viernes, 30 de mayo de 2025

El Aleph

 


Creo que es la tercera vez (quizá la cuarta) que leo El Aleph, de Jorge Luis Borges. No guardo anotación escrupulosa de la cronología de todas esas lecturas, pero sé que la primera fue durante el curso universitario 1988-89 y que la “culpa” directa hay que achacársela sin vacilación a Vicente Cervera Salinas, que entonces me explicaba Literatura Hispanoamericana y que, con un par de comentarios elogiosos y un par de citas provocó mi curiosidad por el autor argentino. Ahora, mucho tiempo después, vuelvo a fondear con idéntico placer y con idéntico fervor en la playa de antaño.

Me sabía de memoria (o casi) los “argumentos” de estas historias, pero en Borges ese detalle es ocioso, porque lo deslumbrante, lo que no se oxida ni erosiona, es su forma de contar, el léxico inaudito, el vuelo de la frase. Acompañas a Marco Flaminio Rufo en su viaje para descubrir el río cuyas aguas otorgan la rareza de la inmortalidad; recuerdas cómo muere Benjamín Otálora (“un triste compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje”); te deslumbra la feroz polémica que se establece durante años entre Aureliano y Juan de Panonia; admiras el arrojo visionario de Tadeo Isidoro Cruz, que en los minutos finales de su vida descubre el esplendor noble de la traición; comprendes la laboriosa maquinación de Emma Zunz para ultimar su venganza; consultas el bol de monedas que tienes encima de la mesa del despacho, por si alguna de ellas recordara los perfiles del Zahir; te comienzas a fijar en la piel de todos los animales, como hizo el sacerdote Tzinacán dentro de su sofocante celda; te dejas seducir por la luminosa posibilidad de que otro Carlos Argentino Daneri te revele la ubicación exacta de un aleph; o pestañeas incrédulo ante el crimen de los Nielsen, que aúna barbarie y fraternidad.

Pero, como indiqué al principio, lo más asombroso, lo que embriaga y siempre encandila, es el decir borgiano, que nos transmite verdades quizá impensadas (“Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte”); que nos ilumina sobre ciertas paradojas sentimentales (“Hay quien busca el amor de una mujer para olvidarse de ella, para no pensar más en ella”) o sobre el sentido de nuestra existencia (“Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”); que define a filósofos como Aristóteles de la manera más increíble y reverencial (“Había sido otorgado a los hombres para enseñarles todo lo que se puede saber”); o que nos retrata a una bella dama de forma inmejorable (“Sus retratos, hacia 1930, obstruían las revistas mundanas; esa plétora acaso contribuyó a que la juzgaran muy linda, aunque no todas las efigies apoyaran incondicionalmente esa hipótesis”).

Les traslado una última sugerencia: fíjense siempre en los adjetivos y en los verbos que Borges elige para construir sus frases. Raro serán que los descubran mejores (o más singulares, o más inesperados) en ningún otro autor.

Fue un maestro. Es un maestro. Sus libros quedarán.

miércoles, 28 de mayo de 2025

El caso Saint-Fiacre

 


Maigret, que tiene al comenzar la novela cuarenta y dos años y que reconoce estar algo pasado de peso, vuelve a su localidad natal de Saint-Fiacre, porque la policía ha recibido una inquietante nota donde se indica que va a cometerse un crimen en la primera misa del Día de Difuntos. Tal afirmación provoca en el comisario un evidente interés profesional, que se troca en pasmo cuando, sin que nadie parezca intervenir, la vieja condesa caiga muerta después de haber tomado la comunión. A partir de ese instante, como resulta fácil comprender, Maigret abre los ojos y comienza su investigación. ¿Quién puede haber cometido ese crimen invisible?

Todos los actores del drama comienzan a tomar cuerpo ante el investigador: el joven Jean Métayer, quien oficialmente era el secretario de la condesa… y de forma oficiosa es su amante; el irresponsable Maurice, que lleva un buen número de años esquilmando las finanzas de su difunta madre, pidiéndole dinero para cubrir sus estropicios (borracheras, viajes, cheques sin fondos); el administrador Gautier, que se ocupa de ir salvando la situación económica de la condesa como puede; el médico Bouchardon, que se encarga de los detalles forenses (aunque no era el galeno habitual de la condesa); el cura de la localidad, que asegura saber algo, que no puede revelar por haberlo escuchado durante una confesión… Todos ellos tienen motivos para ser considerados culpables, pero no resulta posible determinar la culpabilidad de ninguno. Porque, entre otras cosas, ¿cómo culpar de un crimen donde nadie ha rozado siquiera a la víctima?

Con una solución final a la vieja usanza (todos son convocados para una cena, en la que se analizarán los detalles y se dilucidará la identidad del asesino), El caso Saint-Fiacre, que leo en la traducción de Lluís Maria Todó, regala un par de tardes de entretenimiento policial, que siempre es bienvenido.

martes, 27 de mayo de 2025

Canción de cuna

 


Decido añadir otro nombre de mujer en mi blog y me adentro por las páginas de la obra dramática Canción de cuna, de Gregorio Martínez Sierra. Quienes ahora, tras releer mi primera frase y fruncir el ceño, tecleen el nombre en un buscador de internet y echen un vistazo al alopécico y bigotudo escritor madrileño sin duda pensarán que me estoy burlando. Pero bastará que lean su biografía para descubrir que, tras una gran parte de su obra, se escondía la mano creativa de su esposa, María de la O Lejárraga.

