jueves, 19 de junio de 2025

Cada Lunes de Aguas



La paciencia, en el mundo de la literatura, constituye una virtud no siempre lo bastante aplaudida. Por regla general, la tentación de la prisa suele obnubilar a los creadores, que se dejan embaucar por los brillos de la inmediatez. En el caso de Cada Lunes de Aguas, en cuyas páginas finales se indica que estamos ante el primer libro publicado por el autor (nacido en 1973), el aplauso debe adquirir rango mayúsculo, porque Juan Montiel demuestra que la vanidad o la urgencia no han logrado distraerlo, y que se ha aplicado a la confección de un volumen sólido, reflexivo y maduro, en el que la creación de atmósferas y el primor del vocabulario se aúnan para convertir la lectura en una experiencia única.

Relatos que huelen y saben a tierra y sudor, en una línea casi rulfiana (“Ardides de Caín”); electricidades de inquietante erotismo (“Jarandina”); retratos terribles sobre un mundo donde la mujer queda rebajada a una bochornosa condición casi animal (“El costado blanco de mi amor”); amores imposibles, surgidos en una época aciaga (“Amical”); vidas que se van deslizando pendiente abajo y que nos remiten a unas Alpujarras que esconden crímenes (“Todas las tardes había fiesta”); o Nocheviejas que derivan hacia el horror, por culpa de un juego macabro (“Sintra [343]”). En todos los ámbitos (la descripción paisajística, el trazado de argumentos envolventes, la pintura psicológica, los finales mágicos), el talento de Juan Montiel despliega su musculatura.

Pocas veces el premio Ignacio Aldecoa de cuentos habrá sido concedido con tanta justicia.

miércoles, 18 de junio de 2025

La mala hija

 


Un profesor que siente algo más que cariño por una de sus alumnas; adolescentes que no pueden evitar miradas lascivas hacia el cuerpo desnudo de sus amigos, en las duchas; chicas con TEA que se refugian en un mundo de dibujos manga y hackeos informáticos; estudiantes drogadas y luego sometidas a vejaciones sexuales inmundas; zapatillas manchadas de sangre; hermanas que rivalizan y se aman/odian desde la niñez; hombres poderosos y prepotentes que ven cómo su mundo se resquebraja tras el asesinato de su hija preferida; interrogatorios tensos, que bordean el acantilado de la explosión; enigmáticos motoristas con cascos integrales negros; disputas juveniles muy subidas de tono; vídeos que se difunden de manera bochornosa y que contienen imágenes inesperadas; móviles que desaparecen oportunamente; un buen número de falsedades y obstrucciones a la justicia (“Parece que mentir es el deporte local”, p.388)… La investigación sobre el caso de Belén Villalba no va a resultar, desde luego, sencilla; y mucho menos para la capitán Alma Ortega, que vuelve desde Madrid a su Almansa natal, enviada por sus superiores de la UCO. En esa localidad la espera un mundo que quiso dejar muy lejos de su corazón: una casa familiar que le trae malos recuerdos, una agria relación con su hermana mayor Paula (que también es guardia civil, aunque con graduación de teniente) y, en general, una atmósfera de frío y cotilleo que le resulta desagradable desde el primer minuto. Y el caso que debe investigar, aparte de cenagoso, se complica con sus propios dolores personales: su pareja acaba de morir, víctima de un cáncer.

Habilidoso y firme, como un director de orquesta que manejase la batuta siempre de la forma más adecuada, Pedro Martí mantiene en pie un circo de veinte pistas, que se mezclan sin perder sus perfiles. Y créanme que la envergadura del proyecto no era precisamente pequeña: sus retratos psicológicos o sus puntos de inflexión en la trama son pura orfebrería. En este blog ya he dejado noticia de novelas suyas como Donde lloran los demonios (https://rubencastillo.blogspot.com/2019/01/donde-lloran-los-demonios.html) o La pieza invisible (https://rubencastillo.blogspot.com/2024/07/la-pieza-invisible.html). Pero en esta ocasión, y qué alegría me da decirlo, ha superado la brillantez ya incuestionable de esas primeras producciones, y ha logrado una novela contundente y bien desarrollada, llena de momentos inolvidables y de páginas espléndidas (incluso aquellas que, por sus revelaciones, llegan a provocar un estremecimiento, casi vómito, en la persona que está leyendo). Yo les sugeriría que se fijasen especialmente en la exploración que el autor realiza sobre la capitán Alma Ortega y que nos muestra todas las luces y todas las sombras de un personaje complejísimo, embriagador e inolvidable. Y también les sugeriría que disfruten de la técnica de cajas chinas que el autor maneja a la perfección: cuando ya crees haber resuelto el enigma, un elemento inexplicado te hace dudar y surge otro pliegue; y, desvelado este, otro; y así sucesivamente, creando una atmósfera de continuas sorpresas (y también de un asco que crece hasta la asfixia en las últimas páginas y que llega a su clímax en la 612). No hay tregua hasta el final.

