Entre
las tentaciones que susurran como sirenas al oído de los creadores se encuentra
la de proponerles como reto una nueva pingaleta que aún no hayan practicado y
que, quizá, les sirva como estímulo o como descubrimiento: ¿por qué no probar
con una novela negra? ¿por qué no un poemario? ¿por qué no un libro de
aforismos? La decisión de aceptar ese desafío no pertenece tanto, me parece, al
ámbito de la vanidad como al espíritu curioso del auténtico creador, que
intenta comprobar hasta qué punto puede adentrarse por nuevos senderos con
resultados loables. Emilia Pardo Bazán, en La gota de sangre, juega con
una propuesta de rango detectivesco en la cual todo gira alrededor de un
diminuto rastro de sangre que salpica la camisa de Andrés Ariza y que es
observado por el narrador de la historia, apellidado Selva. Dejemos anotado el
punto de arranque: Selva acaba de salir del médico, para que intente encontrar
una solución a su decaimiento, a su tedio, a su neurastenia; y este le
recomienda que, simplemente, busque distracciones que llenen de luz y novedades
su existir. Cuando acude de noche al teatro y Ariza lo acusa de haberlo molestado
al pasar, su estupor es grande: no juzga que una molestia tan diminuta
justifique la agresividad de su reacción. Atrae su mirada, eso sí, la
salpicadura roja que presenta el energúmeno en su camisa, que pronto volverá a su
memoria cuando la policía lo interrogue a causa del cadáver que aparece cerca
de su casa. Selva intuye que la sangre de la víctima debe ser la misma que
descubrió en la pechera de Ariza y solicita a los agentes que le permitan
exonerarse de la culpa investigando y descubriendo al auténtico asesino.
La obra, breve y ágil, tiene mucho de juego, de aventura narrativa; y también no poco de forzada, desde el punto de vista argumental (policías que se ponen sin más al servicio del sospechoso, deducciones arriesgadas, confesiones abruptas), pero la prosa de Pardo Bazán actúa como eficaz envoltorio y el resultado no puede ser tildado de malo. Distraída.
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