Ocurre
con Javier Tomeo una cosa que tiene difícil explicación técnica (y perdón por el adjetivo): que te puede maravillar o te
puede horripilar, sin que existan demasiadas justificaciones para respaldar esa
filia o esa fobia. Te encanta o te deja frío. Te seduce o te resbala. Te
entusiasma o te irrita. Conozco a buenos lectores que lo consideran un blue y a
otros que, igual de cultos y refinados, lo juzgan un Kafka hispano. Imposible
conciliar ambas posturas. Imposible decidir quién tiene razón y quién yerra.
Fallecido
en el año 2013, la atenta editorial Anagrama –que fue su casa durante mucho
tiempo– le rinde ahora un hermoso homenaje publicando su texto El hombre bicolor, que participa de las
atmósferas habituales del escritor oscense. En él conoceremos a Hermógenes W.,
un recaudador de impuestos de segunda fila que llega a la localidad de
Boronburg “decidido a no dejar títere con cabeza” (p.10). Su objetivo máximo es
el astuto conde de Breeworst, que parece haberse evaporado después de estafar
una importante cantidad de dinero a las arcas públicas (júzguese la carga
explosiva de esta frase: “En este país hay ya demasiados ciudadanos, incluso
plebeyos, que no cumplen con sus obligaciones tributarias”, p.32); pero
igualmente desea apretar las tuercas al pueblo llano, por considerar que esa
actitud estricta y despiadada le puede valer por fin el ascenso que tanto
anhela y merece.
Su
voluntad es, por tanto, firme (“Soy un hombre que cuando muerde no suelta
fácilmente su presa”, p.48). No obstante, le aguarda en Boronburg una
desagradable sorpresa: nadie ha acudido a la estación de tren para recibirlo;
nadie se deja ver por las calles de la localidad; nadie tampoco lo atiende en
el hotel donde habrá de hospedarse. ¿Qué es lo que está pasando realmente?
¿Dónde se ha metido todo el mundo? ¿Huyen de él; se burlan; lo ningunean?
Hermógenes está desconcertado, pero se hace el firme propósito de no evidenciar
su estupor ni su rabia. Si lo espían o esto se trata de algún tipo de prueba
para medir su temple, él afrontará la situación con la mayor de las sangres
frías.
Así
que, durante varias jornadas, el mediocre funcionario se instala en el hotel,
silba con aparente despreocupación, llama por teléfono al ayuntamiento para ver
si alguien le informa sobre lo que está pasando, registra la cocina en busca de
alimentos, recuerda a su singular tía Rosamunda (refranera, protectora,
enigmática y dueña de un caniche que tal vez se comió), nos comunica algunas
peculiaridades suyas (como que tiene un ojo de cada color o que se desdobla en
dos personalidades que discuten entre sí), etc. En suma, va dejando que el
tiempo fluya mientras ejecuta acciones cotidianas y se entretiene con
pensamientos banales o paradójicos.
¿Qué
lugar ocupará este libro en la producción completa de Javier Tomeo? Es difícil
decirlo, con tan escasa distancia crítica. Parece, eso sí, alejado de una
primera línea de excelencia en la que figurarían Amado monstruo, El cazador de leones o La ciudad de las palomas. Pero no me atrevería a ir más allá a la
hora de juzgarla. Tomeo es tan peculiar, tan sorprendente, tan anómalo, que
para adjudicarle una etiqueta hay que andar siempre con pies de plomo, pues se
corre el riesgo de pecar por exceso y por defecto. Esperaremos.
1 comentario:
No he leído nada de Tomeo, así que no sé (aún) si estoy del lado de la filia o del lado de la fobia. Pero después de leerte creo que para decidirme por un lado de la balanza voy a optar por "Amado monstruo"
Gracias y un saludo!
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