Dice la RAE que “impetrador” es quien solicita algo con encarecimiento y ahínco. Bien, pues yo, aprovechando que “impetrador” es un anagrama de “Pedro Martí”, les solicito con encarecimiento y ahínco que se dejen llevar por la propuesta de esta obra y se den un paseo largo y profundo por la Almansa más novelesca: van a pasar unos días muy entretenidos. Palabra.

lunes, 16 de junio de 2025

María Cayuela

 


Estamos habituados (por los libros de historia, sobre todo) a los heroísmos conocidos, resplandecientes y hasta estruendosos, pero qué poco se nos habla de los heroísmos pequeños, de los heroísmos que realizan personas diminutas, a quienes el tiempo deja en sus márgenes y sepulta con el polvo del anonimato. Menos mal que están ahí el cine, las canciones y la literatura, para ayudarnos a subsanar esa injusticia. El último ejemplo lo acabo de descubrir en el monólogo dramático María Cayuela, obra de Rosa Campos publicada por el sello Almadenes.

En ella descubrimos a la anciana protagonista, que ha encontrado en la joven Rocío un oído atento sobre el que depositar los pormenores de su vida, llena de sinsabores y amarguras, aunque también de enterezas y determinación. Nacida “cuando se estaba cerrando un siglo y llamando a la puerta el nuevo”, en el seno de una familia “de agricultores medieros de tierras de secano, tierras cagitaneras, de buena molla, que se regaban solo con la lluvia y hacían crecer la sementera con gracia”, María se acostumbró desde niña a la dureza de las faenas agrícolas (no había segador que la aventajara durante el trabajo). Más adelante, casada con Francisco y pronto viuda (tras la guerra civil, un encarcelamiento inicuo erosionó la salud de su esposo y lo condujo a la tumba), se vio forzada a un luto exigido por el entorno social, acre e inflexible (“¡Ah, las mujeres, cuánta tradición sin fuste cargada a nuestras espaldas!”). Y, cuando el amor volvió a visitarla en la persona de Antonio (“Estaba descubriendo que podía seguir amando a Francisco desde el recuerdo, desde el ayer, y a Antonio desde el ahora”), las insidias malbarataron la relación.

Ahora, en el delta de la senectud, la vigorosa anciana charla con la adolescente Rocío para compartir sus vivencias, para enseñarle la dureza y también la luz que presentan los caminos de la vida, “porque pertenecemos a esa clase de gente que queremos mantener la lámpara encendida para no dejar de descubrir que tanto la pasión como la templanza nos pertenecen, que estamos habitadas por la energía que nos hace poderosas”.

Una pieza breve, densa, vitalista y de hondo calado humano, que nos invita a conocer el temple íntimo de muchas mujeres que, contra viento y marea, alzaron su mirada y pidieron voz. Búsquenla.

sábado, 14 de junio de 2025

U.N.I.

 


Gracias a libros como Yo, robot, a películas como Terminator o Descifrando Enigma y, sobre todo, a la aceleración geométrica que está protagonizando la tecnología en los últimos años, el tema de la inteligencia artificial se ha convertido en ingrediente ineludible en nuestras vidas. El proceso, que para Alan Turing o Isaac Asimov pertenecía al ámbito del futuro, ya se ha instalado en el presente, y nos lanza una pregunta que, lejos de todo oropel retórico y de toda condición jocosa, adquiere unos tintes removedores: ¿puede una IA estar viva? ¿Puede experimentar emociones como la amistad, el miedo o el desamparo? ¿Puede plantearse dilemas éticos?

