi sagrado, siempre es posible desviar la atención del pueblo de las cuestiones internas a las exteriores y militares. Los instrumentos de persuasión manejados por el gobierno: suelta una corriente de propaganda xenófoba o imperialista, se adopta una política fuerte hacia alguna potencia extranjera y se lanza una apelación a la unidad nacional (en otras palabras, a la obediencia indiscutida a la oligarquía gobernante), e instantáneamente se convierte en un acto antipatriótico el que alguien ose emitir aun la más justificada reclamación contra el desgobierno o la opresión”).

Un libro terrible, clarividente, profundo y luminoso, que conviene revisar de vez en cuando para mantener la higiene mental del raciocinio siempre engrasada.

martes, 15 de abril de 2025

Vida de Leonardo

 


Si tuviéramos que comparar a Leonardo da Vinci con una edificación no sería desde luego con un cobertizo, ni con un chalet adosado, ni siquiera con ese tipo de viviendas a las que ahora, de forma pedestre, llaman “casoplones”: es seguro que elegiríamos un rascacielos o, para estar más en consonancia con su época, una catedral. Bien. Admitamos que Leonardo es una catedral. No resulta, desde luego, hiperbólico. Y nosotros, que somos los visitantes de esa catedral, seguro que nos quedamos desde el principio extasiados ante sus columnas, sus esculturas, su diseño arquitectónico o su acústica increíble. Pero detengámonos un momento. ¿De qué modo se llega a ser una catedral? ¿Cómo se construye cada vidriera? ¿Cómo se perfila cada arbotante? ¿Cómo se equilibra la bóveda? ¿Cómo se traza su ábside? En suma, ¿cómo se llega a ser lo que se es?

El estudioso Carlo Vecce, conocedor exhaustivo del mundo renacentista, aborda en este contundente tomo (casi setecientas páginas), que Alfaguara publica en la traducción de Carlos Gumpert, la figura poliédrica (catedralicia) de Leonardo. Y no lo hace desde la fantasía o el éxtasis hagiográfico, sino desde el más profundo rigor, sumergiéndose en legajos, protocolos notariales y cartas de sus coetáneos, para ofrecernos un panorama tan detallado como indiscutible, lleno de nombres, fechas y parentescos. Pero (y aquí el pero es crucial) logrando a la vez que su narración mantenga una loable amenidad que la aproxima casi al espíritu de una novela. Veremos al joven Leonardo, hijo bastardo del notario Piero da Vinci y de una esclava circasiana a la que se conoce como Caterina (cuyos gastos funerarios sufragó el humanista en junio de 1494); lo vemos interesarse por la escritura especular desde la infancia; advertimos su admiración por Ovidio y sus Metamorfosis (véase la página 134); nos asombrará su temprana curiosidad por el mundo de los fósiles (página 237); disfrutaremos sabiendo más sobre su vinculación con el maravilloso artista Alberto Durero (página 293); conoceremos al detalle sus implicaciones (más como víctima que como fautor) en la política de su tiempo; tendremos noticia de sus costumbres gastronómicas, con el listado de alimentos que eran frecuentes en su mesa (página 370); sabremos más de sus rivalidades legendarias en el mundo del arte (el capítulo 12 se titula, y no les digo más, “El duelo con Miguel Ángel”); y, entre mil noticias fascinantes más, se nos resumirán los detalles compositivos e históricos que rodean a sus obras principales.

Por supuesto, tampoco se omiten en este volumen referencias detalladas a “la compleja e indefinida sexualidad de Leonardo” (página 98), a su obsesión por anotar en cuadernos y hojas sueltas todas sus ideas (“Leonardo tiene hambre de papel”, página 177) o al triste momento de su muerte (una escena que desarrolla en la página 572 y que emocionará a quienes tengan gatos).

