lunes, 20 de mayo de 2024

El hombre que paseaba con libros

 


Existen (perdóneseme la perogrullada) muchos tipos de lectores: el compulsivo, el reflexivo, el irregular, el amnésico, el intermitente, el que se concentra en un género, el que… Y es posible que todas las personas que puedan estar leyendo esta reseña conozcan a algún candidato cercano para cada una de dichas variantes. Es más difícil encontrarse con un lector monje: es decir, un solitario que se dedica a leer con voracidad, entregándose al mundo de los libros en cuerpo y alma. En la novela El hombre que paseaba con libros, de Carsten Henn (que leo en el sello Maeva, traducida por Elena Abós Álvarez-Buiza), se nos facilita la historia de uno de ellos: el anciano Carl Kollhoff, que distribuye a pie, artesanal y amorosamente, los libros que encargan los clientes de la librería A las puertas. Durante años, ha desarrollado esta labor bajo las órdenes de su amigo Gustav, pero desde su triste fallecimiento ha tomado el control del local su hija Sabine Gruber, que pretende dotarlo de un aire más moderno, más funcional. Y su primera medida no puede resultar más hiriente: desea despedir a Carl. Entretanto, el fervoroso proselitista (que no solamente entrega los libros, sino que bautiza con nombres literarios a los clientes y conversa con ellos, recomendándoles obras que puedan hacerlos más felices) se sorprende cuando una niña de nueve años, Shasha, se empeña en acompañarlo en su recorrido. Los vínculos que se establecen entre el viejo lector, la pizpireta Shasha y los principales clientes de la librería (un señor chapado a la antigua, un tímido analfabeto, una maestra retirada, una mujer golpeada por su marido) nos llevan de la mano por una narración dulce, entrañable y de imposible abandono.

Si un libro puede resultar inolvidable por una sola palabra (yo jamás olvidaré el adjetivo “cremoso”, que el narrador de Los misterios de Madrid aplicó a un ruidoso salivazo), El hombre que paseaba con libros también puede serlo por una escena: la que tiene lugar entre las páginas 98 y 100 cuando Sabine impide a Carl que acuda al hospital a visitar a su padre, y el viejo Kollhoff se dedica a leer en voz alta y firme, desde el otro lado de la puerta, hasta que se apaga la respiración de su entrañable amigo.

Un libro hermoso y muy emotivo, que encantará a todas las personas que amen la literatura.

sábado, 18 de mayo de 2024

Compañía

 


Acabo de terminar un interesante libro de relatos de Cristina Cerrada, que se titula Compañía y que fue publicado por el sello Lengua de Trapo después de que obtuviese el premio de narrativa Caja Madrid. En sus páginas me he encontrado con todo tipo de personajes singulares, que han capturado mi atención y me han conseguido intrigar: un acosador que se obsesiona con el control de su vecina Dana; un quinceañero que tras sufrir el abandono de la figura paterna se tatúa un lobo en el pecho; un recién divorciado que se entera de que la nueva pareja de su exmujer va a sufragar la estancia de sus hijos en un colegio extranjero (que él no podría pagar); una muchacha que se entera por teléfono de la muerte de su abuelo y decide cumplir una promesa que le hizo; una mujer que, mientras convive con su marido y con su suegra, se obsesiona con la idea de que las hormigas están invadiendo su casa; un hombre al que la policía acusa del asesinato de su familia y que arguye con firmeza que se trataba de extraterrestres… Son muchas figuras, colocadas en un buen número de situaciones distintas, que nos revelan las mil facetas del espíritu humano, capaz de luces y ciénagas, de soledades y heroísmos, de mezquindad y de esplendor.

Creo que se trata de una autora a la que querré volver, después de dos experiencias lectoras satisfactorias, para comprobar si otro de sus libros me interesa tanto como este. Algo me dice que lo más probable es que sí.

jueves, 16 de mayo de 2024

Río Cárdeno

 


Que levante la mano quien, en su juventud, no se haya sentido galvanizado por impulsos idealistas, quien no haya ardido por alguna causa noble y arrebatadora, que lo hiciera sentirse un héroe cinematográfico. Juan Plata, desde luego, forma parte de ese grupo temporal y sentimental. Hijo de una costurera y de un padre desconocido (aunque parece evidente que se trata del abogado Francisco Griñón), su infancia ha transcurrido en medio de estrecheces y señalamientos, viendo cómo su madre se dejaba los dedos y los ojos para labrarle un futuro; y de pronto, cuando una beca sutilmente impulsada por Griñón le está permitiendo seguir estudios jurídicos en Salamanca, descubre que en su pueblecito, Aracia (un pequeño lugar que “parecía sacado de un relato de Rulfo”, p.179), chirría el fantasma amenazante de un proyecto que incluye la compra de numerosas zonas de secano a precios elevados. ¿Quién (y por qué) muestra tanto empeño en hacerse con esas hectáreas infértiles, llenos de pedruscos y matorrales inútiles? Cuando descubra los nombres de los responsables y el objetivo de su complot, a Plata se le ilumina en la cabeza la idea de combatir la ignominia y proteger a sus conciudadanos, sin calibrar que se enfrenta a fuerzas que lo superan y que no dudarán en neutralizarlo y avasallarlo. Como los muñidores de voluntades son habilidosos, todo se le pondrá en contra: su novia dudará de él, su madre dudará de él, sus amigos dudarán de él. Y Juan Plata descubrirá que el hermoso gesto de los héroes del Oeste americano queda muy bonito en pantalla, pero destroza el corazón y erosiona el espíritu cuando se vive en primera persona, en la realidad. Después de muchos años viviendo en el candor juvenil, conociendo solamente la epidermis rosada del mundo, ha llegado el momento de descubrir los tumores que la rellenan por dentro, implacables y mefíticos.