Nos encontramos aquí en un convento de religiosas, en el que la Vicaria, bastante estricta, se muestra indignada con el comportamiento relajado de sus jóvenes pupilas, las cuales, pese a su fe, actúan con la ligereza esperable de la juventud: ríen, bromean, se sacan la lengua, recuerdan la vida hogareña que dejaron atrás... e incluso sueñan con tener alas y volar, como si fueran pájaros. El médico que las visita periódicamente (don José) es un hombre de 60 años que despliega en todo momento un humor irónico, en apariencia descreído, pero bonachón. Al iniciarse la obra se está celebrando el santo de la madre superiora y, cuando una mano sin identificar deja una cesta en el torno, las encargadas de vigilarlo piensan que se trata de un regalo con motivo de esa onomástica. No obstante, las paraliza la sorpresa cuando, al destapar el paño que lo cubre, advierten que “el regalo” es, en realidad, una niña recién nacida, acompañada de una nota donde se ruega que no abandonen a la criatura en la inclusa, y que la críen con cariño, para que pueda disfrutar de un futuro más halagüeño. Tras vacilaciones de todo tipo, don José se presta a adoptar legalmente a la niña, dejándola en las manos de las religiosas para que se ocupen de su crianza. Teresa, humilde, agradecida y modosa, se convertirá un tiempo después en una bella muchacha a la que sus protectoras tendrán que entregar en matrimonio al no menos humilde, atractivo y religioso Antonio, quien se la llevará hasta América para emprender allí una nueva vida.

Resulta innegable que Canción de cuna, argumentalmente, se anticipa cuarenta y cuatro años al drama cinematográfico de Marcelino, pan y vino (1955) y que se vertebra sobre la premisa algo ternurista de que toda mujer "dentro del corazón lleva a un hijo dormido".

Un drama agradable, pero que quizá se excede en la dosis de azúcar religioso y en la santidad ñoña de todos sus protagonistas, tanto masculinos como femeninos.

lunes, 26 de mayo de 2025

La destrucción de Kreshev


 

Kreshev es una diminuta aldea judía donde nada altera la paz cotidiana: todos sus habitantes son pobres, todos son devotos. De tal forma que “toparse allí con un auténtico pecado resulta francamente difícil” (p.11). Pero como el Diablo quiere enredar las cosas (y, además, es el narrador de esta historia), he aquí que se instala en la localidad el rico Búnim Shor, acompañado por su esposa Shifre (que no goza de demasiada salud) y por su bella hija Lise, quien no se interesa por las naderías juveniles, sino por la lectura del Talmud y otros libros de sabiduría. Las aguas de Kreshev no se alteran demasiado con esa llegada, aunque sí lo harán en el momento en que el padre decida que ha llegado el momento de elegir esposo para su hija. El afortunado es Shlóimele, que viene de muy lejos con fama de ser hombre virtuoso, culto y de estricto comportamiento religioso. Las cosas, no obstante, cambiarán cuando se celebre el matrimonio y el marido, a mitad de camino entre lo lúbrico y lo transgresor, comience a sugerirle a su esposa que lo secunde en ciertos juegos eróticos; y ella (“sabido es que mi gente tiene una elocuencia extraordinaria”, dice el Diablo en la página 79) se deje seducir por sus palabras y acceda a cumplir sus deseos.

Isaac Bashevis Singer nos presenta en La destrucción de Kreshev (que leo en la traducción efectuada por Rhoda Henelde y Jacob Abecassis para el sello Acantilado) un relato tan encantador como inquietante, donde se exploran los misterios del deseo, el poder brujo de la palabra y las hogueras de lo prohibido.

Muy recomendable.

sábado, 24 de mayo de 2025

El día del lobo

 


Copio unas palabras que aparecen en la página 125 de este estremecedor libro del andaluz Antonio Soler: “El 7 de febrero de 1937 comienza uno de los episodios más dramáticos y oscuros de la Guerra Civil. Si quienes lo padecieron fueron ochenta mil o ciento cincuenta mil personas no cambia la dimensión del suceso ni su brutalidad. Ni la acción del ejército franquista o de su Marina. Ni la responsabilidad de la aviación alemana o de la italiana”. El episodio al que se está refiriendo (y que funciona como núcleo terrible de este tomo) fue la forma inicua en que fueron masacradas, desde el mar y desde el aire, las personas que huían de Málaga por temor a la llegada de las tropas enemigas. Bombardeadas desde los buques de guerra Almirante Cervera, Baleares y Canarias, y ametralladas por los aviones de la Legión Cóndor y de la escuadrilla aportada a la causa por Mussolini, miles de personas hambrientas, asustadas, enfermas y arañadas por el frío (entre las que se encontraban mujeres, embarazadas, ancianos y niños), que conocían perfectamente las alocuciones de Queipo de Llano desde su radio sevillana (barra libre para matar y humillar a los hombres, barra libre para violar a las mujeres) trataban de llegar a Almería y ponerse a salvo. Pero ni la huida se les permitió.

En ese grupo de derrotados famélicos se encontraba la familia de Antonio Soler, quien, en los años posteriores, tras unir todos los recuerdos familiares y leer documentos sobre aquellos días (los nombres de Largo Caballero, Negrín, Azaña o Arias Navarro, alias Carnicerito de Málaga, aparecen continuamente), reconstruye los pasos que dio aquel lobo sanguinario que los acechaba. Un lobo que convirtió la persecución en una actividad meticulosa, inmisericorde, sañuda; un lobo que quería asustar, morder, desgarrar; un lobo que por fin, desde 1939 y durante varias décadas, se convirtió en el único dueño del bosque.

“Sé lo que ocurrió. Pero no sé cómo ocurrió. Y sé, eso sí, que el cómo es lo esencial en cualquier historia, en cualquier relato o suceso que se cuente”, nos dice Soler en la página 67. Eso lo impulsa a charlar con su abuela (que tiene párkinson), la cual, con la mirada perdida, le pregunta que para qué quiere saber tanto. Es, creo, un punto neurálgico del libro. En efecto, ¿por qué quiere Antonio “saber tanto”? Es la gran pregunta, cuya respuesta es sencillísima, en mi opinión: quiere saber (necesita saber) porque aquello ocurrió, y porque olvidarlo o dejar que sus detalles se desdibujen o se manipulen no es admisible: supone ser derrotado dos veces. La primera derrota fue la inquina impiadosa de los asesinos. La segunda derrota sería dejarles a ellos que narren y fabriquen la “realidad” a su gusto, subrayando lo que desean y ocultando lo que no les conviene recordar, porque (ese discurso sí que saben esclafarlo con tenacidad) quienes recuerdan son unos rencorosos, que se empeñan en vivir en el pasado.