Antonio Garber nos invita a reflexionar sobre estos asuntos en su reciente novela U.N.I.. En ella encontramos a Daniel Pérez, un estudiante de 17 años que alterna los estudios en el instituto con un trabajo como repartidor de comida a domicilio ("Yo, un robot de carne a las órdenes de un algoritmo millonario", p.21) y que, en sus horas libres, se refugia dentro de su ordenador, en el juego Radical Shockers, donde suele coincidir con otra jugadora que responde al nombre de Uni. El aburrimiento, la falta de horizontes, la pertenencia a una familia que vive anclada ante el televisor y la distancia que su antigua amiga Elena lleva marcando con él desde hace años constituyen los elementos más destacados de su día a día. Pero, de pronto, una circunstancia inquietante dará un vuelco a la grisura de su vivir: tras sospechar que Uni no es una persona, sino una IA, Daniel comprobará que alguien empieza a controlar todos sus movimientos, a acosarlo, a perseguirlo. Llega a sentir el miedo. Y, desde luego, sus temores no son infundados, porque una corporación casi omnipotente lo ha convertido en centro de sus sospechas.

Nace así una acción trepidante, cuyos pormenores descubrirá la persona que abra sus páginas y que la conducirán por un laberinto de intereses económicos, control social y manipulaciones psicológicas, que pondrá la vida de Daniel (y, de rebote, la de su amiga Elena) al borde del abismo.

Eso sí (todo hay que decirlo, porque los lectores se lo merecen): si te resultan más bien ininteligibles palabras como exploit, Rubber Ducky, mods, meatspace, estática parasitaria, FPS o NPC, sería conveniente leer este libro junto a un ordenador, para consultar la terminología y no perderte. Es el único problema que le encuentro a una novela bien armada y de desarrollo convincente, que obtuvo el XVII premio Tristana y que ahora está disponible en las librerías gracias al sello palentino Menoscuarto.

jueves, 12 de junio de 2025

La flecha invertida

 


John Rambo se ha ocultado en una vieja mina abandonada, intentando que lo dejen en paz; pero los lugareños, que han acudido hasta el monte con armas de todo tipo, han logrado acorralarlo. Su respiración es afanosa, y mucho más lo será cuando uno de esos imbéciles provoque el derrumbamiento de la mina. A Rambo no le queda más solución que adentrarse en la oscuridad, descender por galerías tenebrosas, fabricarse una antorcha rudimentaria, avanzar con agua hasta las rodillas, sentir el ataque de las ratas y soportar con entereza la sofocación de la claustrofobia. Después de mucho tiempo, cuando la esperanza se está diluyendo en su corazón, vislumbra una luz y sabe que podrá salir de nuevo al aire libre.

No estoy contando todo esto porque me haya vuelto loco, sino porque acabo de terminar la novela La flecha invertida, de Castro Lago, y las imágenes de esa película de Ted Kotcheff me venían constantemente a la memoria mientras iba avanzando por sus páginas. En ellas, la atribulada Johanne, una mujer que ronda el medio siglo, que sufrió un terrible episodio de abuso sexual en su familia (a su padre lo llama desde entonces El Lobo) y que después vivió una experiencia de pareja realmente desastrosa (“Había huido de un agresor para marcharme con un maltratador”, p.32), ha decidido avanzar por las tinieblas de su mina interior y vaciarse contando su atroz experiencia; y para ello recurre al más íntimo de los desahogos: las cartas. Así, se dirige por escrito a su primer gran amigo, Alain; a su hermano Didier, que la acogió cuando ella necesitó su apoyo; a sus hermanas Claudine y Sophie, a las cuales necesita sentir cerca en estos instantes de confesión y catarsis (“Me parece tan injusto hablarlo con una psicóloga y no ser capaz de hablarlo con mis hermanas”, p.47); a su sobrino Louis (que se suicidó a los veintisiete años y por quien sintió un amor casi maternal); a su madre, a quien señala como cómplice silenciosa del marido, en aquellos años tristísimos; a sus padres (al Lobo y al que luego descubrió que era su auténtico progenitor); y, finalmente, al autor de estas páginas, a quien le encomienda la misión de convertir su angustia, su zozobra, su desgarro, en un libro.

El resultado es un documento espléndido y sobrecogedor sobre el alma, un devastador análisis de las miserias y de las grandezas del ser humano, que se lee con el estómago encogido y con los ojos húmedos.