Biografía monumental, esta Vida de Leonardo resultará utilísima para cualquier lector, tanto si es especialista en arte (porque ofrece informaciones nuevas, extraídas de documentos originales) como si solamente desea acercarse de forma “novelesca” a uno de los más grandes genios de la historia. Imprescindible.

lunes, 14 de abril de 2025

Reserva natural

 


La publicación de este volumen (que se produjo, madre mía, hace más de un cuarto de siglo. Cómo pasa el tiempo) supuso una cierta sorpresa entre el público lector de 1998, porque Juan Manuel de Prada venía de protagonizar dos sonoros bombazos con Las máscaras del héroe y con La tempestad (ganadora del premio Planeta) y, de pronto, aterrizaba en las mesas de novedades de las librerías con un volumen de artículos. Pero tras ese momento de estupor se pudo comprobar que el espíritu de la obra respondía al mismo patrón: el de un prosista “millonario de metáforas” (el sintagma es suyo), con un talento caudaloso y con una oceánica capacidad de lenguaje, que solventa con la misma elegancia un ditirambo lírico dedicado a los mineros de España (“Germinal”), una profesión de fe literaria (“Ramón, primitivo, fetichista”), una acusación contra los nuevos sistemas educativos (“Contra la ESO”), la genuflexión agradecida frente a un periodista leído y admirado (“Cien veces Alcántara”), la denuncia inflexible del fetichismo cultural (“El Guernica”), la irónica burla ante la impostada bondad de cierta famosilla (“Lady Caridad”) o la feroz andanada contra esa “lepra exportable” (sic) que fue la canción La Macarena.

Alguien dijo una vez que de los genios hay que aprovechar hasta las migajas, pero se olvidó de precisar que, casi siempre, las presuntas migajas de los elegidos (y no es improbable que Prada sea uno de ellos) superan en belleza, valor y exquisitez a las más trabajadas producciones de esas legiones de mediocres que a menudo nos distraen en los escaparates libreros con sus novedades.

Una obra para abrir, al azar, por cualquier página y quedar deslumbrado con su estilo.

domingo, 13 de abril de 2025

El mejor libro del mundo

 


Añado a mi blog otra reseña de Manuel Vilas, porque ha escrito El mejor libro del mundo y la ocasión lo merece. Esta vez no podré orientar a los lectores facilitando un pequeño resumen de la obra, porque este volumen no tiene “argumento”, ya que no es una novela. O sí, cualquiera sabe. Recordando una frase del tomo (“La vida es el mejor libro del mundo”), convendremos en que, puesto que la vida no tiene argumento, por qué habrían de tenerlo medio millar de páginas en las que se vuelca la esencia de la suya. Como Vilas no leerá esta pequeña nota (y yo, además, sé que la estoy redactando con infinito cariño y con infinito respeto), me atreveré a decir que El mejor libro del mundo me ha recordado a una olla puesta al fuego. Es probable que al autor, que con tanto gozo habla de comida en este libro, no habría de molestarle la imagen. Hay en esa olla garbanzos, alubias, patata, zanahoria, caldo, sal (sobre todo, mucha sal); hay en ella humor, pesimismo, sinceridad, viajes, amores, amistades, decepciones. Y el fuego que se aplica en la base de esa olla logra que el conjunto llegue a la ebullición, provocando la aparición de burbujas (mi niñez pueblerina me pide que escriba “pompas”), que van sucediéndose en un inagotable juego de estallidos. Unas son pequeñas; otras, más grandes. Unas ostentan durante varios segundos su semiesfericidad asombrosa; otras, apenas te da tiempo a verlas. Y tú, sentado en una silla delante de la olla, observas y hueles, en un silencio respetuoso y admirado. Eso es, en mi opinión, El mejor libro del mundo.

