lunes, 4 de agosto de 2025

Señora de rojo sobre fondo gris

 


La muerte de la persona amada, de aquel ser con quien compartes tu vida. Es sin duda uno de los grandes traumas, uno de los grandes vértigos, una de las grandes angustias. ¿Quién no ha tenido pesadillas en las que se ha visto enfrentado con esa posibilidad? Miguel Delibes, el espléndido novelista vallisoletano, lo hace en Señora de rojo sobre fondo gris a través del exitoso pintor Nicolás, casado con Ana. Ella no solamente es la mujer con la que tiene hijos y nietos, sino también la persona que “con su sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir”: su musa, su sostén existencial, su contrapeso sonriente, su gran apoyo. Lo ha sido en su vida artística (encargándose de las exposiciones y de acompañarlo cuando ha impartido charlas en medio mundo), pero también en su vida doméstica (fue ella la que se encargó de telefonear y visitar a personas importantes cuando sus seres queridos fueron detenidos, en los meses finales del franquismo). Ana ha sido el vigor, la entereza, la columna que ha sostenido en pie todo su vivir.

Y, de pronto, irrumpieron los problemas que afectaban a su salud. Primero, ciertos signos de fatiga, que fueron diagnosticados de forma provisional como anemia ferropénica; después, otros más complicados, que afectaban al equilibrio, la audición, la expresión del rostro. Y entonces el dictamen de los médicos fue más riguroso: tenía un tumor craneal, que debía ser extirpado a toda costa.

¿Cómo se enfrenta Nicolás a ese desmoronamiento? ¿Cómo contempla los tintes más bien fúnebres que parecen abatirse sobre su vida? Con una prosa tan elegante como austera, Delibes nos sitúa ante los ojos un espejo terrible, porque nos plantea una reflexión que desazona, desde su misma entraña: ¿cómo actuaría yo si ese vendaval se abatiese sobre mí?

Novela tan dura como emotiva. Muy recomendable.

domingo, 3 de agosto de 2025

El castillo de Eppstein

 


Es muy fácil resumir lo que he sentido leyendo El castillo de Eppstein, de Alexandre Dumas: ha sido como permanecer en silencio, sentado en un sillón con una taza de café en la mano, mientras el conde Élim me contaba esta historia al amor de la lumbre. Así de sencillo, así de ancestral, así de hermoso. Gracias al encanto de su narrativa, el escritor francés logra que quien está leyendo se sienta integrado en el grupo de oyentes que escucha al conde mientras narra (primero) y lee (después) la historia del castillo a través de sus figuras más representativas.

Nos encontramos en la residencia de la princesa Galitzin, en Florencia, durante el invierno de 1841. Se han reunido allí una serie de personas ilustres, que discuten junto a la chimenea sobre la existencia de los fenómenos paranormales; y en el seno de ese diálogo emerge la figura del conde, quien manifiesta su firme creencia en la existencia de fantasmas, amparándose en una historia personal, que pasa a contarles. Esa semilla, tan cervantina, nos permite conocer al conde Everard de Eppstein, el último vástago de su estirpe, sujeto a la triste condición de hijo despreciado por su progenitor (Maximiliano) y protegido por el espíritu de su madre (Albina). Poco a poco, envueltos por la magia de Dumas (que te hechiza página a página con su forma de contar), asistiremos a venganzas terribles, insultos dominados por la injusticia, hijos que son desheredados, amores imposibles, anagnórisis palpitantes, pureza sometida a prueba, intrigas políticas y una buena porción de mezquindades, diseminadas por el texto para provocar el asombro y la ira de quien está leyendo.

Resulta inevitable subrayar que una de las partes más intensas de la historia tiene como protagonistas a Everard y Rosamunda, dos adolescentes de disímil posición social, pero en los cuales late el amor con un brillo tan conmovedor como virginal. Ella, educada en un convento, será la encargada de mostrar al joven Everard los refinamientos de la historia, de la música, del arte… y de los libros (“Hay libros que os harán gozar más que un hermoso atardecer de mayo, aunque hay épocas también en que os dejarán tan triste como una lluviosa tarde de diciembre”). La forma en que terminan sus amores no puede ser (ya lo verán) más desgarradora.

Otro apunte crucial: los hechos que se narran suceden en los primeros años del siglo XIX, pero Dumas prefiere eludir buena parte de la ambientación histórica para centrarse, astutamente, en su novela, y conseguir que la misma resulte más intensa y absorbente (“Entre 1803 y 1808, Napoleón ya había realizado la mitad de su peculiar Iliada. Pero el grandioso y terrible drama que se representó entre Francia y Europa nos viene grande. Nuestro interés consiste tan sólo en narrar la historia de un castillo y de una cabaña, situados entre Francfort y Maguncia”).

Doscientas páginas después, con la taza de café ya frío en mis manos, parpadeo y descubro que la magia de Dumas me ha mantenido absorto durante horas, hasta separarme de la realidad circundante.

Creo que debería leer más novelas de este autor.

viernes, 1 de agosto de 2025

La sucia piel del mundo


 

Fascinación. Embriaguez. Éxtasis. Son las tres palabras que me recorren el cerebro, el corazón y la garganta cuando leo (y lo leo y releo constantemente) a Miguel Sánchez Robles. No hay poeta que me remueva y golpee más que él. Lo he dicho muchas veces y no me canso de pregonarlo. Ahora lo hace con La sucia piel del mundo, obra con la que obtuvo el premio José Zorrilla y que publicó el sello Algaida. Y desde el primer verso (“La poesía es mi iglú de la vigilia”) comprendo que voy a asistir a otro espectáculo de lucidez, desgarramiento y belleza triste, como tantos me ha brindado el escritor de Caravaca de la Cruz. Así que cojo del cajón un lápiz rojo y afilo su punta, consciente de que teñiré de ese color muchas de las páginas, cautivado por las imágenes que Miguel llueve cada pocas líneas. Quizá Borges y Neruda sean (así se ha dicho) los adjetivadores más brillantes y sorprendentes de nuestro idioma; pero Sánchez Robles es el más egregio a la hora de crear imágenes: creativas, inesperadas, luminosas, únicas. Trallazos visuales y líricos que te hacen abrir los ojos y te dejan reflexionando, con sus gotas agrias, melancólicas. Pero que no se engañe quien lee, porque no estamos ante un poemario desgarrado o triste o abatido. Bueno, sí, lo estamos, pero no del todo: bajo el derrotismo aparente de lo negativo late en su lírica un arrebato de vida, de luz disfrutada, de amor sin límites que lo lleva a seguir escribiendo. La lucidez no conduce a la abstención o el abandono, sino a la embriaguez, a esa voluntad vitalista de buscar hacia la luz y hacia la vida otro milagro de la primavera. Fernando Pessoa anotaba en su majestuoso Libro del desasosiego que no conseguía reanudarse; Miguel sí que lo hace, erguido, viril y tenaz, ave Fénix del verso. “Cuanto más envejezco / más adoro la vida”, se lee en el poema Suero de la verdad. El desaliento y la esperanza, como no podían ser de otra forma, palpitan con idéntica fuerza, extremos del péndulo de vivir.

Dice el poeta: “Duele la luz / porque la vida suele secarte el corazón, / matar a tus amigos uno a uno”. Dice también el poeta: “Sedientos de otra cosa / los ciegos y los tristes / pedimos a la luz misericordia”. Dice de nuevo el poeta: “Porque a veces el mundo / es un animal triste / que no puedes mirar sin que te duela”. Así que, finalmente, no le queda sino dejarnos constancia de “Todos los desgarros / que me van necrosando despacio el corazón”.