Otro gran acierto editorial del sello Talentura, que les recomiendo de corazón.

miércoles, 11 de junio de 2025

Don Juan Tenorio



Sí, he vuelto a releer el drama romántico Don Juan Tenorio, de José Zorrilla. Y lo he hecho porque, revisando libros que, siendo de mi padre, ahora están en mis estanterías, he recordado lo mucho que le agradaba la sonoridad de estos versos. Y con toda la razón. Ese monólogo del protagonista, en la hostería del Laurel, pavoneándose ante sus oyentes de sus proezas amatorias; ese don Luis Mejía, replicando con no menor jactancia; esas ostentaciones de “honor” y espadas nerviosas; esa doña Inés, que se quiebra de puro lilial; esos don Gonzalo y don Diego, tan calderonianos; esa escena en el cementerio… Sí, la música de Zorrilla es incuestionable, y quizá por eso mismo he leído la obra en voz alta (por si mi padre me estaba escuchando desde Allá): gana mucho.

Obviamente, hay que leerla mientras se dejan de lado todas nuestras ideas sobre comportamientos machistas o clasistas, porque de lo contrario nos pasaremos el tiempo enarcando las cejas de disgusto: no en vano hablamos de un tipo que actúa como un insensible coleccionista de trofeos amorosos, y resulta deleznable el modo en que afronta su relación con las mujeres. Sirva como ejemplo ese instante en que don Luis, mirando la asombrosa lista de mujeres que Tenorio asegura haber enamorado, le pregunta cuántas jornadas emplea en cada conquista y don Juan, fatuo, responde con presteza: “Partid los días del año / entre las que ahí encontráis. / Uno para enamorarlas, / otro para conseguirlas, / otro para abandonarlas, / dos para sustituirlas / y una hora para olvidarlas”. Imposible no sonreír ante la hipérbole. E imposible aceptar su actitud, en nuestros tiempos.

También hay que mostrarse flexibles ante la rapidísima evolución de don Juan en lo referente a sus creencias religiosas. Durante todo el drama se ha pronunciado de forma irreverente, afirmando que no cree en nada más allá de la vida, pero la convención dramática nos obligará a aceptar su rapidísima conversión. En el verso 3221 aún dice que “jamás” ha creído en esa vida ultraterrena; en el 3619 ya asegura que “vacila”; y en el 3766, genuflexo, le dice a Dios: “Creo en Ti”. En las cercanías del abismo, conviene abdicar de las rebeldías y de las convicciones. Por si acaso.

Pero lo importante es sin duda otra cosa: el vuelo airoso del drama, su seductor aparato verbal, su avance aguerrido, que no pierden brillantez, aunque hayan pasado tantos años (181) desde su estreno. ¿De cuántas obras teatrales se puede decir lo mismo? Ha ido por ti, papá.

lunes, 9 de junio de 2025

El hombre gris

 


Si les digo que El hombre gris es una novela que tiene 345 páginas y, justo después, aseguro que es corta, ustedes pensarán que mis nociones sobre el mundo de la literatura son algo precarias o que, directamente, les tomo el pelo. Pero les puedo asegurar que las dos afirmaciones son compatibles, porque lo que un texto literario “es” proviene en realidad de la forma en que incide sobre el ánimo de quienes leen la obra. Y, en ese sentido, las 345 páginas de este volumen se hacen cortas: tanta es la fascinación, la seducción, el gancho que despliegan sobre los ojos de quien se acerca y abre el tomo. En realidad (y lo saben quienes tienen la amabilidad de leer mis reseñas), esto no constituye una sorpresa de ningún tipo: pertenezco al grupo de lectores que considera a José Antonio Jiménez-Barbero un narrador de primer orden, un narrador excepcional. De lo mejor. Tiene el don de construir ficciones y de contarlas magistralmente. Un fuera de serie.