Afirmaba Tolstói que quien conoce su aldea conoce el universo. Es una idea muy interesante. ¿Quien conoce a una persona conoce también el universo? Porque eso también es El mejor libro del mundo: el conocimiento profundo, variopinto, zigzagueante, de un corazón humano, diseccionado por su propietario. Manuel Vilas nos dice que Javier Marías tenía las manos pequeñas y que Eduardo Mendoza lo saluda siempre con la mano fofa (como si te entregara un mejillón demasiado cocido), que el mejor nombre de mujer es María, que la mejor canción del mundo la escribió Sixto Rodríguez y se llama “Cause”, que adora a Lou Reed y que en ocasiones habla con su fantasma, que Jaime Gil de Biedma es el único poeta (junto a Jorge Manrique) que nunca se la cae de las manos o que Franz Kafka es el mejor escritor de la Historia. Pero también nos habla con orgullo de sus padres, de las piedras que arrojó al río en su infancia, de antiguas novias, de la erosión que el tiempo deposita sobre los cuerpos, de las paellas que prepara su hermano, de sus hijos y su esposa, de habitaciones de hotel, del carácter capitalista del cuerpo humano (“Nuestros cuerpos nos engañan desde hace miles de años, nos hacen creer que necesitamos comer más y más, pero es mentira, buscan la acumulación de grasa”) o de ciertas escatologías risibles (esa página absolutamente hilarante donde nos habla de “los culos viejos, a los que ya no les importa disimular y se convierten en cañones y artillería napoleónicos”).

Y nosotros, insisto, lo observamos todo desde nuestro asiento, porque Vilas nos ha invitado al espectáculo. Casi quinientas páginas de felicidad, complicidad, admiración, sonrisas y reflexiones, en las que él habla, y habla, y habla, y escribe, y escribe, y escribe. Y nosotros nos olvidamos de las etiquetas editoriales, porque nos importa tres rábanos que esto sea una novela, o un diario, o un libro filosófico o humorístico. No precisamos esa etiqueta. Es El mejor libro del mundo. Y ya.

Todos mis aplausos.

sábado, 12 de abril de 2025

El hijo del ladrón

 


Refiere la tradición histórica que Bencomo (nominado también de otras maneras: Benchomo, Benytomo…) fue un mencey que, en la segunda mitad del siglo XV, lideró la resistencia guanche contra la invasión castellana en la isla de Tenerife. Su muerte, aunque no del todo aclarada documentalmente, parece que acaeció en la batalla de Aguere en el año 1495. Y su figura ha quedado, desde entonces, convertida en símbolo de la resistencia insular frente a la conquista peninsular.

Lo que muchas personas no saben (pero César Fernández García sí, y nos lo cuenta en este libro) es que el cuerpo de Bencomo fue embalsamado por sus seguidores y escondido, junto con un deslumbrante tesoro de oro y joyas, en un lugar impreciso de la isla. En vano lo han buscado durante siglos los aventureros y los especialistas: jamás ha sido hallado.

Ahora, un experto en arqueología llamado Juan Andrés (que ha salido de la cárcel tras purgar un delito que no cometió), acompañado por su hijo Ramón (que vive con unos padres adoptivos, avergonzado por la condición criminal de Juan Andrés), viajan hasta Tenerife para pasar quince días juntos y retomar los vínculos familiares. Pero lo que el chico ignora es que su progenitor ha organizado esta estancia con un objetivo: seguir cierta pista escondida en un viejo cuadro del siglo XIX y llegar hasta la cueva donde están escondidos el cuerpo y el tesoro del líder guanche, para entregarlo todo a un museo y reivindicar su honradez. Por supuesto, habrá un oponente dispuesto a torpedear su búsqueda (Jorge Leyva), y nada les resultará tan fácil como pensaban al principio.

Insisto con César Fernández porque, en mi opinión, es un novelista estupendo (y obsérvese que he prescindido del adjetivo “juvenil”, porque sus excelentes obras no se circunscriben a ese ámbito). Seguiré con él, sin duda. Y les recomendaría que hiciesen ustedes la prueba.

jueves, 10 de abril de 2025

Mucho pasado puede matarte

 


Se dirá mil veces y siempre serán pocas: qué complicado es crear un libro de cuentos que no sea una mera recopilación. Hace falta, primero, aquilatar cada una de las narraciones, pulirla, dejarla perfecta, tanto estructural como literariamente; y después hay que conseguir que el conjunto de las narraciones sea armónico, sin altibajos, sin desequilibrios. No vale que dos o tres de las historias sean magníficas, no basta que lo sean la mitad: han de serlo todas. Por eso, cuando cae en mis manos un volumen que cumple esas características me siento tan feliz y lo recorro con tanta gratitud. Es lo que ocurre con Mucho pasado puede matarte, del malagueño José Antonio Sau, de reciente publicación.

