No
descubrimos el nombre del narrador hasta la página 78 de esta novela. Se nos
dice antes, eso sí, que es colombiano, que ha escrito “unos cuantos libros”
(p.37) y que no tiene una imagen demasiado buena de sus compatriotas: “Mis
conciudadanos padecen de una vileza congénita, crónica. Esta es una raza
ventajosa, envidiosa, rencorosa, embustera, traicionera, ladrona: la peste
humana en su más extrema ruindad” (pp.27-28). Ha vuelto, después de muchos
años, y se ha encontrado con un Medellín destrozado por la droga, los tiroteos,
el robo y las extorsiones de todo tipo. De hecho, el retrato que nos traslada
sobre el mundo de las comunas es estremecedor: “Ha de saber usted y si no lo
sabe vaya tomando nota, que cristiano común y corriente como usted o yo no
puede subir a esos barrios sin la escolta de un batallón: lo “bajan”. ¿Y si
lleva un arma? Se la “bajan”. Y bajado el fierro le bajan los pantalones, el
reloj, los tenis, la billetera y los calzoncillos si tiene o trusa. Y si opone
resistencia porque este es un país libre y democrático y aquí lo primero es el
respeto a los derechos humanos, con su mismo fierro lo mandan a la otra ribera:
a cruzar en pelota la laguna en la barca de Caronte. Usted verá si sube”
(p.31). Nadie aporta soluciones: ni la Iglesia, que se pierde en estupideces
caritativas o buenistas; ni los responsables políticos, que forman una mafia
corrupta, sin excepciones (“Todo político o burócrata (que son lo mismo,
puesteros) es por naturaleza malvado, y haga lo que haga, diga lo que diga no
tiene justificación. Jamás presumas de estos su inocencia. Eso es candor”, p.62);
ni tampoco la ciudadanía, acogotada por el miedo y anestesiada por el fútbol y
el sexo.
En
ese mundo de violencia continua y asfixiante, en el que los niños de doce años
ya disponen de revólver y comienzan a trabajar como sicarios, el narrador
conoce a Alexis, un adolescente de ojos verdes del que se enamora y que, desde
el primer minuto, demuestra ser un demonio destructor, temperamental, caprichoso
e impulsivo, que mata a cualquiera por una mirada, por un insulto o por simple
arrebato. Es decir, porque puede. Porque es el Señor del Gatillo. Lógicamente,
la supervivencia de alguien así es quebradiza; y será otro sicario quien, por
una venganza personal cuyo sentido descubrimos en la página 115, termine con su
respiración, dejando al narrador en un estado de profunda tristeza y de
profunda soledad.
Crónica
terrible, cruda y violentísima sobre un mundo sin Dios, donde los seres humanos
alcanzan el fondo de su propia vileza y donde todas las relaciones se vertebran
sobre la brutalidad, el miedo o la amenaza, La Virgen de los Sicarios es
una novela incómoda y magistral, donde Fernando Vallejo combina con gran
brillantez registros populares y cultos (el lenguaje de los sectores más bajos
de la sociedad colombiana se entrevera con alusiones a Honoré de Balzac,
Dostoievski, Schönberg, Rufino José Cuervo, Cervantes, Don Juan Tenorio,
Homero, Antonio Machado, Jorge Luis Borges, Jules Verne o Arthur Adamov) y
donde, con ayuda del humor negro, retrata un mundo casi inimaginable para
quienes lo leemos desde la comodidad de nuestros sillones. Solamente un
narrador excepcional puede conseguir que escuchemos el estruendo de las
detonaciones y que veamos y casi oigamos el fluir de la sangre por el orificio
de las balas.
He indicado en la primera línea de la reseña que, hasta la página 78, no leemos el nombre del narrador y protagonista de esta historia. Lo anoto en la última, por si desean conocerlo: Fernando.
1 comentario:
De Fernando Vallejo no he leído nada. Lo estaba confundiendo con Fernando Navarro, el autor de "Crisálida", novela que me encantó por lo diferente que es a muchas otras.
Por tu reseña veo que la novela es dura, terrible, de una violencia grandísima.
Un saludo, Rubén
Publicar un comentario