“Ningún miembro de mi familia regresó del todo de aquel extravío que duró poco menos de una semana, pero que anidó dentro de ellos como un germen que durante décadas fue expeliendo una sustancia oscura y sombríamente renovada” (p.337). Ahora, aquel niño que nació en 1956, en medio del silencio obligatorio y amenazante, toma la palabra para contarnos la otra parte de la verdad.

Un libro terrible, tristísimo e imprescindible.

jueves, 22 de mayo de 2025

La cuarta persona del singular

 


Después de muchos años (no especificaré cuántos, porque ciertas aritméticas empujan eficazmente hacia la depresión), recupero los versos de Andrés García Cerdán, que desde mi primera aproximación me parecieron muy atractivos, con su infrecuente mezcla de juventud, sabiduría, desparpajo, aplomo y multiculturalismo, que me hacía gastar lápices rojos, subrayando en los márgenes y poniendo crucecitas, signos de exclamación o asteriscos.

Abramos el libro y leamos el arranque: “¿Escribir? Sé que no importa cuanto escribo / y juego, sin embargo, apostando el corazón”. Acudamos a la última página y leamos el cierre: “En la carretera de los días”. En medio, un hermoso búcaro donde junto a las flores reposan músicas (Smashing Pumpkins, Rosendo, Janis Joplin, Joey Ramone) o literatura (Catulo, Garcilaso, Pound, Breton, Borges, Cortázar), pero también aventuras llenas de imaginación en las que se riega los geranios con ginebra, se nos habla de la felicidad “de las monjas y los maniquíes”, se aquilatan con palabras nuevas los viejos tópicos antiguos (“Aprovecha las horas y deja que las horas / se aprovechen de ti. Como un pájaro, canta”), caracolea poemas en los que todos los versos terminan con la misma palabra (“Como una flor”), juega con personajes shakespeareanos para titular con gracejo una composición (“Yorickeando”), rinde homenaje al autor del Quijote (“Me encomiendo al licenciado Vidriera”) o nos sorprende con un poema, que titula “Avaricia” y que cobija un solo verso: “Lo guardo todo para ti”.

Andrés García Cerdán, versátil, convincente y maduro (por este libro recibió el XVI premio de poesía Antonio Oliver Belmás), me recuerda que tengo que visitar otra vez sus obras anteriores, que me esperan en la estantería.

martes, 20 de mayo de 2025

Lugares

 


Un día, el chispeante e imaginativo narrador Georges Perec tuvo una idea, tan sorprendente como casi todas las suyas: escoger doce lugares de París que estuvieran relacionados con algún aspecto de su vida y reunirlos en un proyecto, que consistía en escribir todos los meses dos textos sobre uno de esos lugares, repitiendo la experiencia durante doce años. Cada mes, los dos escritos quedarían protegidos en un sobre lacrado por el propio autor. Esta singular experiencia comenzó en 1969. Y calibró que, cuando por fin se abriesen los sobres en 1980, el mosaico mostraría un detallado mapa mental y emocional, un laberinto y un retrato. Obviamente, hablamos de una aventura, hablamos de un juego, hablamos de un experimento. Pero es que hablamos de Georges Perec, quien hizo de la aventura, del juego y del experimento unas herramientas imprescindibles para entender su entorno y entenderse a sí mismo.

Alguien, guiado por un sentido trascendente de la literatura o de la vida, podrá argumentar que el volumen está construido enteramente con fruslerías. Concedido: es así. Nada que objetar. El parisino nos habla de lugares diminutos donde toma un café o come salchichas, de amigos anónimos que acabaron trabajando en profesiones pequeñas, de calles con basura, de conversaciones de barra que duraron un par de minutos y que estuvieron impregnadas de banalidad, de paseos silenciosos por calles solitarias, de amigos y amigas a quienes se tragó el olvido, de habitaciones donde durmió o escribió, de aquella vez que estuvo escuchando el canto de miles de pájaros, de cuando lo sorprendió el ruido de los furgones antidisturbios en Mabillon, de cuando constató que habían renovado la escalera mecánica en la estación Monge, e incluso de pequeñas mezquindades literarias (“Soy envidioso, soy mala persona; la gloria de Sollers (o de Le Clézio) me quita el sueño”, p.233)… Sí, desde luego, no será necesario seguir enumerando más pequeñeces: admitido. Totalmente admitido. Pero convendría recordar que nuestra vida (digamos que, al menos, el 90% de nuestra vida) es eso: cosas diminutas, seres diminutos, charlas diminutas, alegrías y penas diminutas. Horas o días sin pena ni gloria. Con su anotación meticulosa, Perec está consignándose. Y lo hace por una razón muy contundente, que el autor nos deja anotada en la página 268: “No quiero olvidar. Tal vez ese sea el eje central de este libro”. Con esa clave debemos leer el tomo.

En este descomunal trabajo editorial, que traduce Pablo Martín Sánchez y que incluye un preámbulo de Sylvia Richardson y un prólogo de Claude Burgelin, amén de la espectacular introducción y las notas de Jean-Luc Joly, el imprevisible Perec anota miles de detalles de su propia vida, miles de anécdotas, miles de recuerdos, miles de pormenores topográficos o espirituales. Y el proyecto resulta tan inaudito como seductor. Mención aparte (y un enorme aplauso) suscitan las fotografías y las notas que enriquecen esta fastuosa entrega editorial: un prolijo y esclarecedor esfuerzo donde se nos suministran muchos detalles sobre las personas mencionadas o los avatares vitales del autor. Impagable luz que nos sirve para entender esta vidriera literaria, esta playa llena de guijarros coloreados a la que ahora con admiración llamamos Georges Perec.