De sorpresa en sorpresa (siempre sólidamente redactadas), vamos descubriendo a verdugos que atraviesan una crisis y sufren sus consecuencias; a periodistas que son engañados en el desempeño de su labor profesional; a muchachos que se enamoran fatalmente de la persona equivocada; a mujeres que son capaces de anticiparse a la muerte de seres cercanos; a maestros que sufren un fusilamiento anómalo durante la guerra civil de 1936; a antiguos nazis que están a punto de ser capturados, muchos años después de haber escapado de la justicia; a tías que están seguras de escuchar voces de ultratumba; a empleados que, de pronto, incurren en la convicción de estar recibiendo mensajes extraterrestres; a drogadictos que lo único que quieren es ver de nuevo a su hija; o a niños que sufren el espectáculo de la violencia doméstica de su padre…

Poderoso en las tramas y elegante en la formulación literaria, José Antonio Sau nos dibuja con sus palabras un buen muestrario de horrores y grietas que, en síntesis, representan el mundo que nos cobija. Es un atributo que solamente pueden exhibir los grandes autores. Léanlo.

martes, 8 de abril de 2025

Seguidillas del 2024

 


La autora del prólogo (Aurora Gil Bohórquez) lo dice con exactitud condensada: “Estamos, pues, ante un diario en seguidillas”. Me parece atinadísima sentencia, que captura en siete palabras el espíritu del libro. Porque lo que percibimos los lectores cuando transitamos por estos sesenta poemas es precisamente eso: su condición de álbum emocional. Gracias a sus palabras (y a la música elegante y bien pautada que los modula), estos textos nos trasladan con singular acierto la temperatura anímica que en cada instante presenta el autor: cuando se acerca hasta las Fuentes del Marqués, cuando viaja a México, cuando contempla las hojas caídas en su terraza, cuando mira con ternura los libros que se alinean en un estante de su casa playera, cuando viaja en tren, cuando pasea por la Trapería murciana, cuando visita las Hoces del Júcar, cuando se detiene ante un cuadro de Sofía Morales o de Darío de Regoyos, cuando lee durante un largo insomnio un libro espectacular de Nuccio Ordine o cuando sus pupilas y su corazón recorren las gotas de agua que salpican el cristal de la ventana un domingo de abril.

Sigamos sumando hermosura al precioso tomo: las imágenes que adornan todos los poemas. Son fotografías efectuadas por el autor, por su esposa, por su hijo Yayo, por Martha Cuanalo, por M. del Loreto o por Sonia Varó: instantáneas en las que paisajes marinos, uvas esplendorosas, balaustradas nocturnas, jardines soleados, paulonias florecidas o huertanas juncales sirven de contrapunto visual a las palabras de Santiago Delgado.

Hace años, el escritor reivindicaba su derecho a componer versos, aunque no se le pudiera etiquetar prioritariamente de poeta. Discrepo de esa humildad: sí que lo es. Y estas Seguidillas del 2024 lo demuestran con holgura y contundencia.

domingo, 6 de abril de 2025

La reina de las aguas

 


Hay autores de quienes siempre aguardo, con expectación y con fervor, cada libro que publican, porque las páginas suyas que he podido saborear me han transmutado en adepto. Con Fernando Clemot me ocurre desde 2009, en que tuve la fortuna de tropezarme con Estancos del Chiado, un volumen prodigioso de cuentos que terminaría alzándose poco después con el premio Setenil (https://rubencastillo.blogspot.com/2025/03/estancos-del-chiado.html). Ahora acude hasta mis manos su obra La reina de las aguas (Un viaje eterno por Roma), que publica La línea del horizonte con una exquisita cubierta pompeyana.

