He
tardado tres años en abordar mi novena lectura de Ignacio Martínez de Pisón, un
autor que se encuentra sin discusión en la primera línea de mis admiraciones;
pero no transcurrirán otros tres hasta la siguiente. Es una de esas voces
narrativas ante las que, cuando termino un libro, me pregunto de inmediato por
qué no me sumerjo en todos los suyos, por orden y sin detenerme ni siquiera
para respirar. Me pasa con Antonio Muñoz Molina, me pasa con Francisco Umbral,
me pasa con William Shakespeare, me pasa con Miguel Delibes, me pasa con Andrés
Trapiello. Supongo que lo hago porque la prudencia es mi mejor y más sincero
argumento: quiero dosificarme sus páginas para que me duren más (leo a más
velocidad de la que ellos escriben). Pero esta semana no he podido aguantar más
y he dejado que mis ojos recorran las líneas espléndidas de El fin de los
buenos tiempos, un tomo en el que se reúnen tres narraciones: “Siempre hay
un perro al acecho” (donde se nos obliga a implicarnos en una historia de dolor
familiar, con unos padres que asisten impotentes a la consunción de su hija),
“El fin de los buenos tiempos” (de temática aparentemente futbolística, pero
que explora pasillos más bien oscuros del alma humana, sus traiciones, sus
mezquindades y sus venganzas diferidas) y “La ley de la gravedad” (en la cual
un profesor de latín tiene que enfrentarse, sin desearlo, a una prueba
durísima: reflexionar sobre las relaciones con su padre, ahora que la
enfermedad lo está conduciendo inexorable y rápida a la muerte).
No voy a realizar (perdónenme, se lo ruego) ningún tipo de análisis filológico, no voy a extenderme en desgranar detalles sobre la brillantez narrativa del autor zaragozano, no voy a enumerar sus premios. Los laberintos de Internet les brindarán información más detallada de la que yo pueda suministrarles. Lo que quiero es algo mucho más simple, pero creo que quizá más hondo y más auténtico: les voy a sugerir que lo lean. Sin más: que acudan a una biblioteca o librería y cojan en las manos un libro suyo. Y si ya lo han hecho, repitan con otro título. Si les ocurre como me ocurre a mí (que sus historias los atrapan desde el primer párrafo) dispondrán de una maravillosa fuente de agua fresca en la que beber. ¿Y no es eso, en el fondo, lo que andamos buscando (o lo que deberíamos buscar) cuando abrimos cualquier libro?
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