jueves, 12 de junio de 2025

La flecha invertida

 


John Rambo se ha ocultado en una vieja mina abandonada, intentando que lo dejen en paz; pero los lugareños, que han acudido hasta el monte con armas de todo tipo, han logrado acorralarlo. Su respiración es afanosa, y mucho más lo será cuando uno de esos imbéciles provoque el derrumbamiento de la mina. A Rambo no le queda más solución que adentrarse en la oscuridad, descender por galerías tenebrosas, fabricarse una antorcha rudimentaria, avanzar con agua hasta las rodillas, sentir el ataque de las ratas y soportar con entereza la sofocación de la claustrofobia. Después de mucho tiempo, cuando la esperanza se está diluyendo en su corazón, vislumbra una luz y sabe que podrá salir de nuevo al aire libre.

No estoy contando todo esto porque me haya vuelto loco, sino porque acabo de terminar la novela La flecha invertida, de Castro Lago, y las imágenes de esa película de Ted Kotcheff me venían constantemente a la memoria mientras iba avanzando por sus páginas. En ellas, la atribulada Johanne, una mujer que ronda el medio siglo, que sufrió un terrible episodio de abuso sexual en su familia (a su padre lo llama desde entonces El Lobo) y que después vivió una experiencia de pareja realmente desastrosa (“Había huido de un agresor para marcharme con un maltratador”, p.32), ha decidido avanzar por las tinieblas de su mina interior y vaciarse contando su atroz experiencia; y para ello recurre al más íntimo de los desahogos: las cartas. Así, se dirige por escrito a su primer gran amigo, Alain; a su hermano Didier, que la acogió cuando ella necesitó su apoyo; a sus hermanas Claudine y Sophie, a las cuales necesita sentir cerca en estos instantes de confesión y catarsis (“Me parece tan injusto hablarlo con una psicóloga y no ser capaz de hablarlo con mis hermanas”, p.47); a su sobrino Louis (que se suicidó a los veintisiete años y por quien sintió un amor casi maternal); a su madre, a quien señala como cómplice silenciosa del marido, en aquellos años tristísimos; a sus padres (al Lobo y al que luego descubrió que era su auténtico progenitor); y, finalmente, al autor de estas páginas, a quien le encomienda la misión de convertir su angustia, su zozobra, su desgarro, en un libro.

El resultado es un documento espléndido y sobrecogedor sobre el alma, un devastador análisis de las miserias y de las grandezas del ser humano, que se lee con el estómago encogido y con los ojos húmedos.

Otro gran acierto editorial del sello Talentura, que les recomiendo de corazón.

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