Hace ya muchos años que sigo con fervor y con admiración creciente los libros de Juan Ramón Santos, porque me fascina su capacidad para convertir en música (en música clásica) la prosa: es un maestro del ritmo, de la escultura sintáctica, del léxico exacto y revelador. Para mi gran felicidad (aunque no para mi sorpresa), en Río Cárdeno vuelve a repetir el prodigio. Les aconsejo que lo descubran.

martes, 14 de mayo de 2024

Fantomas contra los vampiros multinacionales

 


Para desconcierto y horror de Julio Cortázar (que es el protagonista de la obra y que lee la noticia mientras viaja en tren), se está produciendo un salvaje atentado mundial contra la cultura: desaparecen libros de forma masiva, son incendiadas importantes bibliotecas (Calcuta, Tokio, Bogotá, Buenos Aires, Moscú), escritores muy notables (como Alberto Moravia) son amenazados de forma directa con la muerte si continúan su labor… ¿Qué demonios está ocurriendo? Conversando por teléfono con Susan Sontag (cuyas piernas han sido fracturadas por escribir artículos contra estas atrocidades), el argentino comprende que la confabulación es tan abrupta, tan preocupante y tan fascista que requiere la intervención de Fantomas. Todo el mundo intelectual está consternado (Octavio Paz, Heinrich Böll, Juan Rulfo, Osvaldo Soriano, Gabriel García Márquez, Caetano Veloso, Lezama Lima, Cristina Peri Rossi, Eduardo Galeano) y todos sus integrantes confían en la intervención de Fantomas… salvo, precisamente, Susan Sontag, que es la más realista del grupo y percibe la raíz honda del problema (“Fantomas es admirable y se juega la vida a cada paso, pero nunca le entrará en la cabeza que los otros son legión y que solamente con otras legiones se les puede hacer frente y vencerlos”, p.70). ¿Y quiénes son (conviene preguntárselo a estas alturas del resumen) “los otros”? La respuesta es sencilla, a la vez que oscura: las terribles multinacionales que, manejando a los políticos como títeres, dominan el mundo a través de los mercados. Esos grupos empresariales (cuyo poder resulta del todo inimaginable para quienes no están dentro) lo controlan todo, lo dominan todo: son quienes gobiernan en la sombra. No se trata de una paranoia, ni de una idea infantil: es la realidad que los hechos corroboran. Por eso (verbaliza Sontag), la respuesta contra ellos no tiene que configurarse alrededor de un héroe, sino que debe ser colectiva, consciente y firme (“El error está en presuponer al líder, Julio, en no mover un dedo si nos falta, en esperar sentados que aparezca y nos reúna y nos dé consignas y nos ponga en marcha”, p.71).

Cortázar, que acababa de formar parte del Tribunal Russell II, escribe una obra que, bajo su apariencia lúdica y humorística, contiene más sangre y más lágrimas de las que podría suponerse. Lo fácil es motejarla de maniquea o de capciosa, pero esos lanzamientos de barro (la palabra “demagogia” ha sido siempre una eficaz arma arrojadiza) ya dejaron de funcionar hace bastante tiempo. Es hora, quizá, de admitir que llevan siglos engañándonos. Es hora, quizá, de abrir los ojos.

domingo, 12 de mayo de 2024

Éter

 


Siempre me ha parecido una infundada osadía afirmar que existe (o que no existe) algo trascendente más allá de la muerte. No se trata de que no sepamos lo que acontece después, sino que no podemos estar seguros. El creyente se aferra a su fe positiva y el ateo se aferra a su fe negativa, pero ninguno de los dos puede saber si está en lo cierto: se limita a postular una hipótesis y recubrirla de mármol, para darle apariencia de solidez incontestable. Cada uno de ellos atesorará, como Fafner, cuantos “argumentos” le den la razón, cuantas paradojas lo auxilien o reconforten, cuantos interrogantes sean imposibles de contestar por “los otros” y que parezcan apoyar su tesis. Pero ninguno sabe.

En su reciente volumen Éter (publicado por la editorial Malas Artes después de haber resultado finalista en el VIII Certamen Malas Artes de Terror, Fantasía y Ciencia Ficción), el versátil y siempre convincente José Antonio Jiménez-Barbero aborda este tema “fronterizo” y el resultado es una novela de sólida textura y de magnífico desarrollo narrativo, donde descubriremos la existencia de una serie de personas que, dotadas con unos poderes psíquicos extraordinarios, sufren la presión de enfrentarse a unas misteriosas fuerzas oscuras que vienen desde el Otro Lado y que no dudan a la hora de emplear cualquier arma para conseguir sus propósitos: secuestros, torturas, experiencias científicas pavorosas, suplantación de cuerpos, manipulaciones mentales y otra porción de artimañas nauseabundas, que cada persona que lea la novela irá descubriendo con fascinación y horror, porque el autor de la obra es un maestro a la hora de crear atmósferas.

¿Que quedarán ustedes seducidos por la figura de Konstantin? Se lo garantizo. ¿Que se compadecerán por el destino que aguarda a Victoria? Ni lo duden. ¿Que sentirán la piel erizada en varios momentos de la narración? Por supuesto. ¿Que llorarán en las páginas finales? Probablemente.

Maestro del discurso y de los resortes narrativos, José Antonio Jiménez-Barbero vuelve a demostrar que no es un gran novelista de género, sino un gran novelista. Sin etiquetas restrictivas. Un gran novelista. Súmense al círculo de sus adeptos.

viernes, 10 de mayo de 2024

Retrato de Shunkin

 


Ignoraba, hasta hace unas semanas, no solamente la obra, sino el nombre mismo del escritor japonés Junichiro Tanizaki, pero ha querido la suerte que acabe de resolver ese desconocimiento con la lectura de su delicada novela Retrato de Shunkin, que traduce del idioma inglés María Luisa Balseiro y que publica el sello Siruela. En ella se nos cuenta la asombrosa historia de una fascinación, de un deslumbramiento, de un éxtasis religioso. Y uso esos términos porque hablar de “amor” para referirse a lo que siente Nukui Sasuke por la ciega Mozuya Koto resulta, sin duda, inexacto, por insuficiente. El muchacho, que se convirtió desde su niñez en guía de la joven, rica y caprichosa Mozuya, le ha tributado todas sus energías a ese oficio, todo su corazón a esa tarea, todas sus horas a ese fervor. Nada le ha importado que ella se muestre altanera con él y que lo llame “aprendiz” o “siervo”. Nada le afecta su trato desdeñoso. Ella, a su entender, es una diosa. Y las diosas no están obligadas a mostrarse agradecidas a sus adoradores: juzgan que su veneración es tan lógica como natural. Durante años, ha cuidado de ella con la alegría íntima de un perro fiel. Y seguirá haciéndolo cuando un salvaje sin escrúpulos entre en la casa y vierta un líquido ardiendo sobre el rostro de la joven, dejándola desfigurada. Pero el modo increíble en que lo hace… Ah, eso lo tiene que descubrir cada persona que se acerque hasta el libro.

