José
Saramago planteaba, en su libro Ensayo sobre la ceguera, una situación
realmente espeluznante: la de invitarnos a reflexionar sobre qué ocurriría si
todos los humanos, de súbito, perdiéramos la visión; y cómo afectaría eso a
nuestro día a día. Pero el malagueño Juan Jacinto Muñoz-Rengel, viejo amigo de
este blog y constructor de ficciones asombrosas, acaba de superar en su última
novela esa angustia, para enfrentarnos a un horror más paralizante: imaginar
que todo nuestro interior (llámenlo mente, alma, espíritu, conciencia,
identidad o como deseen) pueda encontrarse, de pronto, en otro cuerpo. Es
decir, que siendo un profesor murciano de literatura a punto de jubilarte
(ejem) te desmayes y, al abrir los ojos, descubras que estás dentro de un ama
de casa griega. No conoces a tu marido, no sabes hablar su idioma, ignoras el
nombre de tus hijos. ¿Imaginan el desconcierto, la zozobra, el pánico, la
desesperación? Pues ahora imaginen que esa transmigración empieza a convertirse
en la norma y que toda la ciudad se llena de adultos que se comportan como
niños, de mujeres que descubren con horror que tienen pene, de chicos
saludables que ahora habitan en cuerpos con párkinson o de médicos cuyas mentes
ahora están aprisionadas en el cuerpecillo de un bebé. Calibren (si pueden) el
desbarajuste. El mundo entero se tambalea. Nadie puede saber quién es la
persona que tiene al lado. Nadie puede confiar en nadie (la adolescente hermosa
que te sonríe puede ser un asesino en serie). Nadie puede desnudar sus
emociones (el chico que desea besar a una muchacha no sabe si dentro de ella
hay un minero de Oklahoma).
Esa
pesadilla ecuménica es la columna vertebral de La transmigración, un
libro de sofocante perfección argumental y de brillante resolución literaria
que nos lanza preguntas y nos provoca temblores: ¿cómo sería el mundo… así? ¿De
qué tenebrosos colores se teñiría la convivencia entre las personas
supervivientes? ¿Reinaría tal vez el caos (“Ahora todos los delitos son
posibles. No quedan huellas ni indicios, no hay a quien culpar, no existe la
identidad”, p.171)? ¿Triunfaría la sensatez y serviría para reordenar el
futuro? Y, sobre todo, ¿cómo te comportarías tú en ese marasmo agónico?
¿Te adaptarías u optarías por el suicidio?
De Juan Jacinto Muñoz-Rengel siempre espero grandes libros (los anteriores son espléndidos), pero esta vez ha conseguido cuajar un volumen que va más allá: es auténticamente antológico.
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