Intento,
de forma continua, que todas mis convicciones sobre la igualdad entre hombres y
mujeres no se conviertan en simples frases, en etiquetas, en palabras repetidas,
en tópicos (Francisco Umbral escribió una vez que los tópicos son verdades
mineralizadas por los imbéciles): leo novelas de mujeres, leo versos de
mujeres, leo obras dramáticas de mujeres, leo aforismos de mujeres; y leo, con una
profunda atención y con muchas ganas de aprender, libros donde se reivindica a aquellas
mujeres que han sido desdeñadas o que han recibido, a lo largo del tiempo, la
lapidación del silencio. Hoy he terminado uno de estos últimos, titulado Las
olvidadas y su autora es la excelente Ángeles Caso, que ya me cautivó con
un libro dedicado a las hermanas Brontë (https://rubencastillo.blogspot.com/2023/08/todo-ese-fuego.html).
Ahora,
mezclando sus facetas como narradora y como experta en arte, la autora conforma
un tomo espléndido, en el que despliega ante nuestros ojos un amplio arco iris
de creadoras que, en los ámbitos de la pintura, la escultura, la música o las
letras, han brillado contra viento y marea, enfrentándose al paternalismo, la
furia o la venganza de los varones, que intentaron minimizar o incluso ocultar
su existencia: desde las que trabajaron en los scriptoria medievales
copiando libros (que las hubo) hasta las que soñaron con ciudades dirigidas por
mujeres (como Cristina de Pisan), pasando por las místicas, las dramaturgas o
las autoras de novelas eróticas avanzadas para su tiempo. En esta valiosa
enciclopedia de recuperaciones encontramos, en la Edad Media, a la poderosa Hildegarda
de Bingen, independiente y receptora de unas famosas visiones que le dieron
fama de santidad en toda Europa. Cuando avanzamos hasta el Renacimiento y se
vuelve a la vieja idea ateniense del hombre como centro y medida de todas las
cosas, Ángeles Caso apostilla: “Pero cabe preguntarse si en ese concepto estaba
incluida la humanidad al completo o si se refería tan sólo al género masculino.
Porque lo cierto es que, en medio del extraordinario proceso intelectual y
civilizador que fue el humanismo, la mujer siguió ocupando mayoritariamente su
tradicional situación de sombra” (p.98). Las mujeres doctas eran vistas con
desdén por los hombres y con distancia por las mujeres: pagaron el precio de la
soledad y el aislamiento. La italiana Isotta Nogarola lo resumió muy bien: “Las
burras me desgarran con sus dientes y los bueyes me clavan sus cuernos”
(p.104). Y a partir de ahí, para asombro del lector, la investigadora asturiana
empieza a colocar ante él los nombres y logros de un abultado elenco de
heroínas culturales: como Sofonisba Anguissola, a la que el propio rey Felipe
II instaló en su corte y se convirtió en dama de honor (y maestra de dibujo) de
la reina Isabel de Valois; o Teresa de Jesús, cuyo renombre literario no ha
languidecido desde su muerte hasta nuestros días; o sor María de Jesús de
Ágreda, poeta y pensadora que intercambió seiscientas cartas con el rey Felipe
IV, facilitándole reflexiones y consejos sobre política y economía; o sor
Marcela de San Félix, hija del genial Lope de Vega y, como él, poeta y
dramaturga; o María de Zayas y Sotomayor, escritora polémica y bastante poco
atendida, de la que se conservan pocos datos biográficos; o Luisa Roldán, escultora
habilidosa y tenaz defensora de su independencia personal y profesional; o, en
fin, Artemisia Gentileschi, “la pintora más prodigiosa de la historia del arte
(al menos hasta el siglo XX)” (p.265), que fue violada por Agostino Tassi, un
turbio colaborador de su padre, y que desde entonces se concentró en sus
increíbles habilidades pictóricas, llenando sus lienzos de mujeres de fuerte
carácter y comportamiento aguerrido.
Me
detengo aquí, porque resultaría ocioso resumirles lo que, entiendo, deberían
leer ustedes: lo pide el sentido común y lo pide la justicia.
No lo dejen pasar.
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