Elegante en su forma de contar, con esa condición sigilosa, sosegada, leve, casi gatuna, que tienen muchos narradores nipones, Tanizaki nos brinda una historia realmente magnífica, que consigue seducir y emocionar desde la primera hasta la última de sus páginas. Y no es una frase hecha.

PRECIOSA.

miércoles, 8 de mayo de 2024

El séptimo círculo del infierno

 


Después de haberme encontrado con su nombre y con las cubiertas de sus libros en periódicos, revistas literarias y redes sociales, he decidido sumergirme por fin en una obra de Santiago Posteguillo. No lo había hecho antes porque el mundo de la antigua Roma, personalmente, no me llama mucho la atención; así que la idea de adentrarme en una novela histórica de tropecientas páginas no terminaba de seducirme. Pero de pronto se instaló ante mis ojos el volumen El séptimo círculo del infierno y, ojeándolo, descubrí que me podía interesar. En efecto, así ha sido. Y mucho.

Me he encontrado con un buen ramillete de secuencias narrativas en las que, jugando con el misterio (Posteguillo no desvela de quién habla), nos expone un episodio biográfico calculadamente ambiguo o sinuoso, y luego lo completa con la aclaración de los detalles sobre su protagonista. La estrategia es inteligente y está bien llevada, no cabe duda; y permite que los visitantes de la obra conozcan un exquisito muestrario de anécdotas sobre el mundo de la literatura: la forma en la que el azar (o acaso la protección secreta y firme de las nueve musas) ha protegido algunos versos de Safo de Lesbos, que han sobrevivido a la quema homófoba y misógina del papa Gregorio VII; la huida más bien ignominiosa de Horacio, tras una batalla, que sirvió para salvar su vida… y para que ahora tengamos su poesía; la manera en que el escritor prisionero Rustichello da Pisa convenció a Marco Polo para que le dictara la crónica de sus viajes, que convirtió en una narración fascinante; la asfixia intelectual que tuvo que sufrir sor Juana Inés de la Cruz, obligada a desprenderse de su biblioteca; cómo Juan Ramón Jiménez se enamoró de la risa de Zenobia Camprubí y, tras esa fascinación, utilizó el interés de ella por Rabindranath Tagore para lograr que lo tradujesen juntos; la desventura de la asturiana Concha Espina, que se quedó a un solo voto de conseguir el premio Nobel de Literatura en 1926; el amor secreto que unió a la escritora norteamericana Pearl S. Buck y el poeta chino Xu Zhimo; el bello y retador diálogo (inventado por Santiago Posteguillo) entre Federico García Lorca y Oliverio Girondo, hablando sobre los límites de la literatura; el difícil equilibrio político en que vivió Wenceslao Fernández Flórez durante el franquismo, mimado por un régimen que necesitaba intelectuales, pero crítico con los militares y favorable al aborto; las penurias que sufrió en los campos de concentración nazis Imre Kertész y su posterior marginación en su propio país, Hungría; la lucha de Bulgákov contra la asfixia que le procuró la censura estalinista; las penalidades postales que vivió Gabriel García Márquez para enviar Cien años de soledad a la editorial Sudamericana; la amistad (de peculiar inicio) entre el fotógrafo Daniel Mordzinski y el novelista Sergio Pitol; el seudónimo que se inventó Doris Lessing para poner a prueba la sagacidad de los críticos literarios; la emocionante forma en que la literatura de Chinua Achebe mantuvo con vida al encarcelado Nelson Mandela; la lánguida declinación de Iris Murdoch por el camino del alzheimer…

Me detengo, me detengo. Son tantísimas las bellezas que este libro contiene que se lo aconsejo con toda mi energía y me muerdo las teclas para no seguir haciendo spoiler, como dicen los modernos.

Si aman la literatura, amarán esta obra.

martes, 7 de mayo de 2024

Lo que se hunde

 


No será necesario invocar el nombre egregio de Juan Ruiz, el arcipreste de Hita, para que recordemos con nitidez que no es inteligente confundir el tamaño con la importancia, y que, si un diamante es más valioso que una piedra y una calandria dispone de una voz más melodiosa que un cóndor, el poemario Lo que se hunde, de María Marín, no debe ser juzgado por su liviandad material. Es un librito que cabe en el bolsillo trasero del pantalón, y que apenas pesa unos pocos gramos. Esas serían las consideraciones físicas del asunto (del “volumen”, para decirlo con ironía emersoniana). Otra cosa son las consideraciones espirituales o literarias. Y ahí la obra es espectacular, densa, magnética, contundente.

La niña que aún va calzada con zapatitos de botón y calcetines blancos; la niña que parece alzar su mirada cada pocas líneas, hasta clavar sus pupilas en las nuestras; la niña que sigue recurriendo a la figura protectora de la madre; la niña que nos explica entre las páginas 60 y 62 las diferencias entre lo que salta al vacío y lo que se hunde; la niña que no se siente cómoda o protegida abriendo la puerta de su casa. Ella es la dueña de la voz que burbujea en cada poema de este libro conmovedor. Ella es la mano que sentimos tendida desde cada verso, mientras nos susurra que no desoigamos su súplica. Que comprendamos su necesidad de explicaciones (“Que a veces la luz / impide ver el fondo, / que a veces todo / se ve mejor a oscuras”). Que respetemos en silencio su fragilidad vulnerada (“El mundo es demasiado ruidoso / para mí. / Solo quiero que se callen”).

Pocas veces he sentido, con tanta intensidad, el desamparo de una escritura y de un balbuceo. Me he sentido interpelado por María, me he sentido llamado de un modo firme y a la vez delicado por su zozobra. Y, aunque no conozco a la poeta personalmente (quizá les pase a ustedes lo mismo, si deciden leer esta obra), he sentido que querría abrazarla: sin añadir palabras a ese gesto, pero dejando bien claro que de esa forma le estaría ofreciendo otro fino vínculo para atarse al mundo (véase la página 77).

