Sí,
he vuelto a releer el drama romántico Don Juan Tenorio, de José
Zorrilla. Y lo he hecho porque, revisando libros que, siendo de mi padre, ahora
están en mis estanterías, he recordado lo mucho que le agradaba la sonoridad de
estos versos. Y con toda la razón. Ese monólogo del protagonista, en la
hostería del Laurel, pavoneándose ante sus oyentes de sus proezas amatorias;
ese don Luis Mejía, replicando con no menor jactancia; esas ostentaciones de
“honor” y espadas nerviosas; esa doña Inés, que se quiebra de puro lilial; esos
don Gonzalo y don Diego, tan calderonianos; esa escena en el cementerio… Sí, la
música de Zorrilla es incuestionable, y quizá por eso mismo he leído la obra en
voz alta (por si mi padre me estaba escuchando desde Allá): gana mucho.
Obviamente,
hay que leerla mientras se dejan de lado todas nuestras ideas sobre
comportamientos machistas o clasistas, porque de lo contrario nos pasaremos el
tiempo enarcando las cejas de disgusto: no en vano hablamos de un tipo que
actúa como un insensible coleccionista de trofeos amorosos, y resulta
deleznable el modo en que afronta su relación con las mujeres. Sirva como
ejemplo ese instante en que don Luis, mirando la asombrosa lista de mujeres que
Tenorio asegura haber enamorado, le pregunta cuántas jornadas emplea en cada
conquista y don Juan, fatuo, responde con presteza: “Partid los días del año /
entre las que ahí encontráis. / Uno para enamorarlas, / otro para conseguirlas,
/ otro para abandonarlas, / dos para sustituirlas / y una hora para olvidarlas”.
Imposible no sonreír ante la hipérbole. E imposible aceptar su actitud, en
nuestros tiempos.
También
hay que mostrarse flexibles ante la rapidísima evolución de don Juan en lo
referente a sus creencias religiosas. Durante todo el drama se ha pronunciado
de forma irreverente, afirmando que no cree en nada más allá de la vida, pero
la convención dramática nos obligará a aceptar su rapidísima conversión. En el
verso 3221 aún dice que “jamás” ha creído en esa vida ultraterrena; en el 3619 ya
asegura que “vacila”; y en el 3766, genuflexo, le dice a Dios: “Creo en Ti”. En
las cercanías del abismo, conviene abdicar de las rebeldías y de las
convicciones. Por si acaso.
Pero lo importante es sin duda otra cosa: el vuelo airoso del drama, su seductor aparato verbal, su avance aguerrido, que no pierden brillantez, aunque hayan pasado tantos años (181) desde su estreno. ¿De cuántas obras teatrales se puede decir lo mismo? Ha ido por ti, papá.
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