viernes, 6 de junio de 2025

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Hay que tener cuidado (mucho cuidado, en realidad) con la forma en que leemos a Julio Camba porque, si nos dejamos guiar por el sentido literal de sus palabras, concluiremos que se trataba de una persona sexista, racista, clasista y desdeñosa, a la que todo desagrada y en la que todo sirve como motivo de burla. Obviamente, se trata de una impresión equivocada, porque el humor irónico del gallego (o, si lo prefieren, el humor gallego del irónico) hay que entenderlo desde el principio. Así que (prepárense) piensa que las inglesas feas son “malas, desgarbadas, antipáticas, estúpidas y cortas de vista; usan lentes y hacen propaganda a favor del sufragio femenino” (p.97); que los ingleses, tan tiesos, tan formales, tan cumplidores, funcionarían muy bien como postes telegráficos (p.108); que los usos culinarios europeos están muy bien definidos (“Inglaterra es un pueblo que come lo que necesita; Francia es un pueblo que come lo que no necesita. España es un pueblo que no come lo que necesita. Inglaterra está ágil. Francia está gorda. España está en los huesos”, p.126); que Alemania “es como si la hubieran amasado con levadura de cerveza. El cielo, las nubes parecen vapores de cerveza. Yo creo que la cerveza regula en Múnich la temperatura, así como en otros lados la regula el mar” (p.150); que, dada la obsesión de los yanquis por estar siempre mascando chicle, habría que conocerlos como los Estados Engomados (p.190); que el sistema político republicano falla en su base (“La República tiene mala suerte. La mala suerte de no encontrar problemas para sus soluciones”, p.366); o que resulta muy curioso observar las barbas que hay en la judería de Nueva York (“Barbas vegetales de esparto, de rafia, de cáñamo, de maíz, de algodón en rama, y barbas animales de cabrón, de búho, de puerco espín. Barbas en forma de escoba y barbas en forma de zorros”, p.215).

Pero, insisto, seamos flexibles. No nos enfademos ni le adhiramos etiquetas demasiado agresivas. Camba es así. Hay que aceptar la condición alígera, liviana, casi frívola de muchos de los textos (sin que esto suponga menoscabo de su calidad narrativa). Hay que aceptar que él juguetea, ironiza, centra su mirada en fruslerías paradójicas o en flancos útiles para desplegar su ingenio. Y, entonces, aceptadas las reglas del juego, nos dejará en los ojos su cargamento de reflexiones sobre el colegio (“De la escuela se sale con un odio terrible al estudio”, p. 85), sobre el futuro (“El día en que la minoría quiera, la mayoría desaparecerá. Entonces se verá clara la bárbara monstruosidad de las grandes ciudades, y la humanidad volverá a congregarse en pequeños núcleos bajo climas benignos”, p.258), sobre la abulia (“Si yo tengo una verdadera afición en el mundo es la afición a la pereza. La pereza constituye mi vicio central, mi pasión única”, p.388) o sobre la bohemia (“No hay en el mundo mentalidad más rutinaria que la mentalidad bohemia. Una cosa es no tener convencionalismos y otra tener el convencionalismo de no tenerlos. Una cosa es la despreocupación y otra la preocupación de ser muy despreocupados. Una cosa, en fin, es carecer de hábitos regulares y otra el considerar la irregularidad como un hábito que no debe quebrantarse nunca”, p.405).

Magnífica edición del profesor Francisco Fuster y, desde luego, magnífica idea la de Cátedra de recuperar estos textos del emblemático periodista. Memorable.

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