Libro para leer y para releer, porque el perfume de una rosa nunca cansa.

domingo, 5 de mayo de 2024

Ayanz, el inventor

 


Lo he dicho muchas veces, oralmente y por escrito, y no me importa repetirme: Santiago Delgado es un autor inexcusable, poliédrico y valioso en el mundo de nuestras letras: ensayos, cuentos, novelas, poemas, artículos, conferencias, biografías y prólogos que llevan su firma han enriquecido la literatura murciana durante el último medio siglo, en una labor tan musculosa como atractiva. Y lo ha vuelto a demostrar con la publicación de la novela Ayanz, el inventor, centrada en la figura del navarro Jerónimo de Ayanz y Beaumont, mente preclara del siglo XVI que puso sus reflexiones no solamente al servicio de la ciencia, sino también y sobre todo al servicio de su país y de su rey.

Para llevar a buen término esta extensa narración, Santiago Delgado se auxilia con dos luces igual de potentes: de un lado, la documentación histórica (que, como siempre sucede en el novelista murciano, es densa, variada y firme, no tolerando que ningún pormenor biográfico importante se sustente sobre el humo de las suposiciones); del otro, la habilidad para convertir un material que podría haber sido árido o insignificante en un relato fluido, ameno y lleno de atractivo. Porque ese es (ese ha sido siempre) el gran poder novelesco de Santiago: lograr que imaginación y documentación, verdad y magia, se aúnen en sus páginas, al servicio de una figura que queda, por obra y gracia de su talento, dibujada con nitidez para la eternidad. Calatravo insigne, aficionado a concebir mecanismos hidráulicos de todo tipo (“Mucha parte de las noches las empleo en dibujar los ingenios que me invento, ineludible paso antes de pasar a ser máquinas, de palos y metales, ruedas dentadas y manivelas. Máquinas que sirvan para algo, desde luego. Creo que seguiré con esta costumbre toda la vida”, p.15); que coincidió con personajes insignes de su tiempo (Miguel de Cervantes, p.29; Teresa de Jesús, p. 51; Ginés Pérez de Hita, p.62; Lope de Vega, p.109; Diego de Miranda, el Caballero del Verde Gabán cervantino, p.181; etc.); que se esforzó por remediar los ataques berberiscos a las costas murcianas; que fue testigo de la destrucción de la Armada Invencible; que sufrió la muerte de sus cuatro hijos por una epidemia de peste; que estuvo a punto de fenecer por inhalar gases tóxicos en una mina; y que, pese al amor insondable por su esposa, nunca pudo olvidar la bella y brevísima experiencia sexual que mantuvo en su juventud con la sirvienta Chiara, don Jerónimo de Ayanz (quien se encuentra enterrado en la catedral de Murcia) se convierte en las manos de Santiago Delgado en una figura potente y llena de luz, majestuosa e inolvidable.

Acérquense a esta novela para disfrutar, para aprender y, en sus cuatro últimas páginas, para emocionarse de un modo extraordinario. Ya verán.

viernes, 3 de mayo de 2024

Nieve

 


En 1996 se publicó la novela Seda, de Alessandro Baricco, que se convirtió pronto en una sensación en toda Europa, por su ambiente oriental, su lenguaje lírico, sus frases cortas y sus capitulillos breves, que encandilaron a los lectores de forma casi unánime. Tres años más tarde, el francés Maxence Fermine entregó a los lectores su primera producción novelística que, con el título de Nieve, seguía inequívocamente la estela del italiano. No se trata, como es lógico, de una crítica ni de una observación malévola, pero sí de una evidencia incontestable, con la que se mostrará conforme cualquiera que conozca ambas obras: parecen primas hermanas, tanto en su espíritu como en su formulación.

En Nieve nos encontramos con Yuko Akita, un muchacho japonés que, renegando de las tradiciones familiares (que lo impelían a dedicarse al sacerdocio o el ejército), decide convertirse en poeta. Tres son, durante la juventud, sus amores: los haikus, la nieve y el número siete. Y tres serán, también, las mujeres que turben su ánimo durante los años siguientes: una muchacha que encuentra junto a la fuente (con la que mantiene sus primeros contactos eróticos), la joven que acompaña al emisario imperial (que lo visita para conocer sus progresos en el mundo de la poesía)… y el cadáver congelado y aparentemente desnudo de una dama, que encuentra mientras viaja en busca de su futuro maestro Soseki. Con levedad y con buen pulso narrativo, Fermine nos va conduciendo por esta historia de colores, funambulismo, búsquedas espirituales, desamparos y fatalidad, que se lee con mucho agrado y que resulta por momentos conmovedora. Al final, una tierna sorpresa servirá como cierre de una narración tan eficaz como admirable. Aunque no se la pueda aplaudir por su originalidad formal, sí que es razonable hacerlo por la manera en que Fermine desarrolla y cierra su historia, la cual se eleva hasta un buen nivel.

miércoles, 1 de mayo de 2024

La guerra de Nico

 


Cuando llegó a mis manos el libro La guerra de Nico, la novela galardonada con el premio Edebé de literatura infantil de este año, realicé un experimento: dejé el libro encima de la mesa y, tras observar que mi hijo Álvaro (13 años) lo cogía para leerlo, esperé con paciencia. Cuando volvió a dejar el tomo en la mesa, un par de días después, le pregunté: “¿Qué tal?”. Su respuesta fue tajante: “Chulo. Muy triste”. No se me ocurre una crítica literaria más exacta. Porque esta novela del barcelonés Josan Hatero es, rigurosamente, eso que mi hijo condensó en tres palabras: chula y muy triste.

Imaginen a un niño de once años, llamado Nicolás Franz, que por sorpresa recibe una notificación donde se le comunica que debe incorporarse, sin excusa y con carácter inmediato, a las filas del ejército, para luchar por su país en guerra. La madre y el propio Nico tratan de explicar al reclutador que el citado “Nicolás Franz” tiene que ser su padre, porque él no es más que un niño; pero de nada valen esas juiciosas consideraciones, ante la burocracia más absurda y más cerril. De este modo se inicia una narración delirante donde comprobaremos cómo el chiquillo es trasladado en un larguísimo viaje en tren, rapado al uno, vacunado contra el tétanos, instalado en un barracón con otros chicos y, después, sometido a una disciplina castrense que incluye, entre otras sevicias, marchas y sesiones de tiro. Nadie parece dispuesto a remediar esta insensatez (“Ahora ya no eres un niño, eres el recluta Franz”, 46), ni tampoco a suavizar las normas en atención a sus pocos años, obligándolo a que haga las cosas a toda velocidad (“No sé si nos están preparando para la guerra o para participar en unas olimpiadas”, 57).

