Copio
unas palabras que aparecen en la página 125 de este estremecedor libro del
andaluz Antonio Soler: “El 7 de febrero de 1937 comienza uno de los episodios
más dramáticos y oscuros de la Guerra Civil. Si quienes lo padecieron fueron
ochenta mil o ciento cincuenta mil personas no cambia la dimensión del suceso
ni su brutalidad. Ni la acción del ejército franquista o de su Marina. Ni la
responsabilidad de la aviación alemana o de la italiana”. El episodio al que se
está refiriendo (y que funciona como núcleo terrible de este tomo) fue la forma
inicua en que fueron masacradas, desde el mar y desde el aire, las personas que
huían de Málaga por temor a la llegada de las tropas enemigas. Bombardeadas
desde los buques de guerra Almirante Cervera, Baleares y Canarias, y
ametralladas por los aviones de la Legión Cóndor y de la escuadrilla aportada a
la causa por Mussolini, miles de personas hambrientas, asustadas, enfermas y
arañadas por el frío (entre las que se encontraban mujeres, embarazadas, ancianos
y niños), que conocían perfectamente las alocuciones de Queipo de Llano desde
su radio sevillana (barra libre para matar y humillar a los hombres, barra
libre para violar a las mujeres) trataban de llegar a Almería y ponerse a salvo.
Pero ni la huida se les permitió.
En
ese grupo de derrotados famélicos se encontraba la familia de Antonio Soler,
quien, en los años posteriores, tras unir todos los recuerdos familiares y leer
documentos sobre aquellos días (los nombres de Largo Caballero, Negrín, Azaña o
Arias Navarro, alias Carnicerito de Málaga, aparecen continuamente),
reconstruye los pasos que dio aquel lobo sanguinario que los acechaba. Un lobo
que convirtió la persecución en una actividad meticulosa, inmisericorde,
sañuda; un lobo que quería asustar, morder, desgarrar; un lobo que por fin, desde
1939 y durante varias décadas, se convirtió en el único dueño del bosque.
“Sé
lo que ocurrió. Pero no sé cómo ocurrió. Y sé, eso sí, que el cómo es lo
esencial en cualquier historia, en cualquier relato o suceso que se cuente”,
nos dice Soler en la página 67. Eso lo impulsa a charlar con su abuela (que
tiene párkinson), la cual, con la mirada perdida, le pregunta que para qué
quiere saber tanto. Es, creo, un punto neurálgico del libro. En efecto, ¿por
qué quiere Antonio “saber tanto”? Es la gran pregunta, cuya respuesta es
sencillísima, en mi opinión: quiere saber (necesita saber) porque aquello
ocurrió, y porque olvidarlo o dejar que sus detalles se desdibujen o se
manipulen no es admisible: supone ser derrotado dos veces. La primera derrota fue
la inquina impiadosa de los asesinos. La segunda derrota sería dejarles a ellos
que narren y fabriquen la “realidad” a su gusto, subrayando lo que desean y
ocultando lo que no les conviene recordar, porque (ese discurso sí que saben
esclafarlo con tenacidad) quienes recuerdan son unos rencorosos, que se empeñan
en vivir en el pasado.
“Ningún
miembro de mi familia regresó del todo de aquel extravío que duró poco menos de
una semana, pero que anidó dentro de ellos como un germen que durante décadas
fue expeliendo una sustancia oscura y sombríamente renovada” (p.337). Ahora,
aquel niño que nació en 1956, en medio del silencio obligatorio y amenazante,
toma la palabra para contarnos la otra parte de la verdad.
Un libro terrible, tristísimo e imprescindible.
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