Esta vez, nos llevará hasta el mundo de Galicia, donde un juez que se encuentra al borde de la muerte por un cáncer pulmonar (Samuel Ermida) recibe paquetes que contienen dedos amputados a niñas cuyos cadáveres aparecen poco después. En la investigación de tan macabro caso conoceremos a la capitana Teresa Rull (una mujer de gran envergadura física y de férreo carácter), al teniente Orestes Padilla (cuya homosexualidad es mal vista en ciertos sectores de la guardia civil, donde sirve), al capitán Goyo Fábregas (que mantiene una actitud hostil hacia Teresa Rull por sucesos del pasado), al profesor Gualberto Casal (que ayuda a la policía en la resolución de casos complejos), a un periodista llamado Roque (al que le aguarda un destino terrible) e incluso a un perro, al que Samuel Ermida bautiza como Ulises, pese a que su nombre original es otro. Todos ellos (y algunos protagonistas más) irán enredándose en una malla diabólica, con personalidades nauseabundas escondidas, asesinatos inmisericordes, incendios sospechosos, disparos a quemarropa, secuestros, asaltos bajo la lluvia y venganzas dilatadas durante décadas.

¿Y cómo se sostiene una trama tan enrevesada? Pues gracias a la pluma del autor, tan dotada para la acción como para la introspección, tan convincente en los momentos truculentos como en las escenas amorosas. El nombre de José Antonio Jiménez-Barbero tiene que ser apuntado y subrayado en la agenda lectora de cualquiera que quiera conocer lo mejor que se está haciendo en la literatura actual. En mi blog, ya lo saben, figura en primerísimo plano.

domingo, 8 de junio de 2025

A la orilla del río de los sucesos

 


He leído varias veces (pero nunca he podido localizar tales palabras en ninguno de sus libros) que José Ortega y Gasset consideraba a Salvador de Madariaga un “tonto en cinco idiomas”. Si la cita es auténtica, me permitiré la cortesía de no opinar sobre ella. Pero sí que comentaré la buenísima impresión que me ha dejado la lectura del volumen A la orilla del río de los sucesos, donde se reúnen artículos periodísticos y ensayos del diplomático y escritor coruñés. Siguiendo un método que, paradójicamente, se acerca al sugerido en El espectador, Madariaga se aproxima a los hechos que fueron acaeciendo en el mundo y nos traslada sus reflexiones sobre ellos.  “¿Yo? Aquí, en la orilla. ¿Los sucesos? En su cauce. ¿El tiempo? Corriendo, sin exagerar. Todo en regla. A escribir…”, nos dice en la página 7 del tomo. Y ciertamente que lo hace con sensatez y buen juicio, hasta conformar un libro inteligente, sosegado, respetuoso y de gran valor, que nos invita a reflexionar sobre algunas cuestiones cruciales, como el colonialismo, que mantiene todavía demasiados tentáculos sobre África; sobre el racismo, auténtica lacra que le horroriza; sobre el necesario diálogo entre los pueblos; sobre el respeto a todas las lenguas del país (insiste en que se fomente el estudio y manejo de catalán, gallego y vasco en todas las universidades de España); sobre la pugna terrible entre fascismo y comunismo (en medio de la cual “el hombre que piensa por cuenta propia es el enemigo de ambos”, como anota en la página 127); sobre la ceguera que supone seguir idolatrando a la Unión Soviética, una vez conocidos sus atroces, continuos e impunes crímenes, no comparables a los de ningún otro país (“Una cosa es el mal que se comete por infracción del sistema y otra el mal que se comete por aplicación del sistema”); sobre la medicina de su tiempo (sin eludir su opinión sobre la homeopatía); y sobre varios temas igualmente curiosos e interesantes, como los premios Nobel o los ordenadores (en los que advierte, de forma temprana, su condición de elementos revolucionarios).

¿Tonto en cinco idiomas? No me lo ha parecido, en verdad. Antes bien, creo que se trata de una mente lúcida, cuyas ideas he seguido con interés.

viernes, 6 de junio de 2025

Mis páginas mejores

 