Durante ese tiempo, Nico asistirá a escenas terribles (intentos de deserción, tentativas de suicidio, incluso una muerte en sus brazos), que eliminan cualquier posibilidad de ver estas páginas como una narración edulcorada y que convierten la novela en una descarnada denuncia de la locura bélica, que convierte a los seres humanos en alimañas.

Sin duda, un libro valiente, valientemente premiado por Edebé. Léanla con sus hijos.

martes, 30 de abril de 2024

La sirena negra

 


Varias veces, a lo largo de mi vida, he tenido entre las manos un libro de Emilia Pardo Bazán; y varias veces me he propuesto, también, empezarlo y recorrer sus páginas para descubrir en ellas las posibles bondades que tantos comentaristas le han encontrado en el último siglo. De forma inexplicable, nunca lo he hecho, salvo mi pequeña aproximación a sus cartas, que abordé el verano pasado. Hoy comienzo a eliminar esa torpeza con mi lectura de La sirena negra, una obra de gran tensión psicológica en la que ocupa lugar central el adinerado y confuso Gaspar de Montenegro, un “meditativo sensual” que lleva años coqueteando con la bohemia, el alcohol y el descarrío y que, reacio a vincularse matrimonialmente con Trini, la hermosa muchacha que su hermana le propone, se siente en cambio deslumbrado con la figura de Rita Quiñones, enferma de tuberculosis y madre del pequeño Rafael. No siente por ella pasión amorosa o sexual de ningún tipo, pero hay una extraña atracción que lo impele a mantenerse a su lado hasta que, cuando la Parca se la arrebata (impresionante capítulo V, con Gaspar teniendo un sueño sobre la Danza de la Muerte), decide adoptar a su hijo (“Declaro que el niño me es necesario, que carezco de algo que me adhiera a este mundo tan deleznable, tan mísero…”, p.72). Su hermana Camila lo juzga loco por esta decisión, que juzga inverosímil; pero Gaspar, que ha tenido una vida crápula y licenciosa, destinada a una muerte insulsa, siente que el niño “se interpone y me defiende” (p.84) de tal atroz destino.

Esa decisión antinatural lo obliga a contratar a dos personas: un ayo que se ocupe de la futura educación de Rafael (el señor Solís) y una institutriz que encarrile la ternura de su infancia (Miss Annie). Trini, incapaz de casarse con un hombre que aportaría al matrimonio un hijo “anómalo”, se aparta de él.

Estos serían, digamos, los ingredientes argumentales de la obra, pero sin duda la médula de este libro hay que buscarla en la exploración psicológica que Emilia Pardo Bazán realiza no solamente en Gaspar de Montenegro, sino también en las figuras que lo acompañan y rodean, por cuyo interior nos paseamos con pasmosa intensidad. Por ejemplo, Gaspar comienza siendo un nietzscheano de manual (“Ni quiero ser eso que llaman bueno, ni menos apiadarme de nadie, porque la piedad es un descenso; el hombre superior es insensible, está revestido de bronce. Todo cuanto hago, incluso lo que ofrece aspecto de buena obra, hágolo por propia conveniencia”, p.113), pero después los meandros de la vida lo irán conduciendo en otra dirección, cuando comprenda que la Muerte y la Nada no son territorios atractivos o deseables, sino meras equivocaciones de la desolación (“Ahora creo discernirlo con lucidez total: estaba enfermo del alma, y es la salud lo que han de darme las dos supremas representaciones de la existencia: el Niño y la Mujer”, p.173). No obstante, bastarán unos minutos de arrebato (permítanme que no les desvele su origen) para que su vida vuelva a sufrir un vuelco aparatoso.

Todos los protagonistas, en mayor o menor grado, sufren los zarpazos de una sociedad y una vida en la que no encajan, bien por su excesivo conformismo (Camila), bien por su agónica búsqueda de otros derroteros (Gaspar), bien por el rencor derivado de su pobreza (Desiderio), bien por la amargura que le depara su rigidez (Annie). Ninguno de ellos es plenamente feliz. Ninguno se resigna a no serlo. Ninguno lo logrará.

He quedado encandilado con la escritura de Pardo Bazán y con la excelencia de su bisturí psicológico. Ahora sé seguro que repetiré con ella.

domingo, 28 de abril de 2024

Lo que uso y no recomiendo

 


Me gusta volver con frecuencia a las publicaciones del sello Liliputienses, porque siempre descubro en ellas brillos que capturan mi atención y que me hacen cabecear con asombro. Son voces por lo general jóvenes, frescas, desinhibidas y arriesgadas, que no temen adentrarse por caminos insólitos y que, como premio a su osadía, recolectan algunos frutos tan inesperados como suculentos. Tampoco en esta ocasión, cuando me he adentrado por los senderos líricos del argentino Gustavo Yuste (Buenos Aires, 1992), he salido defraudado de la experiencia. Con poemas breves, pero vigorosamente bien coordinados, el poeta nos traslada la crónica de una erosión sentimental, en la que va dibujando con versos sencillos y profundos (admirable el equilibrio que logra entre extensión e intensidad) los pasos que inevitablemente conducen al fin de una aventura amorosa: la tristeza, la constatación del desgaste, la decoloración de los días, el apagamiento de las sonrisas, el espaciado de los abrazos, los reproches, la aceptación de que todo Titanic encuentra tarde o temprano su iceberg y, por fin, contemplar el pequeño apartamento común y decirnos que “la inmobiliaria ya le encontró comprador” (p.67).

Podría irles glosando cada fase de esta agonía, cada centímetro del cuerpo que se hunde en las arenas movedizas, pero Gustavo Yuste lo ha dicho demasiado bien en sus versos como para profanar sus palabras con la torpeza de mi discurso. Si me permiten, les anoto (ordenadamente) algunos de los versos que he subrayado durante mi lectura: seguro que con ellos entienden la necesidad de acercarse al volumen y leerlo con emoción, en silencio.

