Me
atrapa la novela El sendero, de Naguib Mahfuz, que leo en la traducción
de María Luisa Prieto. Y cuando utilizo el verbo “atrapar” me refiero a que el
autor, perversamente, nos coloca a los lectores en una posición de incómodo
privilegio: la de “comprender” lo que el protagonista se niega a advertir, en
una ceguera que lo lleva a la perdición. Resumamos un poco los hechos narrados,
para que pueda comprenderse.
Sabir
es un joven que, tras morir su madre (antigua reina de la prostitución en
Alejandría, que ha pasado sus últimos tiempos en la cárcel), descubre que su
padre no está en realidad muerto, sino que vive. Se llama Sayid Sayid Al Rahimi
y es un hombre poderoso y adinerado, al cual Sabir tiene que localizar.
Huérfano sin recursos, la protección de ese hombre garantizará su porvenir.
Pero como la búsqueda en Alejandría no surte efecto, Sabir se desplaza a El
Cairo. Y justo en esa ciudad conocerá a las dos mujeres que escindirán su
corazón: de un lado está Ilham, que trabaja en un periódico; del otro, Karima,
esposa del dueño del hotel donde se ha instalado Sabir. La primera es dulce,
cariñosa, envolvente, abnegada; la segunda, sensual, maquiavélica y
manipuladora. Para perfeccionar el drama, el corazón de Sabir se inclina por
Ilham, pero el resto de su cuerpo, encendido de pasión erótica, se abandona en
las manos de Karima. O, dicho con las palabras exactas del premio Nobel
egipcio, “Ilham era un cielo puro sobre una tierra de serenidad y Karima un
cielo cargado de nubes amenazadoras de truenos, relámpagos y lluvia” (p.115).
Cuando la segunda le plantee matar al marido para quedarse con el hotel y
comenzar una vida juntos, Sabir asentirá.
Astuto hasta la perversidad, Naguib Mahfuz nos convertirá en espectadores de una deriva que no seremos capaces de detener, y eso acelerará nuestro pulso: nos decepcionará el modo en que Sabir se mantiene impermeable ante la ternura liberadora de Ilham; nos enojará la manera en que el protagonista deja que sus genitales piensen por él, llevándolo por el sendero del crimen. Y, sobre todo, nos asombrará la manera laxa en que abandona todas las soluciones de su futuro en manos de su hipotético padre, como si él no tuviera que hacer nada por sí mismo, ni siquiera trabajar. El resultado es una novela irritante y de difícil olvido, en cuyas últimas páginas descubriremos si el protagonista ha aprendido algo (o no) durante su experiencia cairota.
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