No lo duden los amantes de sus libros: Lugares debe estar en sus bibliotecas.

domingo, 18 de mayo de 2025

La transmigración

 


José Saramago planteaba, en su libro Ensayo sobre la ceguera, una situación realmente espeluznante: la de invitarnos a reflexionar sobre qué ocurriría si todos los humanos, de súbito, perdiéramos la visión; y cómo afectaría eso a nuestro día a día. Pero el malagueño Juan Jacinto Muñoz-Rengel, viejo amigo de este blog y constructor de ficciones asombrosas, acaba de superar en su última novela esa angustia, para enfrentarnos a un horror más paralizante: imaginar que todo nuestro interior (llámenlo mente, alma, espíritu, conciencia, identidad o como deseen) pueda encontrarse, de pronto, en otro cuerpo. Es decir, que siendo un profesor murciano de literatura a punto de jubilarte (ejem) te desmayes y, al abrir los ojos, descubras que estás dentro de un ama de casa griega. No conoces a tu marido, no sabes hablar su idioma, ignoras el nombre de tus hijos. ¿Imaginan el desconcierto, la zozobra, el pánico, la desesperación? Pues ahora imaginen que esa transmigración empieza a convertirse en la norma y que toda la ciudad se llena de adultos que se comportan como niños, de mujeres que descubren con horror que tienen pene, de chicos saludables que ahora habitan en cuerpos con párkinson o de médicos cuyas mentes ahora están aprisionadas en el cuerpecillo de un bebé. Calibren (si pueden) el desbarajuste. El mundo entero se tambalea. Nadie puede saber quién es la persona que tiene al lado. Nadie puede confiar en nadie (la adolescente hermosa que te sonríe puede ser un asesino en serie). Nadie puede desnudar sus emociones (el chico que desea besar a una muchacha no sabe si dentro de ella hay un minero de Oklahoma).

Esa pesadilla ecuménica es la columna vertebral de La transmigración, un libro de sofocante perfección argumental y de brillante resolución literaria que nos lanza preguntas y nos provoca temblores: ¿cómo sería el mundo… así? ¿De qué tenebrosos colores se teñiría la convivencia entre las personas supervivientes? ¿Reinaría tal vez el caos (“Ahora todos los delitos son posibles. No quedan huellas ni indicios, no hay a quien culpar, no existe la identidad”, p.171)? ¿Triunfaría la sensatez y serviría para reordenar el futuro? Y, sobre todo, ¿cómo te comportarías en ese marasmo agónico? ¿Te adaptarías u optarías por el suicidio?

De Juan Jacinto Muñoz-Rengel siempre espero grandes libros (los anteriores son espléndidos), pero esta vez ha conseguido cuajar un volumen que va más allá: es auténticamente antológico.

viernes, 16 de mayo de 2025

Pasiones

 


Un continuo bombardeo de extremidades aturdirá a la persona que se sumerja en las páginas de este libro: amantes que se golpean, que ingieren o administran venenos, que se aman y odian ferozmente, que incurren en la anorexia o las drogas, que escriben cartas delirantes, que se buscan y se repelen… La primera reacción será quizá el asombro, pero conviene recordar, ante cada uno de esos arqueamientos de cejas, el título que Rosa Montero fijó al principio del volumen: Pasiones. No estamos hablando de amores convencionales o moderados, sino de auténticas cascadas de arrebatos, brillos e infortunios. Esa es la esencia del tomo. Y a fe que la autora consigue su propósito de forma excelente.

Sentados cómodamente en nuestra butaca, nos enteramos de que los duques de Windsor vivieron una relación de pareja altamente egocéntrica, barnizada de lujos y extravagancias (sus perros comían en recipientes de plata, ella se obstinaba en que un sirviente le planchase los billetes porque le gustaba que crujieran, etc.), lo cual, en un mundo en guerra como el que estaban viviendo, mostraba su “desdén feudal por la pobreza”. Además de que pasaban secretos de Estado británicos a destacados políticos alemanes, claro. Nos enteramos también de la tormentosa relación entre el iracundo y misógino Tolstói y su esposa Sonia, a la que llevó por la calle de la amargura durante décadas. Y de las enrevesadas tribulaciones políticas y eróticas que debió de soportar la reina Juana (que no estaba loca) con su marido Felipe (que no era hermoso). Y de la devastación que sacudió a Oscar Wilde por las veleidades y mezquindades de lord Alfred Douglas, que lo manipuló y utilizó como un muñeco. Y del amor volcánico, violento, que se profesaron los actores Richard Burton y Elisabeth Taylor, lleno de derroches, drogas y caracteres enfrentados. Y de la historia rocambolesca, llena de lujos, complejos y mentiras publicitarias, que rodeó a Juan Perón y su esposa Eva (quien terminó embalsamada y convertida en objeto de adoración por sus seguidores). Y del mutuo apoyo que se prestaron Robert Louis Stevenson y Fanny Vandegrift y que concluyó en Samoa, alejados del mundo europeo, cuyo clima erosionaba la salud del escritor. Y de que Arthur Rimbaud (quien de joven “era tan hermoso que cortaba la respiración”) y Paul Verlaine vivieron una feroz relación destructiva, en la que ambos se degradaron y llegaron a frecuentar los arrabales de la locura. Y que Marco Antonio (“un mequetrefe”) vivió una tórrida pasión con Cleopatra, que fue una mujer de gran talento político y gran ambición imperial. Y que John Lennon, la emperatriz Sissi, Mariano José de Larra, Lope de Vega o Amedeo Modigliani vivieron también otras experiencias eróticas tan rocambolescas como fascinantes.

