miércoles, 13 de noviembre de 2024

Las luces de septiembre

 


Mentiría si dijera que la novela juvenil Las luces de septiembre, de Carlos Ruiz Zafón, me ha desagradado. Pero mentiría también si dijese que me ha gustado. Lo más exacto sería declarar, honestamente, que he experimentado con ella unas sensaciones ambiguas. La prosa, desde luego, es bastante atractiva, sobre todo si se toma en consideración que está dirigida a un público adolescente; y también es atractiva la manera en que construye el relato, con un impoluto ensamblaje de escenas que se van alternando en espacios y tiempos distintos. En esos aspectos, chapeau. No es que me gusten mucho las historias tan fantásticas como esta, con sus sombras diabólicas, sus inquietantes presencias nocturnas o sus robots poseídos por fuerzas maléficas, pero tampoco las rechazo de plano.

El problema, en mi opinión, es que al novelista se le ve sudar en este libro. Es decir, se advierte el esfuerzo (el esfuerzo a veces estruendoso) que hace en cada página por impresionar a los lectores, sobrecargando de adjetivos y sustantivos infatuados cada párrafo y estirando las escenas más inquietantes o aterradoras (estirándolas demasiado, como si fueran un chicle negro). Y la conjunción de esos esfuerzos asemeja algunos segmentos de la novela al rostro de ese culturista que, obligado a sonreír ante las cámaras de los fotógrafos, está rojo y parece a punto de explotar. No sé en qué medida resulta inteligible para un quinceañero leer, por citar un ejemplo, que “la linterna, una suerte de émbolo que coronaba la cúspide de la cúpula, desprendía un hipnótico halo de reflejos caleidoscópicos” (p.294). Y el ejemplo está escogido entre muchos similares.

Obviamente, no juzgo a Carlos Ruiz Zafón un mal autor juvenil, ni mucho menos. No se me pasa por la cabeza incurrir en ese dislate, aunque sí que lo considero, después de leer esta obra, inferior a José María Latorre o César Fernández; y, por supuesto, muy por debajo de la reina del género juvenil (Care Santos) y del rey del mismo género (César Mallorquí).

¿Repetiré con él? No les quepa duda. Aunque, probablemente, me decida por el abordaje de alguna de sus novelas dirigidas al público adulto, a ver qué tal.

Si ustedes son tan amables de esperarme, ya les contaré.

lunes, 11 de noviembre de 2024

Escenas de cine mudo

 


“Desde cada fotografía, nos miran siempre los ojos de un fantasma”, escribe con languidez Julio Llamazares en el capítulo 2 del libro Escenas de cine mudo. Da igual que la imagen reproduzca a nuestros abuelos, a nuestros padres, a nuestros amigos ya fallecidos, a nosotros mismos o incluso a nuestros hijos o nietos. Nada importa. El formol de la imagen ha cuajado un instante que ya no existe, porque los segunderos del reloj avanzan siempre inexorables y nuestras células apenas saben nada de poesía ni de eternidad. Caminamos en el tiempo; y, caminando, nos vamos desgastando, erosionando, yendo. Consciente de esa evidencia, el gran escritor leonés recupera (o inventa, qué más da: queden las precisiones de ese rango para otros) su infancia en un pueblecito minero, su amor por las carteleras del cine, sus primeros cigarrillos, sus amigos iniciales, la escuela (donde su padre impartía clase), la blancura de la nieve, el frío, el motorista que se mató ante sus ojos, los músicos que acudían a tocar pobremente en las fiestas. Él era entonces “un niño rubio vestido con pantalones largos y un jersey de lana gorda verde y blanco” (cap.1), con un hermano mayor que se había ido a estudiar fuera y que terminaría convenciéndolo para que emprendiese idéntico camino. Ahora, bastantes años después, el narrador ha podido revisitar las fotos que su madre “guardó y conservó hasta su muerte” y ha añadido melancólicos “pies de fotos personales para este álbum perdido” (cap.4). El resultado es una obra lánguida, reflexiva, honda y magnífica, donde se medita sobre uno de los grandes temas: el paso del tiempo. Lo impresionante es que el escritor no recurre a efectos burdos o lacrimógenos (que tan habituales resultan en otros libros de este tipo), sino que se limita a contarnos lo que nosotros ya sentíamos desde siempre, pero habíamos sido incapaces de convertir en las palabras adecuadas. Por eso Llamazares, no lo duden, es un grande.