En una sociedad estúpida y manipulada, en la que “la gente es feliz en los supermercados” y vive drogada por “la idea suicida / de que el único fin es divertirse”, el poeta se siente invadido por el desánimo y por la acrimonia (“Algunas veces siento / que el mundo es un avión no tripulado / repleto de pastillas / y pena anestesiada”). Pero eso no le impide entregarse con energía inexhausta a la firmeza de la escritura: “Escribo para ser. / Me desangro lo mismo. / Pero escribo porque aún creo / en la inmortalidad de las palabras escritas / y para soñar despierto / y porque adoro vivir más, / me gusta vivir más / y ordenar lo que ocurre mientras vivo”.

Dos detalles finales, si me permiten, antes de dejarles que busquen y lean este espléndido poemario. El primero, que detengan su mirada en esos versos que, idénticos, se repiten dos o tres veces seguidas. No constituyen ningún tipo de estribillo, como bien pronto descubrirán, sino la voz del poeta que, con la mirada perdida, repite con desfallecimiento una verdad terrible (realicen el experimento de leer cada verso en un tono de voz más bajo que el anterior y entenderán lo que digo). El segundo, que participen en un hermoso juego para iniciados: descubrir títulos de libros (o versos) de Miguel Sánchez Robles, engastados en los nuevos poemas. Puro gozo.

jueves, 31 de julio de 2025

Patio interior

 


En ocasiones, una rosa cubierta de rocío exhibe tanta belleza como el esplendor innumerable del rosal. Nuestros ojos pueden viajar por los pétalos de docenas de ellas, pero nuestro olfato y nuestros dedos quedan saciados con la fulguración que emana de la que tenemos frente a nosotros. En el poema “Entraña”, con el que se abre el libro Patio interior, de Rosa Campos, se nos dice que hay un “perfume de lo hondo” que desde “lo íntimo germina” y que después de irradiar “luz sin escasez” como “agua clara emerge”. He tomado cuatro breves sintagmas y los he unido (la autora sabrá disculparme mi labor cisoria) para que pueda valorarse de qué manera, en la página inicial del volumen, está la semilla de todo lo que palpita y esplende después. La poeta de Calasparra (aunque ahora radicada en Cieza) “anhela compartir” su visión del mundo y lo hace de la más noble y literaria de las formas: habitando poéticamente sobre la tierra. Dejando que sus pupilas y su sensibilidad se paseen por el entorno, por la circunstancia orteguiana, y convirtiendo en versos los estímulos que recibe.

A veces, la inspiración brotará de una reflexión serena y honda sobre el paso de las horas (Fugaz el tiempo); a veces, de paisajes tan aparentemente prosaicos como los cajeros de los bancos, que se erigen en metáfora del devenir absurdo de nuestra sociedad (Sin); a veces, de estaciones de trenes o de personas que luchan con tenacidad cívica para que las vías de esos trenes no corten en dos la ciudad (Portadores de luz). Rosa Campos actúa como un viejo pescador: deja que sus redes se deslicen con suavidad hasta el agua y luego, con paciencia ancestral, espera que el bullir de los peces le indique que es el momento de izarlas hasta la cubierta, con su cargamento de escamas plateadas.

En ese cargamento hay ríos de luz, amaneceres radiantes, salas oscuras, palabras que invaden el paladar, hojas que tiemblan, gorriones que cantan, el dios de Spinoza y deliciosas tardes de abril. Es decir, todo lo que podemos anhelar en un libro de versos que, enriquecido con las bellas imágenes de Mª Joaquina Sánchez Dato y el certero prólogo de Míriam Cano Motos, alcanza alturas majestuosas.

martes, 29 de julio de 2025

¿Qué me quieres, amor?

 


Desde que leí por primera vez un libro completo de Manuel Rivas (hace ya muchos años) descubrí una voz que me interesaba: es decir, alguien que contaba cosas y que las contaba muy bien. Para mí, no hay fórmula narrativa más seductora ni más plena. Y ahora, en mi octavo abordaje al autor gallego, vuelvo a encontrarme con la misma sensación placentera y feliz. Estoy hablando de ¿Qué me quieres, amor?, un volumen del que había leído el relato que da título al volumen y, por supuesto, “La lengua de las mariposas” (después de conmoverme con la adaptación cinematográfica de José Luis Cuerda), pero que ahora recorro en orden y por entero. Qué maravilla de libro.

Corroboro que la gran magia de Rivas consiste en que, en mi opinión, suspende todo lo que no sea su relato: te crea la mágica sugestión de que vives dentro, que sus líneas reproducen la única realidad. Y lo disfrutas o lo sufres con una intensidad prodigiosa, torrencial e inolvidable. Bebes en la taberna, acodado al lado de sus personajes; asistes en silencio a las clases de don Gregorio, que parece un sapo y que no pega; finges tocar el saxo mientras sueñas despierto con la posibilidad de que la jovencita de los ojos achinados se fugue contigo a América, donde todos los futuros son de leche y miel; frunces las cejas mientras a Andrés le sale siempre el tres de bastos en sus tiradas de cartas y tiemblas ante la negrura de dicho presagio; tragas saliva ante la facilidad con la que Carmina se entrega, mientras su perro Tarzán actúa de inquietante custodio; sientes el calor facial de ese maquillaje de payaso con el que tienes que ganarte la vida en fiestas infantiles, en las que siempre hay algún niño sádico que te hace sudar; te encorajina que el Depor se quede a nueve metros de ganar la Liga; proteges como policía, sin saber quién es, a la anciana madre del narco a quien desearías encarcelar; o te juegas la vida en las bateas, mientras el oleaje se obstina en abatirte.

Manuel Rivas es un prestidigitador que construye atmósferas. Muy grande.

domingo, 27 de julio de 2025

La Virgen de los Sicarios

 


No descubrimos el nombre del narrador hasta la página 78 de esta novela. Se nos dice antes, eso sí, que es colombiano, que ha escrito “unos cuantos libros” (p.37) y que no tiene una imagen demasiado buena de sus compatriotas: “Mis conciudadanos padecen de una vileza congénita, crónica. Esta es una raza ventajosa, envidiosa, rencorosa, embustera, traicionera, ladrona: la peste humana en su más extrema ruindad” (pp.27-28). Ha vuelto, después de muchos años, y se ha encontrado con un Medellín destrozado por la droga, los tiroteos, el robo y las extorsiones de todo tipo. De hecho, el retrato que nos traslada sobre el mundo de las comunas es estremecedor: “Ha de saber usted y si no lo sabe vaya tomando nota, que cristiano común y corriente como usted o yo no puede subir a esos barrios sin la escolta de un batallón: lo “bajan”. ¿Y si lleva un arma? Se la “bajan”. Y bajado el fierro le bajan los pantalones, el reloj, los tenis, la billetera y los calzoncillos si tiene o trusa. Y si opone resistencia porque este es un país libre y democrático y aquí lo primero es el respeto a los derechos humanos, con su mismo fierro lo mandan a la otra ribera: a cruzar en pelota la laguna en la barca de Caronte. Usted verá si sube” (p.31). Nadie aporta soluciones: ni la Iglesia, que se pierde en estupideces caritativas o buenistas; ni los responsables políticos, que forman una mafia corrupta, sin excepciones (“Todo político o burócrata (que son lo mismo, puesteros) es por naturaleza malvado, y haga lo que haga, diga lo que diga no tiene justificación. Jamás presumas de estos su inocencia. Eso es candor”, p.62); ni tampoco la ciudadanía, acogotada por el miedo y anestesiada por el fútbol y el sexo.

En ese mundo de violencia continua y asfixiante, en el que los niños de doce años ya disponen de revólver y comienzan a trabajar como sicarios, el narrador conoce a Alexis, un adolescente de ojos verdes del que se enamora y que, desde el primer minuto, demuestra ser un demonio destructor, temperamental, caprichoso e impulsivo, que mata a cualquiera por una mirada, por un insulto o por simple arrebato. Es decir, porque puede. Porque es el Señor del Gatillo. Lógicamente, la supervivencia de alguien así es quebradiza; y será otro sicario quien, por una venganza personal cuyo sentido descubrimos en la página 115, termine con su respiración, dejando al narrador en un estado de profunda tristeza y de profunda soledad.

