Todo
parece muy claro cuando se inicia la novela La investigación, de
Philippe Claudel (que leo en la traducción de José Antonio Soriano para el
sello barcelonés Salamandra): un personaje llega hasta una lejana localidad con
la delicada misión administrativa de averiguar qué está pasando en la Empresa,
donde una veintena de trabajadores han optado por el suicidio. Ese arranque parece
situarnos ante un planteamiento policial, pero pronto el relato se va
oscureciendo, porque el Investigador comienza a verse sometido a todo tipo de
situaciones extrañas: el guardia de vigilancia no le deja pasar, porque carece
de una “Autorización Excepcional”; en el hotel donde se hospeda le requisan sus
documentos y lo instalan en un cuarto lamentable (es diminuto, no funcionan los
grifos, carece de suministro eléctrico); lo importunan con llamadas telefónicas
angustiosas… Aturdido con estas trabas, pronto lo estará mucho más, cuando
todos los tipos con los que se cruza (un Policía, un Responsable de la Empresa,
un Guía) parezcan tener una única misión en la vida: someterlo a
interrogatorios absurdos, amedrentarlo, provocarle todo tipo de
desorientaciones. En suma, impedirle que cumpla con su misión. En un crescendo
delirante (que no detallaré, para que cada lector pueda disfrutar y sufrir
personalmente con el trayecto de la novela), el Investigador terminará por
dudar de todo y de todos; incluso de sí mismo.
Estas
atmósferas de pesadilla, que adquieren ropajes y formulaciones variadas a lo
largo de la obra, se van sucediendo con implacable sofoco y se desarrollan de
noche o a la luz del día, en el cuarto del hotel o en la oficina donde lo han
dejado solo, ante la garita del guardia bajo la lluvia o rodeado por un
desierto asfixiante al final, en el comedor o en un cuarto de baño tan fastuoso
como demencial. El Investigador es sometido, de forma continua, a una auténtica
tortura medieval, que va cambiando de modos y de estrategias. Ahora bien, ¿por
qué? ¿Quién o qué está empeñándose en perturbarlo y amargarle la vida? ¿Se
trata de una vigilancia consciente o responde a supuestos más delirantes y
surrealistas? “Todo lo que le estaba pasando desde que había llegado a aquella
ciudad era una absoluta pesadilla. Sólo podía ser eso. ¿Qué si no? Nada. Una
pesadilla. Una pesadilla que parecía no terminar y de un realismo
diabólicamente refinado, complejo y retorcido”, se lee en el capítulo 24. Quizá
por eso los comentaristas que se han ocupado de esta obra han hablado
insistentemente de Kafka, de Alfred Jarry o de Jean-Paul Sartre. Son
referencias bien fundadas. Pero igualmente podríamos recordar las geometrías
desoladas de Giorgio de Chirico o ciertas narraciones claustrofóbicas de Javier
Tomeo.
Me convence mi segunda aproximación a Philippe Claudel. Volveré.
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