Hay que tener cuidado (mucho cuidado, en realidad) con la forma en que leemos a Julio Camba porque, si nos dejamos guiar por el sentido literal de sus palabras, concluiremos que se trataba de una persona sexista, racista, clasista y desdeñosa, a la que todo desagrada y en la que todo sirve como motivo de burla. Obviamente, se trata de una impresión equivocada, porque el humor irónico del gallego (o, si lo prefieren, el humor gallego del irónico) hay que entenderlo desde el principio. Así que (prepárense) piensa que las inglesas feas son “malas, desgarbadas, antipáticas, estúpidas y cortas de vista; usan lentes y hacen propaganda a favor del sufragio femenino” (p.97); que los ingleses, tan tiesos, tan formales, tan cumplidores, funcionarían muy bien como postes telegráficos (p.108); que los usos culinarios europeos están muy bien definidos (“Inglaterra es un pueblo que come lo que necesita; Francia es un pueblo que come lo que no necesita. España es un pueblo que no come lo que necesita. Inglaterra está ágil. Francia está gorda. España está en los huesos”, p.126); que Alemania “es como si la hubieran amasado con levadura de cerveza. El cielo, las nubes parecen vapores de cerveza. Yo creo que la cerveza regula en Múnich la temperatura, así como en otros lados la regula el mar” (p.150); que, dada la obsesión de los yanquis por estar siempre mascando chicle, habría que conocerlos como los Estados Engomados (p.190); que el sistema político republicano falla en su base (“La República tiene mala suerte. La mala suerte de no encontrar problemas para sus soluciones”, p.366); o que resulta muy curioso observar las barbas que hay en la judería de Nueva York (“Barbas vegetales de esparto, de rafia, de cáñamo, de maíz, de algodón en rama, y barbas animales de cabrón, de búho, de puerco espín. Barbas en forma de escoba y barbas en forma de zorros”, p.215).

Pero, insisto, seamos flexibles. No nos enfademos ni le adhiramos etiquetas demasiado agresivas. Camba es así. Hay que aceptar la condición alígera, liviana, casi frívola de muchos de los textos (sin que esto suponga menoscabo de su calidad narrativa). Hay que aceptar que él juguetea, ironiza, centra su mirada en fruslerías paradójicas o en flancos útiles para desplegar su ingenio. Y, entonces, aceptadas las reglas del juego, nos dejará en los ojos su cargamento de reflexiones sobre el colegio (“De la escuela se sale con un odio terrible al estudio”, p. 85), sobre el futuro (“El día en que la minoría quiera, la mayoría desaparecerá. Entonces se verá clara la bárbara monstruosidad de las grandes ciudades, y la humanidad volverá a congregarse en pequeños núcleos bajo climas benignos”, p.258), sobre la abulia (“Si yo tengo una verdadera afición en el mundo es la afición a la pereza. La pereza constituye mi vicio central, mi pasión única”, p.388) o sobre la bohemia (“No hay en el mundo mentalidad más rutinaria que la mentalidad bohemia. Una cosa es no tener convencionalismos y otra tener el convencionalismo de no tenerlos. Una cosa es la despreocupación y otra la preocupación de ser muy despreocupados. Una cosa, en fin, es carecer de hábitos regulares y otra el considerar la irregularidad como un hábito que no debe quebrantarse nunca”, p.405).

Magnífica edición del profesor Francisco Fuster y, desde luego, magnífica idea la de Cátedra de recuperar estos textos del emblemático periodista. Memorable.

jueves, 5 de junio de 2025

El sendero

 


Me atrapa la novela El sendero, de Naguib Mahfuz, que leo en la traducción de María Luisa Prieto. Y cuando utilizo el verbo “atrapar” me refiero a que el autor, perversamente, nos coloca a los lectores en una posición de incómodo privilegio: la de “comprender” lo que el protagonista se niega a advertir, en una ceguera que lo lleva a la perdición. Resumamos un poco los hechos narrados, para que pueda comprenderse.

Sabir es un joven que, tras morir su madre (antigua reina de la prostitución en Alejandría, que ha pasado sus últimos tiempos en la cárcel), descubre que su padre no está en realidad muerto, sino que vive. Se llama Sayid Sayid Al Rahimi y es un hombre poderoso y adinerado, al cual Sabir tiene que localizar. Huérfano sin recursos, la protección de ese hombre garantizará su porvenir. Pero como la búsqueda en Alejandría no surte efecto, Sabir se desplaza a El Cairo. Y justo en esa ciudad conocerá a las dos mujeres que escindirán su corazón: de un lado está Ilham, que trabaja en un periódico; del otro, Karima, esposa del dueño del hotel donde se ha instalado Sabir. La primera es dulce, cariñosa, envolvente, abnegada; la segunda, sensual, maquiavélica y manipuladora. Para perfeccionar el drama, el corazón de Sabir se inclina por Ilham, pero el resto de su cuerpo, encendido de pasión erótica, se abandona en las manos de Karima. O, dicho con las palabras exactas del premio Nobel egipcio, “Ilham era un cielo puro sobre una tierra de serenidad y Karima un cielo cargado de nubes amenazadoras de truenos, relámpagos y lluvia” (p.115). Cuando la segunda le plantee matar al marido para quedarse con el hotel y comenzar una vida juntos, Sabir asentirá.