Crónica terrible, cruda y violentísima sobre un mundo sin Dios, donde los seres humanos alcanzan el fondo de su propia vileza y donde todas las relaciones se vertebran sobre la brutalidad, el miedo o la amenaza, La Virgen de los Sicarios es una novela incómoda y magistral, donde Fernando Vallejo combina con gran brillantez registros populares y cultos (el lenguaje de los sectores más bajos de la sociedad colombiana se entrevera con alusiones a Honoré de Balzac, Dostoievski, Schönberg, Rufino José Cuervo, Cervantes, Don Juan Tenorio, Homero, Antonio Machado, Jorge Luis Borges, Jules Verne o Arthur Adamov) y donde, con ayuda del humor negro, retrata un mundo casi inimaginable para quienes lo leemos desde la comodidad de nuestros sillones. Solamente un narrador excepcional puede conseguir que escuchemos el estruendo de las detonaciones y que veamos y casi oigamos el fluir de la sangre por el orificio de las balas.

He indicado en la primera línea de la reseña que, hasta la página 78, no leemos el nombre del narrador y protagonista de esta historia. Lo anoto en la última, por si desean conocerlo: Fernando.

sábado, 26 de julio de 2025

Alguien que anda por ahí

 


Aprovecho un caluroso día de verano para instalarme delante del ventilador con un café y abrir, una vez más (¿tercera?), el volumen de cuentos Alguien que anda por ahí, de Julio Cortázar, uno de mis dioses literarios. Al borde de ingresar en la jubilación, creo que está bien volver a los autores y libros que devoré en mi época universitaria (Azorín, Umbral, Borges, Cortázar, Cela, Gerardo Diego) para que queden incluidos en este blog que, ignoro durante cuánto tiempo, me sobrevivirá. Ingresé en la religión cortazariana en 1988, al poco de morir el argentino, y ya no la he abandonado nunca. Dudo, francamente, que lo haga en el futuro. ¿Por qué me seduce y embriaga tanto este autor? No tengo ni idea. Y me encanta que sea así: una pasión que pueda explicarse de modo racional carece, según entiendo, de esplendor. Es curioso. A mí, que odio el boxeo y el jazz… me fascina Cortázar. Qué cosas. Cada relato suyo es un laberinto en el que ingreso lleno de expectación y que suele dejarme embobado al concluir, con su caravana de frases truncas y su peculiar retórica, llena de humor, sobreentendidos y guiños culturales.

En este tomo, recupero la ternura melancólica que rodea al actor radiofónico Tito y a su enamorada Luciana, que le manda sobres de color lila para suscitar su atención (“Cambio de luces”); recupero la fascinante recreación de la aventura erótica y tanática que emprenden Mauricio y Vera, tras veinte años de relación, dirigiéndose a Nairobi (“Vientos alisios”); recupero la conmoción política que, apenas camuflada por una pátina administrativa, nos habla sobre el mundo de los desaparecidos en la dictadura (“Segunda vez”) o sobre las atrocidades criminales que ensombrecieron durante años el mundo de América Latina (“Apocalipsis de Solentiname”); recupero la sofocante atmósfera que pueden provocar en el ánimo de un niño ciertas pesadillas nocturnas, que convierten a su madre en un monstruo (“En nombre de Boby”); recupero una larga y tortuosa historia de amor que se desarrolla en el CERN y que ahora se nos cuenta con tono melancólico (“Las caras de la medalla”).

He sonreído viendo qué frases subrayé durante mis lecturas anteriores y he añadido una o dos más, consciente de que si vuelvo a la obra dentro de una década añadiré nuevas, porque Cortázar no solamente brilla como un diamante, sino que también es inagotable como un caleidoscopio.

Cómo no adorarlo.

viernes, 25 de julio de 2025

Luna de perigeo

 


Eso que, tan pomposa como seriamente, llamamos “la realidad”, se viene abajo en cuanto atinamos a mirarla de otro modo, con otras pupilas, desde otro ángulo. Para demostrarlo ahí están los pequeños diamantes que Elena Casero Viana reúne en su volumen Luna de perigeo, publicado por el sello Enkuadres. Y les aseguro que he utilizado la fórmula “pequeños diamantes” con absoluto rigor, porque la autora valenciana consigue en ellos una complicada ingeniería de condensación que solamente afecta al número de palabras, pero no a la envergadura de su sugerencia. Les pondré un ejemplo, que se hospeda en la página 21 de este hotel narrativo. Imaginen a un hombre que, sudoroso y casi extenuado, corre para salvarse. Nada sabemos de su culpa. Nada sabemos de los motivos de su huida. Simplemente corre y corre, con un traje de presidiario. El horror y la angustia lo hacen transpirar, pero no detienen el frenesí de sus piernas, que tratan de llevarlo a la salvación. Por detrás de él, casi feliz en su sadismo, viene otro hombre, que porta un arma y que sujeta a un perro con las fauces embadurnadas de espuma: la gran tarea de ambos es cazar al fugitivo. Parece una escena cinematográfica (seguro que recuerdan alguna de parecido tono), donde casi podemos escuchar el resuello del perseguido, la inmisericordia del sol (que golpea desde hace horas), la adrenalina rencorosa del perseguidor, los ladridos paralizantes del animal. Por supuesto, cazador y perro tienen todas las papeletas para alzarse con la victoria: atesoran demasiadas ventajas. Bien, ahora dejemos que Elena Casero nos ofrezca esa misma historia en dos líneas y media: “Sonreía mientras lo veía correr espoleado por el pánico. El eco aplaudió su puntería. Satisfecho, recogió de boca de su lebrel un pedazo de tela de rayas”. Seguro que ahora comprenden mejor mi etiqueta de “pequeños diamantes”, porque muchas de las propuestas del volumen transitan por esa senda: condensan, sugieren, atrapan, sorprenden. Solamente una autora excelente puede conseguir ese nivel de exactitud con el vocabulario y con la sintaxis. Cómo no recordar el bello endecasílabo con el que Dámaso Alonso definió al maestro barroco: “Quevedo prensa pensamiento hirviente”.

En ocasiones, veremos a un niño pobre cambiar de estatus en el futuro y tener frente a sí al niño rico que lo humilló (“Las vueltas del tiempo”); o sentiremos lástima por una niña que ya no se encuentra (aunque quisiera) entre los vivos (“Añoranza”); o sentiremos asombro al descubrir el modo acelerado en que han cambiado, gracias a los avances de la modernidad, los mecanismos del nacimiento y de la muerte (“Nuevas tecnologías”); o advertiremos con estupor las posibilidades libidinosas de un cuento infantil (“Por eso le llaman Sabio”); o notaremos cómo se nos encoge el estómago con una escena de tristísima aceptación laboral (“Yo que tú”); o percibiremos el escalofrío que nos recorre la columna vertebral al saber de cierto pacto inquietante (“Trueque”); o, en fin, nos dejaremos inundar por la compasión ante el bochorno de una escena triste y conmovedora (“El recién llegado”).

Que un libro te ofrezca una historia admirable es digno de aplauso. Que te regale más de setenta ingresa, definitivamente, en el ámbito del prodigio.

jueves, 24 de julio de 2025

El proceso

 


Me adentro, una vez más, en El proceso, de Franz Kafka, que en esta ocasión leo en la traducción de Feliu Formosa (sobre la edición de Max Brod). Y me vuelve, tan nítida como en mis años universitarios, la sensación de sofoco y de malestar que las páginas del checo fomentan. Recordemos la levísima columna vertebral del libro: Josef K. recibe la noticia de que se le ha abierto un proceso y que, por tanto, se encuentra pendiente de la decisión de unos jueces, que dictaminarán sobre su culpabilidad o su inocencia. Acaba de cumplir 30 años y trabaja como apoderado en un banco, donde todo el mundo le augura un estupendo porvenir. Pero ignora que menos de un año después (la víspera de su trigésimo primer cumpleaños) todo habrá dado un vuelco en su vida, porque el veredicto del alto tribunal será negativo y la condena será a muerte. Durante las doscientas páginas que median entre un momento y otro, el lector es golpeado por la angustia (una angustia similar a la que experimenta K.), dado que en ningún instante se explica quién lo acusa, ni de qué lo acusa.

