viernes, 5 de septiembre de 2025

La investigación

 


Todo parece muy claro cuando se inicia la novela La investigación, de Philippe Claudel (que leo en la traducción de José Antonio Soriano para el sello barcelonés Salamandra): un personaje llega hasta una lejana localidad con la delicada misión administrativa de averiguar qué está pasando en la Empresa, donde una veintena de trabajadores han optado por el suicidio. Ese arranque parece situarnos ante un planteamiento policial, pero pronto el relato se va oscureciendo, porque el Investigador comienza a verse sometido a todo tipo de situaciones extrañas: el guardia de vigilancia no le deja pasar, porque carece de una “Autorización Excepcional”; en el hotel donde se hospeda le requisan sus documentos y lo instalan en un cuarto lamentable (es diminuto, no funcionan los grifos, carece de suministro eléctrico); lo importunan con llamadas telefónicas angustiosas… Aturdido con estas trabas, pronto lo estará mucho más, cuando todos los tipos con los que se cruza (un Policía, un Responsable de la Empresa, un Guía) parezcan tener una única misión en la vida: someterlo a interrogatorios absurdos, amedrentarlo, provocarle todo tipo de desorientaciones. En suma, impedirle que cumpla con su misión. En un crescendo delirante (que no detallaré, para que cada lector pueda disfrutar y sufrir personalmente con el trayecto de la novela), el Investigador terminará por dudar de todo y de todos; incluso de sí mismo.

Estas atmósferas de pesadilla, que adquieren ropajes y formulaciones variadas a lo largo de la obra, se van sucediendo con implacable sofoco y se desarrollan de noche o a la luz del día, en el cuarto del hotel o en la oficina donde lo han dejado solo, ante la garita del guardia bajo la lluvia o rodeado por un desierto asfixiante al final, en el comedor o en un cuarto de baño tan fastuoso como demencial. El Investigador es sometido, de forma continua, a una auténtica tortura medieval, que va cambiando de modos y de estrategias. Ahora bien, ¿por qué? ¿Quién o qué está empeñándose en perturbarlo y amargarle la vida? ¿Se trata de una vigilancia consciente o responde a supuestos más delirantes y surrealistas? “Todo lo que le estaba pasando desde que había llegado a aquella ciudad era una absoluta pesadilla. Sólo podía ser eso. ¿Qué si no? Nada. Una pesadilla. Una pesadilla que parecía no terminar y de un realismo diabólicamente refinado, complejo y retorcido”, se lee en el capítulo 24. Quizá por eso los comentaristas que se han ocupado de esta obra han hablado insistentemente de Kafka, de Alfred Jarry o de Jean-Paul Sartre. Son referencias bien fundadas. Pero igualmente podríamos recordar las geometrías desoladas de Giorgio de Chirico o ciertas narraciones claustrofóbicas de Javier Tomeo.

Me convence mi segunda aproximación a Philippe Claudel. Volveré.

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