sábado, 9 de noviembre de 2024

La suma y la resta

 


Podría utilizar solamente una palabra para definir este libro y sería “Mujeres”. Pero, como todas las definiciones, su brevedad conceptista puede llevar a equívocos. Es evidente que este libro se centra en las mujeres (todos los relatos están titulados con el nombre de una, para empezar), pero ese detalle no debe conducirnos a la aplicación de una etiqueta limitante o reivindicativa. En absoluto. Irene Jiménez se propone en estas páginas trazarnos un retrato mucho más ambicioso, porque abarca la realidad (es decir, el entorno en que vivimos) y la humanidad (es decir, quienes en él vivimos).

Seguro que todos hemos escuchado alguna vez a alguien que nos ha subrayado con énfasis que su vida es una novela, y que si supiera escribir la plasmaría en un libro impresionante. Es rigurosamente falso. Todas las vidas, hasta la más gris o la más anodina (pensemos en Fernando Pessoa o en los personajes de Miguel Delibes o Juan Rulfo) son susceptibles de ser miradas de una determinada forma y ser convertidas en palabras con habilidad y destreza. Ahí reside la literatura, y no en las peripecias, los violines de fondo o los zambombazos del azar. Por eso, el despliegue que lleva a cabo Irene Jiménez en las páginas de este libro conmueve e impresiona tanto. Quedándose en silencio, mirando a sus personajes con mucha concentración y escogiendo luego los vocablos para convertir sus días en texto, el resultado es una literatura excelente, en la que todos los relatos se unen con hilos tenues, que aproximan el conjunto al espíritu de una novela (Tana está a punto de llegar a mayoría de edad en el primer cuento; Manuel decide alquilar una vivienda en el segundo; Hortensia es la dueña de esa vivienda y aparece en el tercero; Tana es una niña de cuatro años en el último; etc). De esa manera, la escritora construye una tela de araña de brillante perfección, en la que se aprecia una impoluta geometría. O, mejor, un mosaico de teselas impecables, en el que los colores muestran un delicado equilibrio. O, mejor, la vida, sin más.

Porque de eso se trata en el fondo: de explicarnos un espacio y un tiempo llenos de cigarrillos, música, conversaciones, anocheceres, tristezas, juegos infantiles, duchas, joyas, parterres, proyectos frustrados, viajes, balcones y cafés. Y en esa zona amplia y poliédrica (fría a veces, tibia a veces, cálida a veces) sitúa a sus personajes y los observa maniobrar, apuntando sus emociones y sus giros.

Acudamos a la página 80 del volumen y escuchemos lo que piensa Gloria: “Una de sus teorías, por ejemplo, era la de la suma y la resta. A decir de Gloria, mucha gente entendía la vida como una resta, la de todo aquello que nunca iba a poder hacer. Pero la vida había que entenderla como la suma de lo que se había hecho, porque así el resultado no era equivalente, sino siempre superior”. Mediten sobre ese fragmento y luego acudan al libro. Ya verán.

jueves, 7 de noviembre de 2024

Los reyes

 