“Nuestra tristeza / no entra en esta habitación / pero sí en un haiku”. “El cristianismo y nuestra relación: / dos religiones que necesitan de un milagro / para mantener en pie su relato / y edificar arriba de eso”. “Ya es oficial: / no nos alcanza / con una primavera estándar / para ponernos contentos”. “Un ejemplo concreto: / parecía haber mucha más felicidad / en el paquete entero cuando lo compré / que en estas galletitas de chocolate rellenas / comidas de manera robótica / en medio de una plaza enrejada”. “Igual que a un amateur / que pelea por el vino / o a un peso pesado / que tira golpes millonarios / detrás de las luces de Las Vegas, / también deberían prohibir tu mano / si vas a tocarme / sin acusar ningún tipo de sentimiento”. “La tristeza / es necesitar un consejo útil / y recibir en su lugar / un tupper recalentado / lleno de lugares comunes”. “Yo tampoco sé tomar decisiones / hasta que algo no se rompe del todo”.

viernes, 26 de abril de 2024

Rostros y rastros

 


Estamos ante un libro anómalo. No digo malo o bueno (eso tendrá que decidirlo cada persona que pasee por sus páginas y se detenga de verdad a desentrañar sus palabras, y no solamente a leerlas de forma veloz y descuidada): digo anómalo. Es decir, distinto, osado, sinuoso, lírico, mestizo. Un libro-salmón, que muestra su musculatura saltando a contracorriente y trazando airosos brincos sobre el agua ocular de los lectores.

Trabajando sobre una serie de fotografías de Paco Sánchez Blanco (entiéndase: mirándolas con concentración y silencio, también con algo de alcohol y noche), Care Santos elabora pequeñas pestañas verbales sobre sus protagonistas. No intenta dibujarlos de una forma clásica, sino interpretarlos, dejar que sus ojos los contemplen “desde el otro lado” lorquiano, para conseguir llegar a su entraña más pura, más inexplorada, más significativa. Son los rostros de cantantes (Alaska), poetas (José Hierro, Mario Benedetti, José Ángel Valente), actrices (Rossy de Palma), filósofos (Agustín García Calvo) o famosos efímeros (Tamara).

El resultado es un opúsculo realmente poético, de gran belleza visual, que puede abrirse por cualquier página y nos permite el juego cómplice de leer y contemplar la imagen, para ver si coincidimos con su análisis.

jueves, 25 de abril de 2024

Ver pasar

 


Son curiosos los tirabuzones y juegos de espejos que, en ocasiones, nos pone ante las pupilas el mundo de la literatura. Hoy, precisamente, acabo de disfrutar de una de ellas. Expliquémosla. A finales del siglo XV, Fernando de Rojas publicó su obra La Celestina (aunque por aquel entonces llevase otro título, más largo y rimbombante) y, en ella, nos hablaba de los amores que, explotando entre Calisto y Melibea, los condujo a ambos a la muerte. A principios del siglo XX, el alicantino Azorín, lector entusiasta, tomó aquel cañamazo portentoso y decidió bordar sobre él una exquisita meditación sobre el paso del tiempo y sobre las revelaciones que su fluencia nos puede deparar. Lo tituló “Las nubes” y planteaba la melancólica situación de un Calisto que, envejecido, contempla cómo un mancebo salta la tapia de su hogar y se dirige hacia su hija Alisa… Exactamente como él se dirigió, realizando el mismo ejercicio gimnástico, hacia el lugar donde reposaba su actual esposa Melibea. Pasa el tiempo y todo se repite. Como las nubes, que avanzan por el firmamento y vuelven de continuo.

Y llegamos al final del siglo XX y descubrimos cómo el profesor y dramaturgo Francisco Torres Monreal vuelve al mismo episodio y le imprime otra vuelta de tuerca (como habría dicho el gran Henry James). En esta nueva estructura de matrioshkas, la joven Alisa comienza su relación erótica con el mancebo (que carece de nombre y que la corteja utilizando los versos del “Cantar de los cantares” bíblico); y sobre este plano encontramos a Calisto y Melibea, que reflexionan sobre el paso del tiempo y sobre los meandros del amor); y sobre este plano encontramos a Azorín, que sentado a la mesa de su despacho tiene entre sus manos la obra de Rojas; y sobre este plano está Francisco Torres Monreal, que realiza la crónica dramática de este juego de cajas chinas; y sobre este plano, por fin, estamos nosotros, que leemos la obra y apreciamos sus pliegues, sus zonas de luz y sombra, sus reflexiones, sus propuestas psicológicas.

Realmente, una obra llena de interés.

miércoles, 24 de abril de 2024

El verano del incendio

 


El futuro del planeta y de la Humanidad (puede sonar solemne, pero estoy hablando en serio) se encuentra en el poder de cambio de los niños y de los jóvenes. Los adultos, que tanto solemos presumir de inteligencia y de madurez, ya hemos demostrado sobradamente los estropicios que somos capaces de perpetrar (y que hemos perpetrado de modo salvaje y continuo): mares llenos de plástico, especies aniquiladas, contaminación atmosférica, recursos naturales esquilmados. Ya dijo alguien, y se quedó corto, que somos una especie mediocre. Por fortuna, nos queda la esperanza de imaginar que una generación nueva está surgiendo y que ella, con más sentido común que nosotros, adoptará otra forma de comportamiento, menos absurdo y devastador, menos insensato y suicida. No en vano, una de las protagonistas de la novela El verano del incendio, de Rosa Huertas, explica en la página 123 que la palabra “Ecología” se basa en el término oikós, que en griego significa casa. ¿Acaso las próximas generaciones van a ser tan imbéciles como nosotros, y van a permitir que las termitas horaden las vigas de su hogar y que los muros caigan desmoronados? ¿Van a permanecer impasibles mientras el aire de sus habitaciones se vuelve irrespirable? ¿Van a dejar, sin plantearse una reacción inmediata, que la temperatura de su salón suba y suba, hasta límites insufribles?

Los chicos a los que el verano reúne en la localidad playera de Villamar, tras ser testigos del incendio que calcina el bosque de los Tilos, deciden adoptar como modelo a la sueca Greta Thunberg y comienzan a trabajar para que las cosas sean distintas. Para conseguir que el mensaje cale de forma eficaz entre los lectores, la maravillosa escritora madrileña introducirá también en esta historia una serie de elementos de alto poder de seducción: un galgo de ojos tristes, un viejo huraño que tartamudea y tiene mala fama en la localidad, un alcalde cuya conducta irá cambiando con el transcurrir de los acontecimientos, unas pancartas reveladoras, una heladería… y una historia de amor que fluye y encandila.

