Conocemos
la historia, porque numerosas páginas nos la han contado, con gran acopio de
detalles: el rey Minos, después de ver cómo su esposa Pasifae da a luz al hijo
que ha tenido tras una aventura fogosa con un gran toro rojo, ordena a Dédalo
que construya un laberinto en Creta. Tiene que ser un laberinto cuyas
dimensiones y complejidad aturdan a la estirpe de los hombres. Y una vez que se
encuentra edificado, colocará dentro a su odiado bastardo, el Minotauro, mitad
hombre mitad toro. La leyenda continúa contándonos que, cada año, el engendro
exige la entrega de siete muchachas vírgenes y siete muchachos hermosos, todos
ellos atenienses, a los que devora con saña. Un día, llega hasta Creta el
impetuoso héroe Teseo, que anhela adentrarse en el laberinto y matar el
monstruo; y podrá hacerlo porque Ariana, hija también de Minos, le entregará un
ovillo para que lo vaya desenrollando conforme avance por las siniestras
galerías y, ultimada su proeza, pueda salir desandando el camino.
Pero
de pronto llega Julio Cortázar y comprende que la historia puede ser leída de
otro modo, menos convencional, más lírico. El Minotauro no cobija realmente
ninguna maldad: de hecho, quienes entraron a su reino no sufrieron mal alguno,
sino que ahora cantan y bailan a su alrededor. Pero el héroe, que siempre está
adornado por la brutalidad y atiborrado de testosterona, necesita
matarlo, para que los conceptos del Bien y el Mal queden rigurosamente
establecidos y no se tambaleen los cimientos de la sociedad. ¿El hilo de
Ariana? Oh, muy sencillo de explicar: la chica quiere que su hermano derrote al
soberbio espadachín y que pueda encontrar la salida del laberinto. Por
desgracia, él lo entiende de otro modo: cree que ella desea la victoria de
Teseo y, decepcionado y triste, le ofrece de forma laxa su sumisión, para que
lo mate.
Un librito lleno de frases hermosas y de conceptos nuevos, que representa otra faceta de aquel hermoso diamante narrativo que se llamó Julio Cortázar, a quien adoro.
Y yo.
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