Conocemos la historia, porque numerosas páginas nos la han contado, con gran acopio de detalles: el rey Minos, después de ver cómo su esposa Pasifae da a luz al hijo que ha tenido tras una aventura fogosa con un gran toro rojo, ordena a Dédalo que construya un laberinto en Creta. Tiene que ser un laberinto cuyas dimensiones y complejidad aturdan a la estirpe de los hombres. Y una vez que se encuentra edificado, colocará dentro a su odiado bastardo, el Minotauro, mitad hombre mitad toro. La leyenda continúa contándonos que, cada año, el engendro exige la entrega de siete muchachas vírgenes y siete muchachos hermosos, todos ellos atenienses, a los que devora con saña. Un día, llega hasta Creta el impetuoso héroe Teseo, que anhela adentrarse en el laberinto y matar el monstruo; y podrá hacerlo porque Ariana, hija también de Minos, le entregará un ovillo para que lo vaya desenrollando conforme avance por las siniestras galerías y, ultimada su proeza, pueda salir desandando el camino.

Pero de pronto llega Julio Cortázar y comprende que la historia puede ser leída de otro modo, menos convencional, más lírico. El Minotauro no cobija realmente ninguna maldad: de hecho, quienes entraron a su reino no sufrieron mal alguno, sino que ahora cantan y bailan a su alrededor. Pero el héroe, que siempre está adornado por la brutalidad y atiborrado de testosterona, necesita matarlo, para que los conceptos del Bien y el Mal queden rigurosamente establecidos y no se tambaleen los cimientos de la sociedad. ¿El hilo de Ariana? Oh, muy sencillo de explicar: la chica quiere que su hermano derrote al soberbio espadachín y que pueda encontrar la salida del laberinto. Por desgracia, él lo entiende de otro modo: cree que ella desea la victoria de Teseo y, decepcionado y triste, le ofrece de forma laxa su sumisión, para que lo mate.

Un librito lleno de frases hermosas y de conceptos nuevos, que representa otra faceta de aquel hermoso diamante narrativo que se llamó Julio Cortázar, a quien adoro.

martes, 5 de noviembre de 2024

La cruz de El Dorado

 


Supongo que todos ustedes recuerdan con nitidez (yo sí, desde luego) la emoción pura, fervorosa, galvánica, que se experimenta en el cine con las películas de Indiana Jones, siempre pobladas de selvas frondosas, terribles secretos, tesoros ocultos, objetos de valor incalculable, enemigos que parecen estar siempre al acecho y continuos giros de guion, que te impiden apartar las pupilas de la pantalla. Esa endiablada habilidad narrativa la despliega también, y de qué manera, el escritor César Mallorquí en libros como La cruz de El Dorado, con el que obtuvo el premio Edebé de novela juvenil en 1999. Como llevo muchos años leyendo sus libros (y haciendo que los lean mis alumnos del instituto), podría decir que no me pilla de sorpresa que el corazón se acelere al pasear por sus páginas; pero, por increíble que pueda resultar, declararé con sorpresa y con aplauso admirativo que el barcelonés me sigue embriagando como el primer día.

En este caso, la aventura transcurre en el continente americano, al que se desplazan el niño arancetano Jaime Mercader y su padre, un tahúr que tiene que poner pies en polvorosa a causa de sus actividades delictivas. Durante la larga y penosa travesía conocerán a Alí Akbar, un sirio de mirada glacial que tal vez pertenezca a la secta de los hashishian y que pronto se convertirá en la sombra de Jaime. Juntos se verán envueltos en la búsqueda de un objeto que se perdió en la época de los conquistadores españoles: una enorme cruz de oro envuelta en piedras preciosas, que quizá esté aún escondida en algún lugar de la selva o de las montañas. Como es lógico (hacen ustedes bien en suponerlo), hay una chica muy hermosa, y hay un antagonista cruel y sanguinario, y hay un personaje tuerto que persigue y acecha (sin que durante muchas páginas sepamos por qué) a Jaime, y hay un personaje que se ahorca, y una extraña pintura, y unas enormes cabezas de piedra en el interior de la selva, y tortuosos caminos de montaña, y mosquitos a miles, y una Biblia que esconde un mensaje oculto, y…