Acompañemos al protagonista en los primeros tramos de la narración: “Alguien” (no deja de ser significativo que esa sea la primera palabra de la novela) ha debido de calumniar a Josef K. y, para su asombro, se presentan en la pensión donde vive dos personas, identificadas como Franz y Willem, con la misión de comunicarle que va a ser procesado. K. se queda pensativo (“¿Qué clase de gente eran?, ¿de qué hablaban?, ¿de qué autoridad dependían? K. vivía aún en un Estado de Derecho, reinaba una paz general, todas las leyes se mantenían vigentes. ¿Quién se atrevía a asaltarle en su propio domicilio”, cap.I). A partir de ahí, la madeja de la zozobra y de la inquietud no hace sino enredarse y enredarse: acude al sitio en el que presuntamente tiene que prestar declaración (un lugar más bien tenebroso, donde muchos otros procesados esperan ser escuchados); recibe la visita de su tío Karl (quien, enterado de la situación, lo pone en manos de su amigo, el abogado Huld); conoce a personas que llevan un lustro en su misma situación (como el comerciante Block); es derivado hacia Titorelli, un pintor bohemio que, con la excusa de servirle como ayuda, le endosa algunos de sus deleznables cuadros… Todo a su alrededor comienza a tambalearse y a adquirir perfiles de rareza, hasta convertirse en una situación que Josef K., curiosamente, va admitiendo de forma casi feble, como si él mismo admitiera la paulatina solidificación de la irregularidad. En lugar de preguntarse por lo “lógico” (quién lo acusa y de qué), Josef se adhiere al absurdo y se enzarza en diálogos y consideraciones que, para un lector apolíneo, pueden convertirse en exasperantes.

En esas condiciones cenagosas no hay modo de defenderse (ni parece tener sentido intentarlo: la maquinaria procesal es tan implacable como incognoscible), así que cuando los dos esbirros acuden hasta su casa el protagonista de la pesadilla no se inmuta (“Quieren acabar conmigo gastando lo menos posible”); y lo acompañan hasta un descampado, donde terminan con su respiración de un modo casi bíblico.

Una novela terrible, asfixiante y premonitoria sobre la pequeñez del individuo y sobre la brutalidad del Estado omnipotente, que te anima a considerarte culpable aunque ignores la naturaleza o las dimensiones de tu infracción.

Imprescindible.

miércoles, 23 de julio de 2025

Cada palabra es una semilla

 


Disfruto durante dos días de un libro realmente hermoso y profundo de Susanna Tamaro, que se titula Cada palabra es una semilla. Lo traduce Guadalupe Ramírez y lo edita el sello Seix Barral. Son recuerdos y reflexiones que la escritora italiana va hilvanando en cinco secciones de gran interés: las primeras, porque nos permiten conocerla un poco más; las segundas, porque nos invitan a pensar sobre el mundo que nos rodea, donde la desorientación, el consumismo, la estupidez y la manipulación amenazan con destruir todo aquello que (para decirlo con las palabras de Antonio Muñoz Molina) parecía sólido.

La autora de Trieste comienza contándonos que fue una niña con malas notas en la escuela. Y que la situación no mejoró con el paso de los años (“Obtuve más o menos el mismo resultado en la secundaria y, una vez en la enseñanza superior, me estanqué del todo. No entendía el latín, no entendía la filosofía, no entendía las matemáticas, no entendía nada de nada”, p.8). Amaba, eso sí, los pájaros y la natación. Se aficionó a varias disciplinas atléticas, se inscribió en una escuela de cine y comenzó a estudiar violín. Durante años, no supo exactamente qué hacer con su futuro. “Estaba cada vez más inquieta, llevaba una vida muy descontrolada y no lograba encontrarle sentido a nada” (p.19). Pero algunos conceptos los tuvo siempre clarísimos: “¿Qué era la vida? Levantarse por la mañana, ir al cuarto de baño, ir al colegio, comer, hacer los deberes y acostarse para volver a empezar al día siguiente la misma serie de ridículas secuencias. Cuando fuera mayor iría a trabajar en lugar de ir al colegio y esta sería la única diferencia sustancial. Después, el trabajo también se acabaría y mi pelo se volvería canoso; con las piernas vacilantes me quedaría un buen rato en el paso de cebra antes de cruzar la calle. Más tarde mis piernas ya no podrían sostenerme y me acomodaría en el ataúd como durante años me había tumbado en mi cama. Fin del aburrimiento, fin de la repetición, fin de cualquier otra cosa” (p.33).

Mucho más interesante, en mi opinión, es el segundo bloque, donde nos invita a reflexionar sobre la vida, sobre el rumbo que está tomando la humanidad, sobre los peligros de no ser conscientes de nuestra condición frágil (“En nuestro cuerpo suceden millones de procesos bioquímicos por minuto que nos mantienen en vida. Basta que uno solo se interrumpa para ir a parar rápidamente al mundo de las larvas”, p.61). ¿Cómo es posible que nos mantengamos tan tercamente ciegos ante esa evidencia fisiológica? ¿Y cómo es posible que no advirtamos tampoco que todos los seres vivos habitamos en un mundo hostil, donde la lucha por la supervivencia puede permanecer oculta, pero es innegable y durísima (“El mundo que nos rodea es, en realidad, un ruedo. Un ruedo donde se combate de todas las maneras posibles para lograr derrotarse recíprocamente. Es un mundo hecho de aguijones, de garras, de colmillos, de dientes, de púas, de rostros, de mandíbulas, de corazas, de mimetismos, de engaños y de trampas. Es un mundo en que no es posible distraerse ni un instante ni bajar la guardia”, pp.63-64)?

Convenientemente manipulados por un sistema que nos vende ruido a todas horas, “derechos” inalienables y crecientes y falsas ideas de libertad, caminamos por un sendero que conduce directamente al borde del acantilado, sin que nadie parezca escuchar las advertencias del peligro que amenaza con destruirnos, porque estamos encantados con ese entorno delirante de consumismo inmoral (“Satisfechas las necesidades primarias (comer, beber, tener un techo que nos protege) hemos podido dedicarnos enteramente al culto espasmódico de nuestros deseos. Emparejarnos, poseer, morir cuando queremos, tener hijos por encargo, escogiendo su color y su sexo, ser indemnizados (siempre y en cualquier caso) por todo aquello que no funciona de la manera en que hemos imaginado que debería funcionar. La ampliación de la libertad ha llevado al aumento de las reivindicaciones. Tengo derecho a esto, a aquello. Me habían garantizado que sería así, ¡alguien tendrá que pagar!”, pp.114-115).

Literalmente, este libro lleno de preguntas, de reflexiones, de zarpazos, hace que tu mente entre en ebullición. No se puede renunciar a su lectura.

lunes, 21 de julio de 2025

Poética del ermitaño

 


Acompáñenme, si les parece, y subamos por la cuesta hasta la casa de Don. Una vez que estemos allí, observémoslo en silencio. Es un hombre solitario, barbudo, amigo del silencio, que ha creado como un orfebre su propia existencia. Vive en esa vieja ermita que fue escenario de un tiroteo durante la guerra civil de 1936 y, tras ella, se abre el acantilado sobre el mar. El personaje realiza tallas en madera y, a veces, recibe la visita de un fantasma infantil: un niño cuya cabeza fue atrozmente cercenada. A veces, por los motivos más variados (para hacer regalos navideños, para acudir al prostíbulo, para emborracharse, para escuchar la charla de los pescadores), admite por unas horas el contacto humano. En la página 82 de esta obra se habla de “un ser fronterizo, desdibujado, el último hombre libre”. Bien pudiera ser el retrato de Don, que Miguel Á. Zapata convierte en el axis mundi de Poética del ermitaño, el absorbente trabajo que acaba de publicar en Baile del Sol.

