Leo
por tercera vez Soldados de Salamina, de Javier Cercas, para incorporar
el libro a mi blog (en las dos primeras lecturas aún no lo había creado). Y
vuelvo a sentir la embriaguez de una historia espléndidamente contada, que se
vertebra alrededor de una traumática experiencia sufrida por Rafael Sánchez
Mazas en 1939: tras ser sometido en Cataluña a un fusilamiento imperfecto
(discúlpese la adjetivación, que no es burlona, sino descriptiva), huyó al
cercano bosque y, allí, el miliciano que lo descubrió prefirió perdonarle la
vida y no denunciarlo ante sus camaradas. Horas más tarde, unos lugareños se
encontraron con él y lo cuidaron. Tras acabar la contienda, Sánchez Mazas terminó
convirtiéndose en gerifalte destacado (incluso llegó a ministro) del primer
régimen franquista. Medio siglo después, un periodista con impulsos literarios (que
se llama Javier Cercas y que es autor de las novelas El inquilino y El
móvil) se pregunta cuánto hubo de verdad en estos sucesos y cuánto de
recuerdo elaborado con posterioridad. Y, sobre todo, se pregunta por la
identidad de aquel anónimo miliciano que lo dejó con vida. ¿Qué pensó, mientras
lo miraba a los ojos y fingía no verlo, para que sus compañeros no lo mataran? Poco
a poco, Javier Cercas va entrevistándose con los protagonistas de entonces (o
con sus hijos) para reconstruir la historia y nos ofrece los resultados en este
texto, que participa de la fantasía y de la realidad, de la historia y de la
novela.
Esa
es la sustancia de Soldados de Salamina, en la que desde su primera
página nos sentimos absorbidos por aquel mundo horrendo de las postrimerías de
la guerra civil y, sobre todo, por la experiencia sufrida por Sánchez Mazas,
cuyas convicciones políticas, “rebajadas a la categoría de ornamento ideológico
por el militarote gordezuelo, afeminado, incompetente, astuto y conservador que
las usurpó, acabarían convertidas en la parafernalia cada vez más podrida y
huérfana de significado con la que un puñado de patanes luchó durante cuarenta
años de pesadumbre por justificar su régimen de mierda” (p.86). Imposible decirlo
de una forma más contundente.
Pero, sobre todo, lo que queda después de la lectura en los ojos, en el cerebro y en el corazón es la sensación de haber paladeado un libro excepcional, rotundo, firme, bello y de final melancólico (qué final, qué final: de los más brillantes que pueden leerse en la literatura española de las últimas décadas), que tributa un homenaje más que merecido a quienes en un tiempo aciago combatieron con honestidad por sus ideas y que, en las décadas siguientes, fueron languideciendo entre la desmemoria ingrata de sus compatriotas.
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