Con una estupenda documentación y, sobre todo, con una prosa magnífica, Rosa Montero nos permite conocer más y mejor a estas grandes figuras apasionadas de la historia.

jueves, 15 de mayo de 2025

Soldados de Salamina

 


Leo por tercera vez Soldados de Salamina, de Javier Cercas, para incorporar el libro a mi blog (en las dos primeras lecturas aún no lo había creado). Y vuelvo a sentir la embriaguez de una historia espléndidamente contada, que se vertebra alrededor de una traumática experiencia sufrida por Rafael Sánchez Mazas en 1939: tras ser sometido en Cataluña a un fusilamiento imperfecto (discúlpese la adjetivación, que no es burlona, sino descriptiva), huyó al cercano bosque y, allí, el miliciano que lo descubrió prefirió perdonarle la vida y no denunciarlo ante sus camaradas. Horas más tarde, unos lugareños se encontraron con él y lo cuidaron. Tras acabar la contienda, Sánchez Mazas terminó convirtiéndose en gerifalte destacado (incluso llegó a ministro) del primer régimen franquista. Medio siglo después, un periodista con impulsos literarios (que se llama Javier Cercas y que es autor de las novelas El inquilino y El móvil) se pregunta cuánto hubo de verdad en estos sucesos y cuánto de recuerdo elaborado con posterioridad. Y, sobre todo, se pregunta por la identidad de aquel anónimo miliciano que lo dejó con vida. ¿Qué pensó, mientras lo miraba a los ojos y fingía no verlo, para que sus compañeros no lo mataran? Poco a poco, Javier Cercas va entrevistándose con los protagonistas de entonces (o con sus hijos) para reconstruir la historia y nos ofrece los resultados en este texto, que participa de la fantasía y de la realidad, de la historia y de la novela.

Esa es la sustancia de Soldados de Salamina, en la que desde su primera página nos sentimos absorbidos por aquel mundo horrendo de las postrimerías de la guerra civil y, sobre todo, por la experiencia sufrida por Sánchez Mazas, cuyas convicciones políticas, “rebajadas a la categoría de ornamento ideológico por el militarote gordezuelo, afeminado, incompetente, astuto y conservador que las usurpó, acabarían convertidas en la parafernalia cada vez más podrida y huérfana de significado con la que un puñado de patanes luchó durante cuarenta años de pesadumbre por justificar su régimen de mierda” (p.86). Imposible decirlo de una forma más contundente.

Pero, sobre todo, lo que queda después de la lectura en los ojos, en el cerebro y en el corazón es la sensación de haber paladeado un libro excepcional, rotundo, firme, bello y de final melancólico (qué final, qué final: de los más brillantes que pueden leerse en la literatura española de las últimas décadas), que tributa un homenaje más que merecido a quienes en un tiempo aciago combatieron con honestidad por sus ideas y que, en las décadas siguientes, fueron languideciendo entre la desmemoria ingrata de sus compatriotas.

miércoles, 14 de mayo de 2025

Extrañas parejas

 


Poco después de recibir el premio Cervantes, Cristina Peri Rossi publicó el libro de relatos Extrañas parejas, donde construye con personajes reales unos cuentos (más bien viñetas) que exponen situaciones imaginadas. Son historias bastante breves (pese a la generosa tipografía el volumen no alcanza las noventa páginas) en las que descubrimos cómo discuten y se aman Katherine Hepburn y Spencer Tracy; cómo Lewis Carroll recibe a una ya adulta Alicia Liddell, ante la que tartamudea; cómo un chico que acude al cine se enamora instantáneamente de Vivien Leigh, tras verla en la película Lo que el viento se llevó; cómo Marilyn Monroe mantiene un tórrido episodio sexual con Yves Montand; o cómo Cary Grant y Randolph Scott se citan y se besan en un local nocturno, por última vez.

Vale.

Un libro correcto.

martes, 13 de mayo de 2025

La mejor familia del mundo

 


Parece una estructura sencilla, de tradición secular, pero la familia constituye un organismo extremadamente complejo, donde todos los esplendores y todas las mezquindades pueden encontrar cobijo y caldo de cultivo. Pensemos en una pareja y, a partir de ahí, dibujemos sus ramificaciones por las dos partes: hacia atrás (padres, madres, abuelos, abuelas, tíos, tías), hacia los lados (cuñados, cuñadas, sobrinos, sobrinas) y hacia adelante (hijos, hijas, nietos, nietas). Y si los miembros de la pareja se separan y reconstruyen su vida, vuelvan a empezar la lista, con nuevos ingredientes. Cada una de esas personas es un ente autónomo, con sus virtudes y sus defectos, con sus normalidades y sus rarezas, con sus paraísos y sus infiernos. ¿Calibran hasta dónde podría llegar una escritora que se planteara mirar con ojos atentos esas praderas y esas fosas abisales?

Mayte Blasco lo hace en La mejor familia del mundo, un espectacular conjunto de aproximaciones al ser humano, que nos traslada inteligentes reflexiones sobre nosotros mismos: la niña que contempla con tristeza cómo su padre alcohólico varía de humor en función de su ingesta etílica; la joven madre que, mientras charla con un antiguo compañero de instituto y siente el calor del deseo, sufre la angustia de perder de vista a su hija pequeña en el parque; la atlética tía que practica ejercicio físico y cuida su alimentación, pero que no ha alcanzado el sueño de ser madre; el hombre que intenta aliviar su sentimiento de culpa y su dolor ante un hierático psiquiatra; dos primas (una guapa y una fea) que mantienen durante años una sofocante rivalidad; la anciana viuda que necesita sentir la cercanía de su hija, aunque esa asfixiante dependencia ponga en peligro su matrimonio; la hija de un concejal conservador que queda embarazada demasiado pronto; el chico con una discapacidad que, de pronto, se convierte en un héroe local; los juegos de atracción y repulsión que se establecen entre los dos integrantes de una pareja que se ha divorciado…

El mundo del corazón es amplio y esconde habitaciones de todo tipo: luminosas y oscuras. En este magnífico libro de Mayte Blasco encontraremos herramientas para entenderlo mejor y, quizá, al vernos retratados en alguna de sus páginas, descubriremos que, a veces ángeles y a veces demonios, solamente somos seres humanos.

domingo, 11 de mayo de 2025

Los ojos de los peces

 


Un ingrediente que me gusta mucho de los libros de microrrelatos (o de pequeñas ficciones, o de como diablos quiera llamárselos, que me da igual) es su condición exuberante. Es decir, la capacidad (y la generosidad) que muestra el autor para regalarnos treinta, cuarenta, cincuenta, cien historias distintas. Un búcaro con tres o cuatro flores sin duda puede ser muy hermoso, pero en un parterre donde hay tres o cuatro docenas la vista dispone de más espacio, de más tonos de color, de más irisaciones, de más aromas. Se amplía el gozo.