De acuerdo, de acuerdo, me callaré. Pasen ustedes mismos y sumérjanse en la historia. Me van a agradecer el consejo.

lunes, 4 de noviembre de 2024

El vecino de abajo


Decir que la novela El vecino de abajo, de Mercedes Abad, me ha parecido buena o mala resultaría, bien lo sé, una simplificación, porque contiene elementos que decantan la balanza de uno y de otro lado, pendularmente. ¿Elementos positivos? La claridad de la prosa, el buen ritmo narrativo, la conclusión inteligente de la pieza. ¿Elementos negativos? Su creciente inverosimilitud, su trama en ocasiones forzada. Me atrevería a definirla como una aceptable novela de humor, aunque ignoro si entre las pretensiones de la autora se encontraba formular un relato de ese tipo. Resumamos (y pido disculpas por el esquematismo) el argumento de la obra. Una traductora, que está vertiendo del alemán al español cierta novela de Agni Rinecke, se encuentra de pronto con la sorpresa de que a este autor le acaban de conceder el premio Nobel de Literatura. Como es lógico, la editora comienza a presionarla para que culmine su traducción con la mayor celeridad posible… pero ninguna de las dos cuenta con el capricho snob de Miquel Aubet, el vecino de abajo, que ha decidido meter en su casa una legión de albañiles para que, con sus martillos, sus mazos, sus radiales y demás utensilios diabólicos, se encarguen de renovar de arriba abajo la vivienda. Ese ruido infernal se prolonga durante días, y luego durante semanas, hasta destrozar el sistema nervioso de la traductora, quien va encadenando desgracias (sus flores se mustian, su portátil se rompe, tiene que cambiar de residencia, pasa un par de semanas en prisión por agredir a un agente de la ley) hasta que, desbordada y neurótica, decide emprender una campaña feroz vengativa contra el maldito Aubet. Hasta aquí, genial: un buen planteamiento para entretener a los lectores.

El problema comienza cuando los sucesivos pasos de la venganza se van tiñendo de inverosimilitud, y entran en juego una vecina secretamente millonaria, unos extranjeros que deciden apoyar a la protagonista a cambio de que todo se grabe en vídeo (para su disfrute), una editora que le ofrece un dineral por su primera (y aún no comenzada) novela… Quien lee la historia va, poco a poco, frunciendo el ceño a medida que los azares (cogidos con alfileres y siempre al límite de la credibilidad) se amontonan. De hecho, en ocasiones se plantea uno abandonar un relato que se antoja, en mi opinión, excesivamente esperpéntico. A ver, que sí que es ameno. Cómo negarlo. Mercedes Abad muestra un evidente dominio de la técnica narrativa, y eso siempre se agradece, pero este manejo del humor me gusta más cuando lo emplea Eduardo Mendoza.

Vuelvo a decir lo mismo que ya apunté cuando realicé mi comentario de Ligeros libertinajes sabáticos (https://rubencastillo.blogspot.com/2022/01/ligeros-libertinajes-sabaticos.html), que leí en 2022: que quizá haga otro intento con esta autora. Ahora lo veo un poco menos probable.


sábado, 2 de noviembre de 2024

La trama de los días

 


Siempre que termino un buen libro de poemas (y acabo de terminar La trama de los días, con el que Ramón Bascuñana obtuvo el premio Juana Castro, que sin duda lo es) me encuentro con la misma inquietante pregunta: ¿y ahora qué digo? ¿Cómo puedo explicar a los lectores que estas páginas son excelentes, y que el poeta alicantino (al que no veo en persona desde hace mil años) es un magnífico autor? Porque con las novelas y con los relatos, ciertamente, lo tengo muchísimo más fácil, porque siempre puedo referirme a las historias del volumen, a la solidez de los argumentos, incluso a la construcción de los personajes; pero con un libro de versos todo es tan difícil de definir como la música. ¿Cómo se le explica a una persona que cierto réquiem o cierto cuarteto o cierta cantata la va a conmover? Confieso mi impotencia para resolver ese enigma.