Si quieren que sus hijos e hijas conozcan una novela que les haga pensar sobre el poder de la amistad y del perdón, sobre el futuro de nuestro planeta, sobre la importancia de unirnos por causas nobles y, a la vez, experimenten el placer de encontrar una novela estupenda, no lo duden: aquí disponen de una.

lunes, 22 de abril de 2024

Clásicos para la vida



De vez en cuando, mi navegación por el mundo de los libros (que es infinita y que me depara infinitas alegrías) me conduce hasta una isla especial, hasta un territorio donde la vegetación resulta diferente y donde la luz parece incidir de un modo distinto, extrayendo de los paisajes y de las palabras un brillo único. En esos momentos, cuando cierro la última página y me vuelvo a subir al barco para buscar otra isla, sé que parte de mí se queda adherida a las líneas que acabo de recorrer, y que mi memoria me volverá a llevar a ellas varias veces, en los años posteriores. Estoy hablando (aún no lo había dicho) del volumen Clásicos para la vida (Una pequeña biblioteca ideal), de Nuccio Ordine, que traduce Jordi Bayod y publica el sello Acantilado. Me lo regaló hace poco mi gran amigo Pepe Colomer.

Dos partes podríamos distinguir en este tomo. La primera son las treinta páginas de Introducción, en las cuales el ensayista italiano explica bellamente su defensa de las Humanidades, indicando que el arte y el pensamiento constituyen uno de los pilares imprescindibles de toda civilización. Seguir pensando en los grandes libros del ayer, en las grandes pinturas del ayer, en las grandes composiciones musicales del ayer, es el único camino para que el tronco siga sujetándose a la tierra con la ayuda de fuertes y fiables raíces. En esa línea resultan indispensables los docentes buenos, y no tanto los docentes pedagógicos (“Un conocimiento de mera antología no basta; como tampoco basta el estudio de la didáctica, que, en las últimas décadas, ha asumido una centralidad desproporcionada: dicho sea con el permiso de las pedagogías hegemónicas, el conocimiento de la disciplina es lo primero y constituye la condición esencial. Si no se domina esa literatura específica, ningún manual que enseñe a enseñar ayudará a preparar una buena clase”) o aquellos que se abandonan acríticamente en los brazos de la tecnología (“¿Estamos verdaderamente seguros de que la escuela es el lugar donde el estudiante debe potenciar su relación con la tecnología digital? ¿Estamos seguros de que al número ya exagerado de horas dedicadas a los videojuegos, a la televisión, a navegar por internet, a las relaciones virtuales establecidas a través de Facebook, Twitter y WhatsApp, es necesario sumarles también las horas asignadas para seguir una clase en el aula de una escuela o de una universidad?”). Los centros educativos deberían consagrarse a la misión de formar personas, y no de rellenar papeles (“La insensata multiplicación de reuniones e informes (para ilustrar al detalle programaciones, objetivos, proyectos, itinerarios, talleres…) ha acabado por absorber buena parte de las energías de los profesores, transformando la legítima exigencia organizativa en una nociva hipertrofia de controles administrativos”) o de fabricar borregos programados para convertirse en consumidores (“En vez de formar pollos de engorde criados en el más miserable conformismo, habría que formar jóvenes capaces de traducir su saber en un constante ejercicio crítico”).

En cuanto a la segunda parte, consiste en una brillante selección de fragmentos de la historia de la literatura (desde Homero hasta nuestros días), comentados con agudeza por Ordine, quien conecta sus temas y preocupaciones con los del mundo de hoy, demostrando que el pensamiento y la cultura siempre resultan necesarios para el vivir auténtico, para la experiencia racional de ser humanos.

Un libro delicioso y que invita a reflexionar. Visítenlo.

sábado, 20 de abril de 2024

Fuera

 


Personas que tienen que salir de su mundo (por guerras, hambre, orfandad o persecución) y que se instalan en otro, donde no terminan de sentirse bien, pues desconocen el idioma, las costumbres, la cultura… o porque sufren las secuelas de la incomprensión o el racismo. Ellas son las protagonistas del volumen de relatos Fuera, de Susanna Tamaro, que leo en la traducción de Guadalupe Ramírez y que me ha parecido magnífico.

La joven viuda hindú Nabila y su hijito Raj son engañados por una mafia, que tras hacerles creer que los llevará a un territorio donde podrán reconstruir sus vidas, los deposita en una zona donde la nieve y la insensibilidad de los lugareños serán sus únicos espectadores (“¿Qué dice el viento?”). Una muchacha filipina que se había hecho la ilusión de ser monja tiene que instalarse en Roma como sirvienta de una familia cuyo patriarca pone sus ojos, y no solamente sus ojos, en ella (“Salvación”). Arik, un niño africano, es dado en adopción a una pareja italiana, pero su espíritu se rebela contra ese desarraigo (“Del cielo”). Rossella emplea toda su energía en adaptarse al viejo gruñón, racista y clasista, que la ha tomado a su servicio, aunque los resultados no sean los que ella esperaba (“¡Y a mí… qué!”).

Cuatro propuestas de elegante factura literaria, que podrían haberse derrumbado hacia el ternurismo o la acrimonia, pero que consiguen esquivar ambas tentaciones para convertirse en estupendas piezas narrativas, en las cuales la escritora de Trieste se adentra en el espíritu maltrecho de las personas más vulnerables y consigue que reflexionemos sobre la amargura de su condición y también sobre la crueldad, consciente o inconsciente, con la que a veces tratamos a quienes consideramos inferiores o distintos. (Un consejo: fíjense en los perros que aparecen en estas historias y traten de entender su simbología).