Astuto hasta la perversidad, Naguib Mahfuz nos convertirá en espectadores de una deriva que no seremos capaces de detener, y eso acelerará nuestro pulso: nos decepcionará el modo en que Sabir se mantiene impermeable ante la ternura liberadora de Ilham; nos enojará la manera en que el protagonista deja que sus genitales piensen por él, llevándolo por el sendero del crimen. Y, sobre todo, nos asombrará la manera laxa en que abandona todas las soluciones de su futuro en manos de su hipotético padre, como si él no tuviera que hacer nada por sí mismo, ni siquiera trabajar. El resultado es una novela irritante y de difícil olvido, en cuyas últimas páginas descubriremos si el protagonista ha aprendido algo (o no) durante su experiencia cairota.

martes, 3 de junio de 2025

Cuando era feliz e indocumentado

 


Gabriel García Márquez nos resume, con gracejo y amenidad (la mezcla de sucesos memorables y bagatelas irónicas es altamente divertida), el año 1957:  nos ofrece una crónica sobre la fuga carcelaria de Patricio Kelly, líder de la Alianza Revolucionaria Argentina; nos realiza un resumen de las intervenciones que los religiosos llevaron a cabo para contribuir al derrocamiento del dictador Pérez Jiménez; nos suministra un buen número de datos sociológicos, económicos, migratorios y políticos sobre la Venezuela de finales de los años 50; nos relata la angustiosa situación que tuvo que vivir Carmelo Martín Reverón cuando su hijo de 18 meses fue mordido por un perro rabioso y debió emprender una carrera contrarreloj en busca de un medicamento que lo librase de la muerte; nos reseca el gaznate cuando nos recuerda la feroz sequía que asoló Caracas y que puso a su población al borde de la muerte por deshidratación; nos ofrece un retrato del juvenil e impetuoso revolucionario Fidel Castro, justo en los días en que comenzó su lucha en la Sierra Maestra; nos habla del célebre caballo de carreras Senegal; y, en fin, dice en voz alta que sus ojos horrorizados vieron en cierta ocasión siete sicilianos muertos.

Son historias periodísticas que nos informan de sucesos y personajes a los que el tiempo, en su mayor parte, se ha tragado y oscurecido, pero que se mantienen en pie gracias a la escritura habilidosa y convincente del narrador colombiano, que las exonera de su caducidad inevitable.

Un libro menor, pero de lectura amena.

domingo, 1 de junio de 2025

Retratos


 

Vuelvo (siempre es una delicia) hasta las páginas de Andrés Amorós, que ahora me permite leer estos Retratos (Historias verdaderas y fingidas) que le publica el sello Fórcola. Y resulta difícil, y por eso mismo estimulante, definir qué hay en el espíritu de estas viñetas. Porque “retratos”, desde luego, son: vemos el rostro, el temperamento, la peripecia de algunos personajes, que son dibujados con pinceladas breves y elegantes. Pero también son “relatos”, porque la voluntad del autor es claramente narrativa: quedan conformados como diminutos cuadros, al modo de cuentos breves, cuyo aroma cautiva. Y también son “recatos”, porque el pudor modera el exceso de revelaciones nominales y tiñe de acertijo muchas de las páginas del volumen. Creemos descubrir aquí y allá ciertas hebras, de las que tiramos para llegar hasta la revelación final, pero nunca se nos facilita esta: quizá porque el hecho estético es, como decía Borges, la inminencia de una revelación que nunca llega a producirse. “Parece que habla de o que se refiere a”. Eso es todo. El anzuelo, que no duele, pero que encandila, se clava en nuestra cabeza y nos permite el juego de aventurar.

Andrés Amorós nos dice que ha encontrado durante su vida muchas personas ante las cuales “yo miraba, escuchaba, callaba y aprendía: ese era mi papel” (p.62). Y ahora, seductor, nos ofrece estos retratos para que nosotros también miremos, escuchemos, callemos y aprendamos con las enseñanzas de don José, del “guesentido”, del psiquiatra judío, del hombre que se enamoró de la chica que salió de una tarta, del teórico sobre la forma craneal de los vascos o del consigliere. Una delicia, créanme.