Decido
añadir otro nombre de mujer en mi blog y me adentro por las páginas de la obra
dramática Canción de cuna, de Gregorio Martínez Sierra. Quienes ahora,
tras releer mi primera frase y fruncir el ceño, tecleen el nombre en un
buscador de internet y echen un vistazo al alopécico y bigotudo escritor
madrileño sin duda pensarán que me estoy burlando. Pero bastará que lean su
biografía para descubrir que, tras una gran parte de su obra, se escondía la
mano creativa de su esposa, María de la O Lejárraga.
Nos
encontramos aquí en un convento de religiosas, en el que la Vicaria, bastante
estricta, se muestra indignada con el comportamiento relajado de sus jóvenes
pupilas, las cuales, pese a su fe, actúan con la ligereza esperable de la
juventud: ríen, bromean, se sacan la lengua, recuerdan la vida hogareña que
dejaron atrás... e incluso sueñan con tener alas y volar, como si fueran
pájaros. El médico que las visita periódicamente (don José) es un hombre de 60
años que despliega en todo momento un humor irónico, en apariencia descreído,
pero bonachón. Al iniciarse la obra se está celebrando el santo de la madre
superiora y, cuando una mano sin identificar deja una cesta en el torno, las
encargadas de vigilarlo piensan que se trata de un regalo con motivo de esa
onomástica. No obstante, las paraliza la sorpresa cuando, al destapar el paño
que lo cubre, advierten que “el regalo” es, en realidad, una niña recién nacida,
acompañada de una nota donde se ruega que no abandonen a la criatura en la
inclusa, y que la críen con cariño, para que pueda disfrutar de un futuro más
halagüeño. Tras vacilaciones de todo tipo, don José se presta a adoptar
legalmente a la niña, dejándola en las manos de las religiosas para que se
ocupen de su crianza. Teresa, humilde, agradecida y modosa, se convertirá un
tiempo después en una bella muchacha a la que sus protectoras tendrán que
entregar en matrimonio al no menos humilde, atractivo y religioso Antonio,
quien se la llevará hasta América para emprender allí una nueva vida.
Resulta
innegable que Canción de cuna, argumentalmente, se anticipa cuarenta y
cuatro años al drama cinematográfico de Marcelino, pan y vino (1955) y
que se vertebra sobre la premisa algo ternurista de que toda mujer "dentro
del corazón lleva a un hijo dormido".
Un drama agradable, pero que quizá se excede en la dosis de azúcar religioso y en la santidad ñoña de todos sus protagonistas, tanto masculinos como femeninos.
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