Y ese personaje, si nos atenemos a las pinceladas que sobre él nos va entregando el granadino, asombra y perturba: prepara unos misteriosos brebajes capaces de provocar sueños dirigidos en quienes los ingieran; captura, asa y se come a uno de los gatos de doña Braulia; descubre un día en la tienda de un anticuario cierto maletín, donde están grabadas las iniciales H. Ll. (que él juzga que corresponden a Harold Lloyd, aunque en realidad eran de Higinio Llopis); observa un día cómo, por sorpresa, comienza a nevar en los alrededores (y solamente en los alrededores) de su casa, convirtiéndose de ese modo mágico en un “aristócrata del invierno” (p.45); asiste a una boda con traje alquilado y, muy pronto, siente la asfixia de unas ropas que no son suyas y escapa corriendo hacia su hogar… “Don es una metáfora. Y una singularidad”, nos anticipaba el autor en la página 10. Y bien cierto resulta, a tenor de estos ejemplos. Pero, sobre todo, es un ser limítrofe: vive en una ermita (límite entre lo religioso y lo profano) que fue escenario de una situación terrible durante la guerra civil (límite entre la guerra y la paz), situada en un acantilado (límite entre la tierra y el mar); ve al niño decapitado (límite entre la vida y la muerte); baja al pueblo muy esporádicamente (límite entre la soledad y la sociedad)… Don es un atrayente misterio que cada lector tiene que reconstruir con las piezas que vaya encontrando durante el camino, porque estamos ante un texto plural, complejo y fascinante que, siendo una novela, es también un estudio psicoanalítico y una biografía. Y en él encontramos, cómo no, la prosa lírica, sinuosa, sugerente e inconfundible del maestro Zapata, que embriaga desde la primera línea.

Mientras avanzaba por las páginas del tomo e iba subrayando pasajes, dos libros de Camilo José Cela acudían a mi memoria: Mrs. Caldwell habla con su hijo y Oficio de tinieblas 5. El primero, por su aproximación al personaje en forma de viñetas sucesivas; el segundo, por ser, como el mismo autor gallego pregonaba, una purga del corazón. Ya me dirán qué les parece a ustedes, cuando terminen de leer la obra. A mí me ha encantado.

domingo, 20 de julio de 2025

The Beatles. Unas notas

 


En junio de 1973, una chica de quince años llamada Juana volvió a casa con una triste noticia, que no sentó nada bien en el ámbito familiar: su boletín de calificaciones estaba enrojecido con demasiados suspensos, lo cual la condenaba a permanecer todo el verano estudiando, para recuperar las materias pendientes en la convocatoria extraordinaria. Pero no todo fue tristeza en aquel verano, porque gracias a un programa radiofónico que escuchaba para amenizar sus horas de estudio aquella chica descubrió la música de los Beatles, a la que accedió atravesando una puerta que se llamaba Penny Lane. Medio siglo después, esa chica, convertida en una adulta que ha repartido su vida entre la pintura y la docencia, realizó un viaje a Liverpool, para conocer los paisajes natales de los Fab Four e impregnarse del magnetismo primigenio de su mundo.

El resultado es The Beatles. Unas notas, que publica el sello Almadenes y que constituye una auténtica joya para quienes aman (para quienes amamos: me incluyo) la música de aquellos portentosos muchachos ingleses llamados Paul, John, George y Ringo, que compusieron buena parte de la banda sonora de millones de vidas. Paseándose por Penny Lane, entrando a tomar café en el Cavern, caminando por las casas donde nacieron y vivieron Lennon y McCartney, visitando los diferentes lugares que guardan la memoria de aquellos cuatro jóvenes (o seis, si incorporamos a Pete Best y Stu Sutcliffe), que, guiados por los consejos de Brian Epstein, se convirtieron en el grupo musical más influyente de todos los tiempos, Juana Martínez Vázquez nos entrega un documento precioso que nos permite comprender o enriquecer los perfiles de una pasión que la ha acompañado durante toda su vida y con la que muchos (insisto: me incluyo) hemos ido creciendo. Yo también escuché los discos de los Beatles hasta rayarlos. Yo también coleccioné sus fotos y las fui pegando en álbumes. Yo también sufrí la conmoción por las muertes de John y George. Yo también espero con auténtica angustia las de Paul y Ringo.

Pero es que, además de permitirnos acceder a un “paseo virtual” por el mundo del Liverpool Beatle, esta obra de la escritora valenciana nos ayuda a conocer mejor a personas imprescindibles de aquel fenómeno social y musical (véanse las páginas dedicadas a Freda Kelly) y a descubrir visitas casi ignoradas (como la que Paul McCartney realizó a Villajoyosa durante varios días en el verano de 1972, con su esposa e hijas).

Una auténtica maravilla de libro. De verdad. Impagable.

viernes, 18 de julio de 2025

Después nos hicimos grandes

 


En todas las vidas hay encrucijadas, puntos de inflexión o episodios oscuros, que, sin que quizá seamos conscientes, se convierten en centros neurálgicos del vivir. Pueden ser decisiones equivocadas, pueden ser separaciones erróneas, pueden ser acciones que, pese a su aspecto indistinto, excavan un lago negro en nuestro corazón. Rara vez detectamos esos episodios, hasta pasado un tiempo. Rara vez descubrimos que, desde que se producen, somos esos episodios, ya para siempre. La bilbaína Elena Alonso Frayle reflexiona en los diez relatos de este volumen (que se titula Después nos hicimos grandes y que, tras obtener el premio Camilo José Cela 2023, fue publicado por el sello Trea) acerca de esos instantes.

En sus páginas descubrimos a niñas que provocan una muerte aciaga con la simple enunciación de una frase provocadora; al chico que mantiene un extraño diálogo con un camionero; a la preadolescente que, sola en casa, juega con el fuego de la provocación erótica a través de una ventana; al hombre que, tras la muerte de su tío Andrés, registra sus papeles para descubrir quién fue en realidad su misterioso amigo Enrico del Regato; a la bella anciana que, después de enviudar, decide embarcarse en un crucero de lujo para visitar la isla de Redonda (de la que fue rey el escritor Javier Marías) y cumplir así con la voluntad de su esposo; a la mujer envarada y de carácter agrio que, muchos años después de vivir un trauma infantil, decide trasladar su ponzoña a quien fue su compañera en aquella lejana situación… Todos los personajes viven aquejados por una culpa, impregnados por un mar de lágrimas o rodeados por una cortina de nieblas; y todos han de resistir los zarpazos de viejos traumas.

Magistral en la formulación literaria, Elena Alonso Frayle convierte esos traumas en relatos de sofocante intensidad, en cuadros psicológicos de intenso fulgor; y deposita en nuestras manos un volumen espléndido de cuentos, que conviene leer despacio y con toda concentración.

jueves, 17 de julio de 2025

Voz y memoria de Al-Watiq

 


Acudamos a la contraportada de este volumen y descubramos cómo lo define el propio autor: “Un texto en forma y género de novela”. Sutil, como siempre, Santiago Delgado. No nos dice abiertamente que se trate de una novela, porque como buen conocedor de la literatura sabe que el espíritu de estas páginas incorpora tanto de historia como de literatura, tanto de novela como de retrato, tanto de poesía como de crónica. Forma y género es la inteligente fórmula que utiliza para invocar el espíritu abarcador y dúctil del género novelesco.

Adentrémonos en el tomo y veamos qué descubrimos.