¿Y qué puede encontrarse allí? “Es un itinerario que entiendo como una carta de amor a una ciudad y a un tiempo”. Con esas palabras lo define el autor en la página 13, y no puede expresarse con más tino ni con más belleza. Acompañado por su esposa Eva y por su hija Emma (en uno de los viajes) o por sus amigos Jordi Gol y Ángel Lobato (en otro), el magnífico escritor barcelonés nos ofrece un espectáculo inigualable de erudiciones históricas y arquitectónicas, de reflexiones artísticas e incluso de anécdotas personales (ese perro que estuvo a punto de clavarle los dientes, ante la mirada iracunda de la dueña; ese paseo temerario por el túnel Pettinelli, más peligroso de lo que él sospechaba; esos juegos infantiles de Emma en la fuente del Collar de Perlas, mientras él estaba observando desde un banco). Mezclando documentación y curiosidad, éxtasis y enamoramiento, vemos al autor paseándose por Santa María Maggiore; entrando en el cementerio de Verano y depositando rosas en las tumbas de Marcello Mastroianni, Elsa Morante y Vittorio Gassman; descubriendo los detalles del terrible bombardeo de San Lorenzo, en septiembre de 1943; subiendo de rodillas la Escalera Santa (y rezando un padrenuestro en cada peldaño “y hasta los retales del avemaría que recordaba”); o quedándose hechizado por los sepulcros etruscos (la secuencia que ocupa las páginas 139-143 es de una belleza cautivadora).

Una obra delicada, hermosa, casi fragante, donde Roma palpita en cada párrafo y donde el hechizo de la Ciudad Eterna se convierte en un viaje eterno, que Fernando Clemot destila con sabiduría para nosotros. Gracias sean dadas.

viernes, 4 de abril de 2025

Viaje al centro de la Tierra

 


Hay que ser un absoluto genio para, cuando inicias el capítulo XVII de tu novela y has alcanzado las cien páginas, hacer que uno de tus personajes pronuncie esta frase: “Empezaba el verdadero viaje”. Es entonces cuando, parpadeando, el lector se da cuenta de que, en efecto, ha ido avanzando hoja tras hoja, sugestionado por la atmósfera creada por el autor, pero que aún, verdaderamente, no se ha iniciado el núcleo duro de la historia. Con un par. Por eso, Julio Verne es Julio Verne, qué diablos. Y por eso Viaje al centro de la Tierra es la inmortal aventura que, generación tras generación, nos ha fascinado a miles, a millones de lectores (con la ayuda, también, del mundo del cine).

Estamos en la Koningstrasse, donde el profesor de mineralogía Otto Lidenbrock acaba de llegar a casa con un libro antiquísimo escrito en runas, del que emerge un papelito que contiene un misterioso criptograma. Auxiliado por su sobrino Axel, no tardará en descubrir que se trata de las enigmáticas instrucciones que Arne Saknussemm, un alquimista del siglo XVI, ha consignado para que cualquier otro viajero pueda repetir la proeza geológica que él dice haber ejecutado: llegar hasta el centro de la Tierra. A partir de ahí, ya se pueden imaginar: preparativos, navegaciones complicadas y, por fin, llegados a Islandia, la contratación de Hans, un expedicionario silencioso que los llevará hasta la cima del Sneffels, donde la sombra del Scartaris indicará la abertura por la que deben introducirse para que dé comienzo la aventura. Y a pesar de que “las palabras de la lengua humana no pueden bastar al que penetra en los abismos del globo” (así se pregona en el capítulo XXX), lo cierto es que Verne, exhibiendo una documentación geológica y paleontológica absolutamente deslumbrante, nos invita a que nos sumemos al viaje, en el que nos asfixiará el calor, nos agobiará la angostura de algunos pasajes, nos fascinará la presencia de un inesperado mar (“más acreedor que todos los otros al nombre de Mediterráneo”), nos aturdirán la oscuridad y los golpes, nos sorprenderán los restos óseos que encuentran y, en fin, nos obligará a soñar, a fantasear, a ser niños.

