Hay
que tener cuidado (mucho cuidado, en realidad) con la forma en que leemos a
Julio Camba porque, si nos dejamos guiar por el sentido literal de sus
palabras, concluiremos que se trataba de una persona sexista, racista, clasista
y desdeñosa, a la que todo desagrada y en la que todo sirve como motivo de
burla. Obviamente, se trata de una impresión equivocada, porque el humor
irónico del gallego (o, si lo prefieren, el humor gallego del irónico) hay que
entenderlo desde el principio. Así que (prepárense) piensa que las inglesas
feas son “malas, desgarbadas, antipáticas, estúpidas y cortas de vista; usan
lentes y hacen propaganda a favor del sufragio femenino” (p.97); que los
ingleses, tan tiesos, tan formales, tan cumplidores, funcionarían muy bien como
postes telegráficos (p.108); que los usos culinarios europeos están muy bien
definidos (“Inglaterra es un pueblo que come lo que necesita; Francia es un
pueblo que come lo que no necesita. España es un pueblo que no come lo que
necesita. Inglaterra está ágil. Francia está gorda. España está en los huesos”,
p.126); que Alemania “es como si la hubieran amasado con levadura de cerveza.
El cielo, las nubes parecen vapores de cerveza. Yo creo que la cerveza regula
en Múnich la temperatura, así como en otros lados la regula el mar” (p.150);
que, dada la obsesión de los yanquis por estar siempre mascando chicle, habría
que conocerlos como los Estados Engomados (p.190); que el sistema político
republicano falla en su base (“La República tiene mala suerte. La mala suerte
de no encontrar problemas para sus soluciones”, p.366); o que resulta muy
curioso observar las barbas que hay en la judería de Nueva York (“Barbas
vegetales de esparto, de rafia, de cáñamo, de maíz, de algodón en rama, y
barbas animales de cabrón, de búho, de puerco espín. Barbas en forma de escoba
y barbas en forma de zorros”, p.215).
Pero,
insisto, seamos flexibles. No nos enfademos ni le adhiramos etiquetas demasiado
agresivas. Camba es así. Hay que aceptar la condición alígera, liviana, casi
frívola de muchos de los textos (sin que esto suponga menoscabo de su calidad
narrativa). Hay que aceptar que él juguetea, ironiza, centra su mirada en
fruslerías paradójicas o en flancos útiles para desplegar su ingenio. Y,
entonces, aceptadas las reglas del juego, nos dejará en los ojos su cargamento
de reflexiones sobre el colegio (“De la escuela se sale con un odio terrible al
estudio”, p. 85), sobre el futuro (“El día en que la minoría quiera, la mayoría
desaparecerá. Entonces se verá clara la bárbara monstruosidad de las grandes
ciudades, y la humanidad volverá a congregarse en pequeños núcleos bajo climas
benignos”, p.258), sobre la abulia (“Si yo tengo una verdadera afición en el
mundo es la afición a la pereza. La pereza constituye mi vicio central, mi
pasión única”, p.388) o sobre la bohemia (“No hay en el mundo mentalidad más
rutinaria que la mentalidad bohemia. Una cosa es no tener convencionalismos y
otra tener el convencionalismo de no tenerlos. Una cosa es la despreocupación y
otra la preocupación de ser muy despreocupados. Una cosa, en fin, es carecer de
hábitos regulares y otra el considerar la irregularidad como un hábito que no
debe quebrantarse nunca”, p.405).
Magnífica edición del profesor Francisco Fuster y, desde luego, magnífica idea la de Cátedra de recuperar estos textos del emblemático periodista. Memorable.
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