Embriagado con esa posibilidad, me detengo en el grato volumen Los ojos de los peces, del vallisoletano Rubén Abella (Menoscuarto, 2010), que me suministra un buen caudal de propuestas donde puede verse la tristeza de un destino que se oculta pudorosamente por teléfono (“Lunes”); las consecuencias sociales de un fraude involuntario (“Por qué”); los presuntos éxitos eróticos de los butaneros (“Lance”); la anécdota callejera en la que se ve envuelto involuntariamente Tomás y que causa una catástrofe en su familia (“El vestido rojo”); la asombrosa argucia que permite a Melquíades estar en medio mundo sin moverse de Madrid (“Viajar”); la aterradora suposición que salpica de pánico el final de un juego infantil (“Seguridad”); la conversión de un mero pasatiempo en una experiencia tenebrosa (“El escondite”); la forma magistral de resumir en dieciséis líneas un amargo despido laboral (“El fogonazo”); la mezquindad, que puede sobreponerse al afecto (“Oposición”); o las artimañas delictivas que en ocasiones deben acometerse por amor (“El regalo”).

Un libro lleno de buenas narraciones, que invita a establecer conexiones entre algunas de ellas y que, sobre todo, demuestra la versatilidad expresiva del autor. Muy interesante.

sábado, 10 de mayo de 2025

Desventuras de un padre novato

 


Da igual que nos prevengan sobre determinadas situaciones porque, sonrientes u obcecados, nos empeñamos en incurrir en ellas. Lo que a “ti” te pasó (incluso lo que les pasó a millones de tis) nos parece fruto de la mala suerte, pero no algo que vaya a ocurrirme a “mí”, evidentemente. Esta fórmula puede aplicarse a la velocidad automovilística, al alpinismo, a los juegos de azar… o a la paternidad. El ojeroso amigo que nos explica los meses (o años) terribles que nos esperan si nos aventuramos a la reproducción y la crianza no se erige ante nuestros ojos en autoridad: lo más que le dispensamos es una sonrisa irónica. Gracias a esa inconsciencia sigue existiendo, menos mal, la raza humana.

José Antonio Jiménez-Barbero pone por escrito sus experiencias en el volumen Desventuras de un padre novato, donde desgrana todo el proceso que vivió desde que su esposa le anunció su más que probable embarazo. Y quienes hemos vivido ese proceso más de una vez podemos corroborar que no exagera ni un ápice (o, si lo hace, se lo disculpa porque lo hace con un envidiable sentido del humor): las náuseas femeninas; la sensación de habernos convertido como hombres en una especie de “mezcla de mayordomo inglés y enfermero particular” (p.15); la amazónica aventura pantanosa de cambiar pañales; el odio que se desarrolla por los malditos corchetes, que no hay forma de manipular con calma si la criatura se encuentra en “intensa agitación paroxística” (p.53); el abandono de toda actividad que no guarde relación directa o indirecta con tu nuevo cachorro, tan exigente como inflexible (con un terrorista se puede negociar, pero con una prima donna o con un bebé no)… Parafraseando a Lope de Vega, podríamos decir que esto es criar, y que quien lo probó lo sabe.

Con una prosa fluida y simpática, en la que a veces se dirige a nosotros en plural (“Si me permitís”) y a veces en singular (te interpela con fórmulas irónicas, del tipo “Compañero de armas”), José Antonio Jiménez-Barbero nos entrega unas páginas llenas de humor, cotidianidad y sabios consejos, coloreadas también con inevitables referencias coyunturales: los gallifantes (p.53), las canciones de Parchís (p.55), Frozen y sus posibilidades etílicas (p.68), Peppa Pig (p.93), los bollycaos (p.137)…

Léanlo si se disponen a ser padres o regálenlo a quien planee serlo. Triunfarán.

viernes, 9 de mayo de 2025

Animales de compañía

 


En estas páginas misceláneas de Juan Manuel de Prada (que vieron la luz al final del siglo XX en Sial) descubrimos cómo el escritor vizcaíno vuelve a cautivarnos con su mirada lenta y profunda, que penetra en las cosas y los seres y los radiografía con la exquisitez proteica de su vocabulario, con ese humor sutil que a veces destila la inteligencia. Así, señala las servidumbres traumáticas del actual culto al cuerpo (“Mujeres maltratadas”, “La barriga”); reivindica a ciertos personajes que chapotean en los arrabales del arte (“Ed Wood”, “Bela Lugosi”); dispara humoradas hiperbólicas contra la publicidad abusiva (“Correo comercial”); desgrana los pormenores de una persecución erótica desquiciada de la que fue víctima (“Escalofrío”); apuesta por la nitidez y la libertad lingüísticas, aunque estas vulneren las mentecatas dictaduras de la corrección política (“Lápiz rojo”); incurre con aplicado fervor en el sarcasmo (“Libros con prospecto”); visita los barrios de la ternura (“Berenjeno”); y nos enumera el catálogo variopinto de sus filias y fobias (“Tuteo”, “La matanza”, “Gimnasios”). Pero tampoco desdeña la inserción de evocaciones autobiográficas, quizá las más elocuentes, emotivas y reveladoras del volumen (“El seiscientos”, “Alopecia”, “S.L.” o “Timidez”).

Todo Prada (o al menos una buena parte de él) está aquí. Estas son las botellas que el joven náufrago, recién llegado a la inhóspita isla de Madrid, fue regalando al mar con la esperanza de comunicarse con sus semejantes. Luego, conforme los meses van desgranando la letanía impiadosa de su goteo, él afirma que su público está formado por “tres o cuatro lectoras que todavía me soportan” (afirmación que tiene más de coquetería que de análisis riguroso).

