Pocas
cartas habrán tenido, en la historia de la literatura, tanta repercusión y
habrán generado tantos comentarios como la que Franz Kafka escribió para su
padre en 1919. En ella, el escritor checo volcó y diseccionó sus miedos, sus
traumas, sus desilusiones, frente a la figura estatuaria de su progenitor, del
que Ronald Hayman llegó a escribir que era “grande y fornido, con cuello de
toro, intimidatorio, seguro de sí mismo y próspero negociante cuyos
imprevisibles estallidos de cólera seguían amedrentándole”. Nada fácil abordar
una epístola así para un hijo. Tampoco resultaría fácil leerla para su padre.
Franz,
intentando partir en su misiva de un punto que destile poca acrimonia, no duda
en asegurar a Hermann que “ni por lo más remoto he creído yo nunca en una
culpabilidad de tu parte”. Pero, a continuación, yergue la mirada y anota con
detalle un buen número de situaciones en las que se sintió intimidado o
desdeñado por él: cuando se cambiaban juntos para acudir al baño y el hijo se
sentía un alfeñique al lado de la condición hercúlea del padre; las veces en
que usó un registro irónico o malicioso para referirse a personas por las que
su hijo había manifestado admiración; el tono de voz que empleaba siempre con
él, que lo acoquinaba y lo llevó desde muy joven al mutismo, a la expresión
tartamuda, al balbuceo; el poco respeto que mostró siempre por la actividad
literaria de Franz, mirando sus producciones como si fueran papeles sin valor;
la manera en que trazó una frontera frente a sus hijos, convirtiéndose en
alguien altanero, gritón e inaccesible; e incluso que lo haya invalidado para
el matrimonio, porque su ejemplo le mostraba una ruta que no le resultaba
apetecible ni admirable.
Daba
igual lo que hiciera (o esa sensación tuvo Franz, que viene a ser más o menos
lo mismo): jamás merecía su aprobación (“Por donde se mirase, siempre incurría
en falta frente a ti”). Eso lo volvió una criatura medrosa, encogida,
atemorizada, que no llegaba a creer en su propia valía. Pero, por encima de
todas estas frases amargas, el hijo quiere sobre todo abrir su corazón ante
Hermann (“Padre, por favor, entiéndeme”), quizá soñando con una postrera
reconciliación, que nunca se produjo.
Dura, llorosa y lúcida exposición de hechos (o quizá de percepción de hechos, pero insisto en que viene a ser lo mismo, puesto que se grabaron a fuego en el corazón de Franz) que hoy, un siglo después, nos sigue conmocionando.