Quien nos habla en primera persona es Al-Watiz bi-Alláh al-Muctasín Bihi, último rey de Murcia (o, dicho con las palabras de su cultura: Emir-al-Muslimín de Múrsiya), hijo del venerable Al-Motawaquil Alalá Ibn-Hud, quien entretiene la fatiga de su viaje nocturno hasta Fortuna rememorando episodios, personas y anécdotas de su vida. Esas evocaciones, profusamente documentadas por el autor, nos permiten conocer de primera mano (de primera voz, diríamos) muchos de los momentos claves del siglo XIII murciano, época de enfrentamientos religiosos y también de pactos, de fricciones y también de diálogos, de fronteras y de confluencias. Con elegante mezcla de registros, Santiago Delgado nos va dejando noticia de los almohades; del sabio Ricotí; del rey cristiano Alfonso; del sensual baño de Halima entre pétalos de rosas; de la prostituta gallega Juana; de la invención árabe del azúcar, innovación gastronómica que tuvo lugar en tiempos de Todmir, al que Santiago le dedicó un excelente libro (https://rubencastillo.blogspot.com/2019/07/cronica-de-todmir.html); del nombre de la ciudad de Murcia (que ahora parece ser que está celebrando sus 1200 años de existencia); del celebérrimo Rey Lobo; del no menos famoso León de Cartagena, a quien el autor dedicó también una gran novela (https://rubencastillo.blogspot.com/2019/06/cronica-de-leon-de-cartagena-1.html); o de cierta dolorosa mutilación, cuyos pormenores no detallaré para no alterar los estómagos de los lectores, pero que puede consultarse en la página 123. Y, por supuesto, los poemas que se intercalan en el texto y que lo dotan de una música muy especial, que se agradece y se aplaude.

Profundamente documentada (Santiago Delgado atesora alma de historiador y amplios conocimientos de erudito), pero también airoso en su desarrollo novelesco, este volumen publicado por la Real Academia Alfonso X el Sabio enriquece la impresionante trayectoria del autor murciano con otra joya narrativa.

martes, 15 de julio de 2025

El verano de Cervantes

 


Hay libros que se recorren y se olvidan. Son la mayoría y, desde luego, no lo digo con desprecio o burla. Me he pasado la vida leyéndolos y les tributo una enorme gratitud. No pertenezco (nunca lo he hecho) a la cofradía de quienes postulan que solamente hay que leer los libros egregios o sancionados por el aplauso de las generaciones. En modo alguno. Qué esnobismo. Leo con infinito agrado a muchos de mis contemporáneos y a todo tipo de escritores de siglos pretéritos, sin importarme el idioma en que codificaron sus obras, su ideología política o sus opiniones sexuales. Llevo medio siglo leyendo y cruzo los dedos anhelando que aún me queden un par de décadas de seguir con esa misma inquietud vital.

Pero sé que también hay libros que se recorren y se quedan en la memoria. Y que esa memoria (contra lo que pudiera pensarse) no es firme, sino que va variando conforme volvemos a ellos y les descubrimos nuevos perfiles, nuevas aristas, nuevos esplendores: ese adjetivo que se nos pasó hace años, esa frase que quizá no supimos entender del todo (por juventud o por excesiva velocidad lectora), ese personaje por el que de pronto experimentamos mayor ternura o hacia el que nos volcamos con más admiración. No se trata de que tú elijas qué libros van a gozar de esa vida poliédrica dentro de tu corazón: es, probablemente, al contrario. Quizá cada libro elige a quién impregnar, a quién invadir, a quién retener.

Para Antonio Muñoz Molina, una de esas obras es Don Quijote de la Mancha; y en este reciente libro, que se titula El verano de Cervantes y que ha aparecido en el sello Seix Barral, explica los pormenores de su amor: primero, contándonos de qué manera descubrió la novela en su infancia; luego, glosando los detalles que ha ido descubriendo en cada nueva visita, en épocas y países distintos; al fin, explorando la influencia que la obra cervantina ejerció sobre escritores de todo tipo (Faulkner, Mann, Twain, Joyce). En ese juego polifónico, Antonio Muñoz Molina nos conduce por un camino que ocupa 444 páginas, lleno de brillantez y de magia, en el que descubrimos con fascinación que, a pesar de que hayamos leído la obra de Cervantes, la mirada afiladísima del ubetense nos invita a descubrir multitud de detalles que se nos escaparon y que, mirados con sus pupilas, nos revelan importantes detalles estilísticos. Aportaré un único ejemplo, que se encuentra en la página 187: “En las más de mil páginas de Don Quijote siempre es verano y llueve una sola vez”. Yo, que he leído dos veces la obra (y creo que no de forma desatenta), jamás había reparado en esos detalles.

En la brillantez estilística de Muñoz Molina, en su fascinante poder de seducción y en el embobamiento que su lectura me depara no será preciso que me detenga, porque son sabidos. A ningún escritor, vivo o muerto, admiro más que a él.

viernes, 27 de junio de 2025

Las hojas verdes


 

Entro en Las hojas verdes, de Juan Ramón Jiménez, una obra que está fechada en 1909 y que nos invita a olvidarnos del mundo real para caminar por un espacio de jardines, ríos de cristal, lunas resplandecientes y amores anhelados. Aconsejo vivamente que el libro se lea despacio y en voz alta: yo lo he hecho así y juzgo que se impregna uno mejor de las sonoridades juanrramonianas. Es un volumen muy breve, donde llaman la atención los encabalgamientos léxicos que el autor asperja por la obra, los cuales imprimen a los poemas una saltarina musicalidad (“Luna blanca, pon / le el rosal abierto / de tu compasión!”). Unida a esa condición juguetona se encuentra también la zigzagueante polimetría que el poeta de Moguer maneja, para imprimir a sus versos un ritmo marcadísimo.

En sus páginas nos explica que se encuentra solo, sin un amor que enjoye su vida (véase, por ejemplo, el poema VI, titulado “Pastoral romántica”), pero que sigue buscando a esa persona especial, única, que “me ayude a subir la colina”. Apenas le faltaban cuatro años para conocer a la persona que mejor lo entendió y lo acompañó, Zenobia Camprubí. Y nos sorprende también (es otro de los grandes hallazgos del volumen) con formulaciones sencillísimas para problemas hondos (“Qué pondrá fin a esta melancolía / de un día y otro día y otro día?”).

Un libro delicado, de transición, que se lee todavía con placer.

jueves, 26 de junio de 2025

Aunque parezca mi autobiografía tal vez sea la tuya

 


Resulta imposible escribir sobre uno mismo sin escribir sobre los demás, porque incluso las personas más alejadas del trato con sus semejantes son seres poliédricos, que tienen amigos y enemigos, admiradores y detractores, paisaje humano a su alrededor. Y también resulta imposible escribir sobre uno mismo sin dibujar el alrededor, lo que Ortega y Gasset llama las circunstancias: la política, las costumbres, la sociedad. Ni somos burbujas ni vivimos en el éter. El periodista Patricio Peñalver (Espinardo, 1953), testigo y protagonista de tantos acontecimientos, publica ahora su libro Aunque parezca mi autobiografía tal vez sea la tuya, que incide en esas ideas y que nos muestra el retrato personal y social de quien ha conocido la segunda mitad del siglo XX entre libros, películas, cervezas, luchas sindicales, canciones y viajes. Y la obra se lee, como no podía ser menos, con enorme agrado.

En primer lugar, porque descubrimos bastantes caras del poliedro Patricio que no conocíamos (esa plétora de trabajos juveniles, que lo llevaron a vivir experiencias como pintor, en una fábrica de hilaturas, elaborando ejes para motos, reparando ballestas de camiones, siendo dependiente en unos grandes almacenes, operario en la industria conservera del tomate, vendedor del Círculo de Lectores, falso electricista en las obras de construcción de El Corte Inglés, temporero en la vendimia francesa, empleado en la fábrica de cerveza Estrella de Levante, en una fábrica de globos… y les aseguro que la nómina no termina ahí). En segundo lugar, porque nos va indicando las rutas culturales que fueron horadando su alma: la música, la pintura, el cante de las minas o la literatura (donde los nombres de Miguel Hernández, García Lorca, Peter Handke o Julio Cortázar adquieren una dimensión especialmente significativa).