Otra muestra más del primer Juan Manuel de Prada, brillante y ambicioso en el mundo de las letras.

miércoles, 7 de mayo de 2025

El viento de la Luna

 


Podría alinear muchas palabras para describir lo que siento cuando recorro las páginas de Antonio Muñoz Molina: asombro, aplauso, felicidad, fascinación, reverencia, gratitud, éxtasis. No me atrevería a eliminar ninguna de ellas, ni tampoco a estipular un orden: todas me asaltan en diferentes grados, línea a línea. Y me ocurre también cuando releo El viento de la Luna, que devoré antes de 2008 y que, por tanto, no figuraba en mi blog. No sabría explicar por qué me embriaga tanto su escritura, y créanme que no tengo, a estas alturas, el menor interés en encontrar explicación a esa magia: simplemente la disfruto. El ritmo de su prosa, su vocabulario, sus temas, obran en mí con el embrujo magnético de un imán. Y me produce una enorme dicha que así suceda, porque la sensación se repite sin mengua (acabo de comprobarlo) en las relecturas, circunstancia que me garantiza disfrute inagotable para el resto de mi vida.

En esta ocasión me encuentro con un chico que vive en Mágina y que en el verano de 1969 “tenía doce años y había terminado el curso con un suspenso vergonzoso en Gimnasia”. Su existencia gira alrededor de varios focos: el despertar de su libido (donde desempeña un papel crucial la actriz Faye Dunaway), las charlas con el padre Peter (al que termina reconociendo que es agnóstico), su afición por la lectura (que comienza con Verne, Salgari o Wells y se extiende pronto a obras antropológicas o científicas), la voluntad de no incorporarse en el futuro a los trabajos hortelanos (de los que vive su familia) y, sobre todo, su extraordinario interés por el viaje que están protagonizando Collins, Aldrin y Armstrong a bordo del Apolo XI (metáfora de los nuevos tiempos y también del despegue vital y del racionalismo con los que el protagonista sueña). A su alrededor, transcurre un mundo cuyo pasado sigue contaminado por la guerra civil, de la cual se sigue hablando con prudencia temerosa (obsérvese sobre todo la figura del rico vecino Baltasar, que medró gracias a engaños como el que perpetró sobre el padre del protagonista), y cuyo presente incluye limitaciones económicas (carecen de agua corriente y de casi todos los adelantos electrodomésticos).

Mientras su padre y su abuelo pretenden adiestrarlo en los trabajos ancestrales de la familia (recogida de la oliva, trato con los animales), él experimenta otros anhelos: los libros, los microscopios, el seguimiento de la misión espacial por la radio y la tele… o la lectura del periódico Singladura, donde el sin par Lorenzo Quesada (dependiente de El Sistema Métrico) colabora como redactor.

Súmese a la elegancia expresiva la intensidad melancólica del final y se entenderá por qué, para mí, Antonio Muñoz Molina trasciende los límites del escritor admirado para aproximarse a los sitiales de la divinidad.

lunes, 5 de mayo de 2025

¿Será buena persona el cocinero?

 


Quizá se trate de que, en el mundo en que vivimos, el sentido común se ha convertido en una rara avis, o en una excentricidad, o en una marca de peligro (porque denota el burbujeo de una inteligencia y una percepción independientes). De lo contrario, no entiendo que los artículos de Javier Marías (tan impecables, tan concienzudos, tan ecuánimes) puedan haber sido juzgados, más de una vez, como obra de alguien torticero o incluso “fascista”. Hay que ser, en mi opinión, muy malintencionado o muy mendrugo para adherirle esas etiquetas.

En estas páginas, donde se recopilan los últimos (ay) artículos del gran escritor madrileño, asistimos a un espectáculo inteligente, ponderado y lleno de sensatez que, francamente, me subyuga. Hay sensatez cuando nos dice que el voto no tiene que ser rígido, sino que en cada convocatoria electoral debemos pensar en lo que han hecho los partidos durante la anterior legislatura; hay sensatez cuando dice que ningún país debe pedir perdón por las iniquidades o crímenes que cometieron hace siglos sus antepasados; hay sensatez cuando propugna votar siempre a los partidos que aboguen por la cohesión de Europa, frente a quienes la anhelan débil o inexistente; hay sensatez cuando se señala como lacra el turismo masificado y esnob, que solamente desea hacer fotos y colgarlas en las “cretinoides redes”; hay sensatez cuando subraya que las imposiciones sobre el lenguaje que no se arroga la RAE sí que se las arrogan colectivos oportunistas o presuntamente modernos; hay sensatez cuando recapitula las innumerables ocasiones en que nuestros dirigentes políticos han disimulado, tergiversado o directamente mentido (las hemerotecas lo demuestran); hay sensatez en indicar que si nos privamos de hacer, decir, escribir o pintar porque alguien se pueda sentir ofendido por nuestras palabras o acciones incurriríamos en la estupidez de convertir una sensibilidad o capricho personal en una norma de conducta para el resto del mundo; hay sensatez en mirar con recelo un mundo en el que tantos se obstinan en montar incontables espectáculos que lo dejan “distorsionado por las carnavaladas”; hay sensatez (y hastío) cuando, ante cada majadería emanada del aburrimiento y de la moda (la “corrección política”, la “apropiación cultural” y similares), declare que “es todo tan ridículo que da vergüenza tener que hacerle frente”; hay sensatez (y aquí la prueba de fuego era tremenda) en todos los artículos que publicó mientras el atroz panorama del covid se extendía por el mundo; hay sensatez cuando se acuña que “desde hace unas décadas se ha producido una inducida tontificación general y creciente de la sociedad”; hay sensatez en la terrible y clarividente frase que dice que “la creación de tarugos es un objetivo indisimulado de los políticos obtusos de nuestro tiempo”.