Pero el caso es que he leído los versos de Ramón Bascuñana y he sentido cómo la música de sus endecasílabos y de sus encabalgamientos me iba convenciendo; he sentido cómo sus referencias culturales (muchas de ellas compartidas: Machado, Zenobia Camprubí, Cioran, Borges) provocaban mi aplauso; y he sentido también cómo sus ciudades, sus viajes, sus reflexiones sobre los puentes de la vida o sobre las carreteras secundarias me dejaban en ese silencio final que todo gran poema consigue crear en el corazón y en la mente de quienes lo leen en voz alta (yo he leído este poemario en voz alta, caminando por el pasillo de mi casa). Por eso sé que he tenido el privilegio de leer una obra magnífica, llena de una serenidad lánguida y de una melancólica lucidez; y me desazona no atinar con un modo contundente de decirlo. Tal vez serviría decirles que abran el volumen por la página 14 y lean “Retrato apenas esbozado de Zenobia en Puerto Rico hacia 1955”; o que paseen hasta la página 45 y se adentren en “El puente”. Pero creo que el mejor consejo es que se acerquen hasta el poemario, lo abran y dejen que sus palabras se les vayan colando por los ojos.

Afirma el autor en la página 24 que “la infelicidad / es el estado poético por excelencia”, pero confío en que esa oración no muestre tintes autobiográficos, porque entonces seríamos los lectores quienes nos sentiríamos infelices ante un poemario tan, tan, tan hermoso como este.

viernes, 1 de noviembre de 2024

Las confesiones de un pequeño filósofo


 

No necesito muchas palabras para definir lo que los lectores encontrarán, como he encontrado yo, en el interior de este libro. De hecho, precisaré solamente una: Azorín. Quienes hayan recorrido alguna de sus obras, me entenderán de forma clara. Quienes se apresten a su primera aproximación al prosista alicantino, que lo recuerden para futuros abordajes. Porque Azorín es siempre Azorín. Si no fuera porque podría ser juzgado como broma, usaría para etiquetar a Azorín la fórmula con la que definen al entrenador José Mourinho: Special One. Es exactamente eso. “Dudo ante las cuartillas [nos dice] de si un pobre hombre como yo, es decir, de si un pequeño filósofo, que vive en un grano de arena perdido en lo infinito, debe estampar en el papel los minúsculos acontecimientos de su vida prosaica” (p.46). Por fortuna, esta vacilación se queda en un simple recurso retórico, pues de inmediato el escritor de Monóvar comienza a explicarnos cómo fue su infancia, con sus maestros ásperos, que le provocaban “una angustia indecible” y que convertían el colegio en “una caverna lóbrega” (p.57), donde se veía obligado a incorporarse a unos ritmos estúpidos, de los que se liberaba mirando por las ventanas (temprana fascinación por el paisaje) y escuchando el tañido de las campanas (las eternas campanas de sus páginas mejores). A la vez, nos va dando noticia, en pequeñas viñetas deliciosas, sobre algunos de sus familiares, sobre las profesiones pequeñitas, que siempre lo han impresionado (las tenerías, los percoceros, los regatones) y, continuamente, sobre la localidad de Yecla, que nos retrata con tintes más bien oscuros, derivados quizá de su tristeza infantil: “un pueblo terrible” (p.70), “una ciudad soberbia y extraña” (p.73), “un poblachón sombrío” (p.112), etc.

Pero decía al principio que este volumen es puro Azorín; y eso significa que, si no disfrutas con el ritmo lento y melancólico de su mirar y de su prosa desde las primeras páginas, déjalo. No insistas. Es su forma de mirar y de contar. No hay en ella evoluciones ni cambios. O la tomas o la dejas. Yo, desde luego, la tomo. Es uno de mis clásicos.