Pero también porque Patricio nos va dejando en los ojos sus amores, sus viajes por Europa, su afición a escribir en servilletas de los bares, los guateques a los que asistió, las películas que fueron llegando hasta sus retinas en cines de verano o pantallas de ordenadores, su servicio militar en Lorca, sus publicaciones en la prensa o los amigos con quienes va coincidiendo en cafeterías o presentaciones de libros: Diego Sánchez Aguilar, Manuel Moyano, Pedro García Montalvo, Eloy Sánchez Rosillo, Soren Peñalver…

El resultado es una vida que, tras palpitar bajo el sol, palpita ahora en forma de tinta; y, aunque a veces tienda a ser observada con cierta melancolía derrotada (“Siempre había gritado ¡Yo soy Espartaco! y por supuesto siempre había perdido”, p.145), se convierte en un texto luminoso y revelador, al que conviene acercarse.

martes, 24 de junio de 2025

Dos tardes con Franz Kafka


 

“Yo no soy un lector de Franz Kafka, yo soy su enamorado”. Es la primera frase de este libro. Es la frase con la que, también, se abre el texto de contraportada. Eso significa muchas cosas, pero sobre todo una: que no estamos a punto de leer una obra de ensayo, ni una reflexión intelectual, sino una declaración de amor. Parece una bobada y desde luego no lo es, porque establece las normas esenciales del volumen: que no es discutible, que no es razonable. Si un amigo te habla con éxtasis de su amada no cabe señalarle después, ni siquiera con una sonrisa, que sus labios son inferiores a los de Angelina Jolie, que su pecho desmerece frente al de Mónica Bellucci o que sus ojos no admiten comparación con los de Elisabeth Taylor. Sus palabras de enamorado invalidan cualquier discrepancia y suspenden toda tu capacidad crítica. Lo tomas o lo dejas. Fin del asunto.

Manuel Vilas nos propone una confesión idéntica, que se vertebra sobre su amor hiperbólico por el checo Franz Kafka, al que define como “dueño de la literatura universal”, como “singularidad cósmica”, como “droga”, como creador de la única obra literaria que no sufre la oxidación del tiempo y, por supuesto, como el mejor escritor de la historia. Se permite además ciertas miradas condescendientes hacia quienes no compartan su éxtasis (“A mí me deprimen los lectores de Kafka que solo han leído La metamorfosis”) e incluso formula algunas profecías no menos arrebatadas (“La universalidad de Kafka solo acaba de comenzar. Tiene cien años. Será una universalidad más poderosa que la de Homero, Virgilio, Dante, Cervantes, Shakespeare, Flaubert o Tolstói”).

No hay que irritarse con estas aseveraciones, derivadas (insisto) del amor. Vilas es muy dueño de esmaltarlas en un libro y, limándoles algunos excesos, tampoco habría demasiados problemas para admitirlas como verdades, porque somos ciertamente muchos quienes hemos leído al atribulado escritor checo con fervor y sentimos “el consuelo de que Franz Kafka estuvo aquí, en la vida, y escribió”. Comparto también con Manuel Vilas la simpatía que experimenta por Max Brod, y coincido en las dimensiones de la gratitud que todos los kafkianos deberíamos tributarle (“Sin él, todos esos expertos no tendrían nada de qué ocuparse, estarían en el paro […]. Los lectores de Kafka somos todos descendientes de Max Brod. Descendientes de una fe, de una perseverancia, de una fuerte convulsión personal, de una admiración que va más allá de la admiración”).

Libro visceral, luminoso, dionisíaco y fértil, donde se nos ofrecen reflexiones de gran calado (“El mundo ofrece anestesia. Hay muchas: el sexo y el amor, por ejemplo. El alcohol. La familia. El café. El deporte. La vida es ir probando la anestesia que más te convenga. Franz Kafka encontró una que le aliviaba: escribir”) y donde, sobre todo, titila una continua invitación para que volvamos a las páginas del checo y busquemos en ellas otro ángulo, otro pliegue, que no advertimos en las lecturas anteriores. Hagámoslo.

lunes, 23 de junio de 2025

Cantos de sirena

 


Todos los relatos que conforman el volumen Cantos de sirena, de Faustino Lara Ibáñez, de quien ya reseñé en 2019 su libro Especies en extinción, ganador del premio Manuel Llano (https://rubencastillo.blogspot.com/2019/08/especies-en-extincion.html), han recibido reconocimientos en certámenes de cuento de toda España. Ese detalle, que no resulta desde luego menor, nos indica claramente que la prosa del autor es tan eficaz como exitosa. Y, en efecto, las trece narraciones que integran el tomo van consiguiendo que, de forma firme, nos encandilemos con el estilo del toledano.

El sugerente abanico de temas y emociones que se nos sirve en estas páginas es enorme: la extraña obsesión de un hombre por las sirenas, en cuya existencia cree de manera firme, tras escuchar las historias del viejo François; las tensiones que se viven en el hogar de una pareja que se encuentra en crisis y que tienen una hija de tres años, convencida de estar acompañada por un amigo invisible; el afán de una mujer de cuarenta años por conseguir quedarse embarazada, pese a las reticencias (y aun la oposición) de su marido; el inquietante juego de indios y vaqueros que debe protagonizar un hombre, para purgar un viejo pecado de su niñez; la mujer maltratada que descubre en una novela de Stephen King el mecanismo de venganza que la liberará de su pesadilla; el pintor que encuentra el amor de la forma más insospechada… Podría seguir y seguir, pero me estaría limitando a darles un telegrama de cada relato, y mi objetivo desde luego es otro: que ustedes se sientan impulsados a buscar el tomo y leérselos.

Se lo plantearé entonces de otra forma: acudan al libro, ábranlo por el cuento “Respirar amor, aunque duela” y recorran sus hojas en silencio, conteniendo (no es fácil) las lágrimas. Después, cuando conozcan esa conmovedora historia de esperanza y literatura (pueden creerme), no vacilarán ni un segundo: querrán leer los demás de un tirón. Háganlo y ya me contarán.

sábado, 21 de junio de 2025

Johnny Cash no es para niños

 


Lo digo mucho, pero jamás temo repetirme cuando expreso una convicción que he madurado durante años: un buen narrador es quien cuenta bien una buena historia. Los experimentos formales, las piruetas coyunturales y las zarandajas de moda pueden distraernos durante unos meses, e incluso durante años, pero terminan por sucumbir a la realidad: sobrevive lo que nos emociona. Y pocas cosas hay en literatura que emocionen tanto como una buena historia bien contada.

Ahora acabo de descubrir a otra persona que cumple el requisito básico: se llama Elena Prieto y es la autora de Johnny Cash no es para niños, una colección de siete relatos que crujen de bien hechos que están. Qué maravilla. Qué forma tan honda y tan convincente de presentarnos a protagonistas rotos, a seres heridos, a víctimas de esa hecatombe a la que llamamos la vida. Algunos llevan galletas en los bolsillos y grietas en el corazón, por culpa de las inmundicias que han tenido que soportar; otros arrastran la culpa de haber destrozado un muñeco que era más que un muñeco, porque representaba la metáfora de un alma lastimada y sola; otros han dejado que la ira los impulse a coger un cenicero de cristal y dar muerte con él a una persona que no ha sabido entender el río de hiel que los estaba ahogando; otros han abandonado su pequeño pueblo y han dirigido sus pasos hacia Madrid, cuyos colores parecían más luminosos desde lejos; otros han optado por acometer varios crímenes, para rodearse de una paz quizá ficticia, pero apaciguadora.

Todos intentan sobrevivir en medio del oleaje, porque nadie dijo que la vida fuera un camino sencillo: deberán enfrentarse a drogas, canciones tristes de Johnny Cash, entornos hostiles, mensajes lascivos, lágrimas reprimidas y toneladas de soledad, que les caen encima cuando llega la noche y cesa la mentira del sol.