En el apartado publicitario de la contraportada (inevitable, en nuestro mundo de mercadotecnia) se utiliza el adjetivo “incómodo” para referirse al libro. Pero esa etiqueta, lejos de perturbar a las personas inteligentes, debería estimularlas: lo incómodo suele ser un motivo de reflexión. Y cuando se nos sirve con una prosa tan espléndida como la de Javier Marías, más aún.

domingo, 4 de mayo de 2025

Los cachorros

 


Todos los amigos de la vieja pandilla (Mañuco, Choto, Chingolo, Lalo) son ahora hombres casados, con hijos. Empiezan a aceptar la curva de sus barrigas y el asalto inmisericorde de las canas, junto a ciertos alifafes propios de la edad. Pero uno de ellos ha seguido una trayectoria diferente. Se apellida Cuéllar y, cuando los conoció en el colegio Champagnat, era un chico educado, que siempre sacaba buenas notas y que estableció con ellos desde el principio una camaradería muy hermosa, fraternal. Los cinco formaban parte del equipo de fútbol, hasta que un desgraciado accidente en el que interviene un perro danés llamado Judas provocó un vuelco en su relación: Cuéllar comenzó a flojear en los estudios, se concentró más en las exhibiciones espectaculares (era el que más se arriesgaba en la playa, jugando con olas altísimas) y se volvió evasivo. Incluso cuando llegó la época de ennoviarse se mantuvo al margen de la tendencia general: él prefería los billares, la cerveza y la velocidad de los coches. ¿Acaso es que no siente la necesidad de disfrutar del amor, como todos sus amigos? Su férrea negativa se mantuvo hasta que apareció en el horizonte Teresita Arrarte.

Con una habilidad endiablada para mezclar diálogos y fundir planos narrativos, Mario Vargas Llosa consigue en Los cachorros (que yo he contado desde el final para no estropear el disfrute del misterio a los lectores) un relato espléndido, en el cual los miedos y las barrabasadas, las borracheras y los flirteos, el compañerismo y las peleas, conforman un emotivo dibujo sobre la infancia, la adolescencia y el inicio de la madurez de un grupo de chicos de la calle. Muy aconsejable para quienes deseen sumergirse en los libros del Nobel peruano y no sepan por dónde empezar.

sábado, 3 de mayo de 2025

La balada del café triste

 


Nos encontramos en un pueblecillo solitario y polvoriento y, en él, descubrimos una vieja casa clausurada. Por una de sus ventanas, si se está muy atento, puede verse durante unos minutos al día la sombra de una mujer de ojos cansados y ademanes casi espectrales. Su nombre es miss Amelia Evans. Durante buena parte de su juventud y madurez fue una mujer admirada y temida: seis pies y dos pulgadas de altura (es decir, casi un metro noventa), ciento sesenta libras de peso (o sea, unos setenta y tres kilos), unos bíceps más que notables y un humor de perros. Durante años se ocupó de mantenerse por sí sola (su marido, Marvin Macy, se encontraba en la cárcel), destilando licor y ocupándose en mil tareas mercantiles, hasta que llegó al pueblo el enano jorobado Lymon Willis, quien afirmaba ser su primo, con el que abrió un café. Al principio, todo parece ir bien (salvo que los lugareños no atinan a comprender la auténtica relación entre miss Amelia y su presunto primo, que la tiene encandilada), pero las cosas comenzarán a torcerse cuando el rencoroso, agresivo y chulesco Marvin vuelva al pueblo y comience a rondar por los alrededores.

Una novela que leo gracias a la traducción de María Campuzano y que me parece muy bien construida y desarrollada, con un poderoso atractivo verbal y con estampas memorables. Carson McCullers demuestra aquí su amplio dominio de los resortes narrativos y su gran capacidad para los finales melancólicos. Notable.

jueves, 1 de mayo de 2025

El albergue de las mujeres tristes

 


Una frase sugerente y lapidaria adorna la cubierta de esta edición, advirtiendo que cuando leamos El albergue de las mujeres tristes nos encontraremos ante “Una radiografía del amor y el desamor”. Quizá sí. Pero tampoco hubiera resultado inexacto afirmar que nos hallaremos ante una radiografía de la desorientación. Porque así es como están los hombres y las mujeres de este libro, como quizá lo estemos también el resto de seres humanos en la periferia del libro: desorientados. Ya no valen los roles antiguos de la masculinidad y la feminidad; ya no valen las formas arcaicas de relación; ya no valen las hipocresías, la falsedad o los disimulos; ya no valen los siempres y los nuncas. De acuerdo. ¿Y cuál es entonces el modelo que viene a sustituir esas estructuras pretéritas? “Los hombres se sienten amenazados por nuestra independencia, y esto da lugar al rechazo, a la impotencia… y así empieza un círculo vicioso bastante dramático” (dice una de las protagonistas en la página 40). Pero es que ellas, “alcanzada su autonomía, se quedaron a medio camino entre el amor romántico y la desprotección”, nos dice en la misma página. Todos bailan (o bailamos) en una oscuridad donde las reglas no están claras. Todos querrían (o querríamos) encender alguna luz y no hay forma de encontrar el interruptor.

Marcela Serrano nos sitúa en la zona de Chiloé, donde Elena mantiene abierto un albergue en el que se hospedan mujeres que necesitan salir de su entorno y relacionarse con otras mujeres. Angelita descubrió que su marido tenía amantes y, cuando sorprendió a una de ellas casi saliendo de su cama, tocó fondo. Constanza está enamorada de un hombre casado, cuyo catolicismo le impide romper el matrimonio y unirse a ella. Floreana es una famosa historiadora que ha decidido refugiarse en la abstinencia, tras una aventura vacía y decepcionante… Todas ellas coinciden en sus análisis: “Uno de los dilemas cruciales de fines de siglo: el desencuentro entre los dos sexos” (página 109).

Y luego están las dos grandes presencias masculinas de la obra: Flavián Barros (médico de la única clínica del pueblo, y que también arrastra un pasado de fracasos sentimentales) y su sobrino Pedro (escritor homosexual y de inteligente conversación). Ambos rodearán a Floreana y despertarán en ella unos vigorosos sentimientos que ya creía perdidos y enterrados. Paseando o bebiendo con ellos irá descubriendo ángulos y matices que colorean su dolor (que incluye también la muerte por cáncer de su hermana Dulce). Al principio, no sabe qué sentir o de qué manera comportarse (“Parece que funcionáramos con distintos hemisferios del cerebro”, dice Flavián en la página 161), pero el paso de las semanas logrará que su corazón abra otras ventanas y deje por fin entrar la luz.

Con buenas reflexiones psicológicas y con diálogos densos, El albergue de las mujeres tristes nos anima a pensar en el mundo que nos rodea y en el papel que hombres y mujeres tendremos que desempeñar en él. Gran lectura.