Me cautivó en mi adolescencia y ha vuelto a cautivarme en mi madurez. Quizá no sería mala idea retornar a otras novelas de este admirable novelista francés.

jueves, 3 de abril de 2025

Ángel de tierra

 


El padre. La figura del padre. Está ahí desde la infancia, protector como un árbol, invisible a veces, en la segunda fila de un palpitar que suele poner a la madre en primer término, al menos durante los primeros años. Y de pronto, sin que quizá reparemos en ese paso adelante, su figura se llena de luz; y entendemos su papel, su importancia, su impronta. Antonio Marín Albalate se concentra en esa mirada del hijo hacia el padre (mirada admirativa, extasiada, agradecida) en su poemario Ángel de tierra, en el cual el sustantivo “padre” aparece en todos los poemas, absolutamente en todos. Sesenta veces.

Nos dibuja en sus versos la imagen de un hombre que ya “peina sus cuatro pelos azules”, que representa “la ternura triste de un invierno muy delicado”, que se mantiene en ocasiones “autista en su galaxia de silencio”, que aún despliega ante el hijo “su honda paciencia de pan”, que tiene “un par de palmeras en sus ojos”, que “teme la industria del frío” y que, por desgracia, “es ya casi un ocaso”. Desde la fascinación y desde el amor más hondo, el poeta convirtió durante los años 1997 y 1998 esa figura languideciente en versos, que luego publicó en 2001, unos meses después del fallecimiento de su progenitor.

Un texto sin duda emotivo, donde infancia, madurez y senectud unen sus dedos para entregarnos unas páginas poéticas magníficas.

martes, 1 de abril de 2025

Muro de escribir cosas que me dicen que existo

 


Un terremoto. Eso supone para mí la lectura de cualquier libro de Miguel Sánchez Robles, al que conocí hace veinticinco años (o por ahí) y al que re-conozco con infinito asombro y admiración año tras año, página tras página, poema tras poema. No he conocido otra voz como la suya, capaz de inquietarme, de removerme, de descolocarme, de hacerme pensar y sentir. Cada título suyo es un cáliz de belleza y dolor, que cojo y me quema los dedos, que bebo y me abrasa la garganta, que rumio y me desconfigura el cerebro. Perdonadme que resulte tan confuso a la hora de “reseñar” sus obras (líbreme Dios de intentar tal desatino), pero es que Miguel se ha quedado con todas las palabras, con todas las emociones, con toda la luz; y a los demás solamente nos queda leer en silencio sus líneas, y sentir que eso que ha escrito lo hemos pensado nosotros sin palabras, en esa especie de nebulosa a la que llamamos melancolía, o tristeza, o desamparo. Pero, claro, él lo dice siempre mejor: usa barro, lágrimas, sueños, rompimientos de gloria, escaparates, pantallas de televisión, cielos nubosos, trigo que nace, brújulas… El resultado es estremecedor.

“No sé cómo empezar”, nos dice desde el primer verso, porque entiende que “casi todo es naufragio”. Más tarde, deja la mirada perdida y nos aclara: “No vivo de verdad. / Huyo del tiempo. / Arrastro la nostalgia / de lo que no pasó”. Luego murmura: “Me dan miedo los ojos de los galgos / y pensar muy despacio / que la luz de las estrellas ya ha ocurrido”. Y luego nos estremece con fórmulas tan contundentes como reveladoras: “Me da miedo vivir embalsamado”. Y llegas a las páginas 65-67 y las lees dos, tres, cuatro veces. En bucle. Y descubres que este autor es mágico, y lúcido, y especial. Para mí, al menos.

A este poeta no se lo puede explicar, ni resumir, ni convertir en etiquetas: hay que leerlo. Es único. Es imprescindible. Es un puto genio.