Con pulso firme y con un estupendo dominio de los resortes narrativos, Elena Prieto convierte todos esos desgarros y todas esas orfandades cordiales en un magnífico territorio literario. Entren ustedes en él. Sufrirán y disfrutarán.

jueves, 19 de junio de 2025

Cada Lunes de Aguas



La paciencia, en el mundo de la literatura, constituye una virtud no siempre lo bastante aplaudida. Por regla general, la tentación de la prisa suele obnubilar a los creadores, que se dejan embaucar por los brillos de la inmediatez. En el caso de Cada Lunes de Aguas, en cuyas páginas finales se indica que estamos ante el primer libro publicado por el autor (nacido en 1973), el aplauso debe adquirir rango mayúsculo, porque Juan Montiel demuestra que la vanidad o la urgencia no han logrado distraerlo, y que se ha aplicado a la confección de un volumen sólido, reflexivo y maduro, en el que la creación de atmósferas y el primor del vocabulario se aúnan para convertir la lectura en una experiencia única.

Relatos que huelen y saben a tierra y sudor, en una línea casi rulfiana (“Ardides de Caín”); electricidades de inquietante erotismo (“Jarandina”); retratos terribles sobre un mundo donde la mujer queda rebajada a una bochornosa condición casi animal (“El costado blanco de mi amor”); amores imposibles, surgidos en una época aciaga (“Amical”); vidas que se van deslizando pendiente abajo y que nos remiten a unas Alpujarras que esconden crímenes (“Todas las tardes había fiesta”); o Nocheviejas que derivan hacia el horror, por culpa de un juego macabro (“Sintra [343]”). En todos los ámbitos (la descripción paisajística, el trazado de argumentos envolventes, la pintura psicológica, los finales mágicos), el talento de Juan Montiel despliega su musculatura.

Pocas veces el premio Ignacio Aldecoa de cuentos habrá sido concedido con tanta justicia.

miércoles, 18 de junio de 2025

La mala hija

 


Un profesor que siente algo más que cariño por una de sus alumnas; adolescentes que no pueden evitar miradas lascivas hacia el cuerpo desnudo de sus amigos, en las duchas; chicas con TEA que se refugian en un mundo de dibujos manga y hackeos informáticos; estudiantes drogadas y luego sometidas a vejaciones sexuales inmundas; zapatillas manchadas de sangre; hermanas que rivalizan y se aman/odian desde la niñez; hombres poderosos y prepotentes que ven cómo su mundo se resquebraja tras el asesinato de su hija preferida; interrogatorios tensos, que bordean el acantilado de la explosión; enigmáticos motoristas con cascos integrales negros; disputas juveniles muy subidas de tono; vídeos que se difunden de manera bochornosa y que contienen imágenes inesperadas; móviles que desaparecen oportunamente; un buen número de falsedades y obstrucciones a la justicia (“Parece que mentir es el deporte local”, p.388)… La investigación sobre el caso de Belén Villalba no va a resultar, desde luego, sencilla; y mucho menos para la capitán Alma Ortega, que vuelve desde Madrid a su Almansa natal, enviada por sus superiores de la UCO. En esa localidad la espera un mundo que quiso dejar muy lejos de su corazón: una casa familiar que le trae malos recuerdos, una agria relación con su hermana mayor Paula (que también es guardia civil, aunque con graduación de teniente) y, en general, una atmósfera de frío y cotilleo que le resulta desagradable desde el primer minuto. Y el caso que debe investigar, aparte de cenagoso, se complica con sus propios dolores personales: su pareja acaba de morir, víctima de un cáncer.

Habilidoso y firme, como un director de orquesta que manejase la batuta siempre de la forma más adecuada, Pedro Martí mantiene en pie un circo de veinte pistas, que se mezclan sin perder sus perfiles. Y créanme que la envergadura del proyecto no era precisamente pequeña: sus retratos psicológicos o sus puntos de inflexión en la trama son pura orfebrería. En este blog ya he dejado noticia de novelas suyas como Donde lloran los demonios (https://rubencastillo.blogspot.com/2019/01/donde-lloran-los-demonios.html) o La pieza invisible (https://rubencastillo.blogspot.com/2024/07/la-pieza-invisible.html). Pero en esta ocasión, y qué alegría me da decirlo, ha superado la brillantez ya incuestionable de esas primeras producciones, y ha logrado una novela contundente y bien desarrollada, llena de momentos inolvidables y de páginas espléndidas (incluso aquellas que, por sus revelaciones, llegan a provocar un estremecimiento, casi vómito, en la persona que está leyendo). Yo les sugeriría que se fijasen especialmente en la exploración que el autor realiza sobre la capitán Alma Ortega y que nos muestra todas las luces y todas las sombras de un personaje complejísimo, embriagador e inolvidable. Y también les sugeriría que disfruten de la técnica de cajas chinas que el autor maneja a la perfección: cuando ya crees haber resuelto el enigma, un elemento inexplicado te hace dudar y surge otro pliegue; y, desvelado este, otro; y así sucesivamente, creando una atmósfera de continuas sorpresas (y también de un asco que crece hasta la asfixia en las últimas páginas y que llega a su clímax en la 612). No hay tregua hasta el final.

Dice la RAE que “impetrador” es quien solicita algo con encarecimiento y ahínco. Bien, pues yo, aprovechando que “impetrador” es un anagrama de “Pedro Martí”, les solicito con encarecimiento y ahínco que se dejen llevar por la propuesta de esta obra y se den un paseo largo y profundo por la Almansa más novelesca: van a pasar unos días muy entretenidos. Palabra.

lunes, 16 de junio de 2025

María Cayuela

 


Estamos habituados (por los libros de historia, sobre todo) a los heroísmos conocidos, resplandecientes y hasta estruendosos, pero qué poco se nos habla de los heroísmos pequeños, de los heroísmos que realizan personas diminutas, a quienes el tiempo deja en sus márgenes y sepulta con el polvo del anonimato. Menos mal que están ahí el cine, las canciones y la literatura, para ayudarnos a subsanar esa injusticia. El último ejemplo lo acabo de descubrir en el monólogo dramático María Cayuela, obra de Rosa Campos publicada por el sello Almadenes.

En ella descubrimos a la anciana protagonista, que ha encontrado en la joven Rocío un oído atento sobre el que depositar los pormenores de su vida, llena de sinsabores y amarguras, aunque también de enterezas y determinación. Nacida “cuando se estaba cerrando un siglo y llamando a la puerta el nuevo”, en el seno de una familia “de agricultores medieros de tierras de secano, tierras cagitaneras, de buena molla, que se regaban solo con la lluvia y hacían crecer la sementera con gracia”, María se acostumbró desde niña a la dureza de las faenas agrícolas (no había segador que la aventajara durante el trabajo). Más adelante, casada con Francisco y pronto viuda (tras la guerra civil, un encarcelamiento inicuo erosionó la salud de su esposo y lo condujo a la tumba), se vio forzada a un luto exigido por el entorno social, acre e inflexible (“¡Ah, las mujeres, cuánta tradición sin fuste cargada a nuestras espaldas!”). Y, cuando el amor volvió a visitarla en la persona de Antonio (“Estaba descubriendo que podía seguir amando a Francisco desde el recuerdo, desde el ayer, y a Antonio desde el ahora”), las insidias malbarataron la relación.

Ahora, en el delta de la senectud, la vigorosa anciana charla con la adolescente Rocío para compartir sus vivencias, para enseñarle la dureza y también la luz que presentan los caminos de la vida, “porque pertenecemos a esa clase de gente que queremos mantener la lámpara encendida para no dejar de descubrir que tanto la pasión como la templanza nos pertenecen, que estamos habitadas por la energía que nos hace poderosas”.

Una pieza breve, densa, vitalista y de hondo calado humano, que nos invita a conocer el temple íntimo de muchas mujeres que, contra viento y marea, alzaron su mirada y pidieron voz. Búsquenla.