Tras un par de intentos con las obras de la escritora italiana me había distanciado un poco de su narrativa (lo diré así de suave), pero esta nueva aproximación a su escritura me hace plantearme si realmente hice bien. En este libro, mi aplauso se lo ha ganado.

jueves, 18 de abril de 2024

No he salido de mi noche

 


Pensemos en una mujer. Una mujer cualquiera. Puede ser usted, si es mujer. O incluso usted, si es hombre. Da lo mismo. Esa persona (acudamos al término genérico) tiene que ingresar a su madre en un centro asistencial donde cuiden de ella, porque su enfermedad de Alzheimer ha alcanzado un nivel duro, inasumible. Y esa persona, sabiendo racionalmente que ha hecho lo correcto, pero a la vez sintiéndose culpable, va escribiendo lo que siente durante ese amargo proceso. “Me puse a anotar, en trozos de papel, sin fecha, frases, comportamientos de mi madre que me aterrorizaban. No podía soportar que semejante degradación se apoderara de mi madre. Un día soñé que le gritaba enfadadísima: ¡Deja de estar loca de una vez!”. Seguro que usted, hombre o mujer, siente la aspereza de ese grito en su garganta. Su madre, gracias a la cual llegó a la vida, se encuentra ahora en una zona atroz, “muerta y viva a la vez”. Eso, inevitablemente, conduce a los momentos de crisis (“Me da miedo que se muera. A veces pienso incluso en traérmela otra vez a casa”), aunque la persona que habla tenga claro que para dibujar la crónica de este proceso debe elegir con cuidado las palabras, para que las lágrimas no dificulten la comunicación con quienes escuchamos (“Evitar, al escribir, dejarme llevar por la emoción”).

La francesa Annie Ernaux traga saliva y tiene la entereza descarnada de dejarnos ver lo que escribió en esos cuadernos, en esas hojas sueltas que durante varios años fue recopilando. Y digo bien: “entereza descarnada”. Porque no todo es aquí amor, dulzura y buenos recuerdos, sino también acíbar, traumas, reproches, olor a pis y mierda imposible de contener. No hay maquillaje. No hay violines. No hay luces brillantes. Hay sinceridad, porque no se trata de una invención novelesca sino de una experiencia auténtica y, por tanto, desgarradora. La escritora francesa, enfrentada al desvalimiento degradado de su madre, siente que debe mantener el control, para no ingresar en la inutilidad o en la locura (“Todo se ha invertido, ahora es mi hijita. NO PUEDO ser su madre”). Pero, aun así, resulta inevitable que las dudas la corroan en algunos momentos de este libro (“No sé si es una tarea de vida o muerte la que estoy haciendo”), porque la figura de la madre termina por convertirse en un espejo oscuro, en el que la autora vislumbra destellos de lo que ella misma podría vivir dentro de unos años (“Cegadora: ella es mi vejez, y siento en mí la amenaza de la degradación de su cuerpo, sus pliegues en las piernas, su cuello arrugado”).

En cuanto al título, permítanme que no les desvele su origen ni su explicación. Les dejo que ustedes descubran su enigma leyendo esta obra turbadora, dolida y muy, muy triste.

martes, 16 de abril de 2024

Cartas a Katherine Mansfield

 


Se precisan veinte o treinta segundos para descubrir en Internet que la escritora neozelandesa Katherine Mansfield murió nada más empezar el año 1923; y que la escritora española Carmen Conde vino al mundo en agosto de 1907. Es decir, que la segunda era una adolescente (que acababa de volver de Melilla y aún no había comenzado a estudiar Magisterio en Murcia) cuando la primera falleció prematuramente en Francia. No llegaron, como es lógico, a conocerse. Pero la magia insondable de la literatura les permitió convertirse en amigas cuando la cartagenera leyó los diarios y epístolas de la wellingtoniana y experimentó la gran afinidad espiritual y artística que las vinculaba. Surgen así estas delicadísimas Cartas a Katherine Mansfield, que leo en La Bella Varsovia, en edición de Fran Garcerá. En ellas, la futura académica de la RAE se dirige a Mansfield y le habla sobre la inspiración, sobre la temperatura del corazón, sobre los paisajes y los estados del alma, sobre escritoras a las que admira. Es verdad que no recibe ninguna aparente respuesta, pero tiene bien claro que “la amistad no necesita, a veces, del mutuo alimento; basta que uno de los amigos hable, piense, ame, aunque el otro calle y sea invisible” (p.72). Sabe que la joven neozelandesa es su “elocuente callada amiga” (p.41) y eso le basta para seguir comunicándose con ella, de corazón a corazón, de espíritu a espíritu. Ambas fueron amantes de la literatura y del arte, ambas fueron sensibles y líricas, y ese hilo las une de forma estrecha, hasta convertir a Katherine en “la más perfecta corresponsal que tuve” (p.39).

El resultado (que se enriquece con un estudio prologal de brillante factura y con un anexo fotográfico realmente hermoso) constituye todo un regalo para las personas sensibles, que lo leerán despacio, paladeando cada frase y cada párrafo, sabiéndolos compendios de miel, inteligencia y belleza. Memorable.

domingo, 14 de abril de 2024

Al otro lado del espejo


Confieso (no me queda otra, como diría un castizo) mi impotencia para resumir, o reseñar, o comentar este disparate, este maelstrom, esta fiesta de la inteligencia y de la exuberancia, este vademécum de exquisiteces y provocaciones, este baúl de libros y pentagramas, esta plétora de alcoholes y paisajes y lealtades, que lleva por título Al otro lado del espejo (Conversaciones ordenadas por Csaba Csuday), que leo en la edición de la Universidad de Murcia (2001). Me rindo. Le he dado muchas vueltas y, cuando creía haber encontrado un hilo que sirviese para vertebrar todas las ideas y citas que he subrayado en el tomo (son legión), de pronto me daba cuenta de que lo estaba expresando al revés, o de forma incompleta, o sin el debido rigor, o dejándome en el tintero (en el teclado) demasiados perfiles lujosos, demasiados detalles significativos o tributarios del esplendor. ¿Se trata de una torpeza mía? No seré tan petulante ni tan engreído como para descartarlo; pero creo que, sobre todo, la raíz del asunto hay que buscarla en la condición oceánica (y mercúrica) de este tomo, donde se alinean y conectan recuerdos de amigos, fragmentos de reseñas sobre obras de Álvarez, retratos verbales impagables sobre él, aproximaciones periodísticas y, por encima de cualquier otro ingrediente, un chisporroteo de luces que, emanando de la boca del poeta, convierte el tomo en algo inabarcable e ingobernable. Desatado en sus afirmaciones categóricas, el director del Museo (de cera) reitera innumerables veces la palabra “amo” (Baudelaire, Tácito, Villon, Borges, Flaubert, Chopin, Bach, Rubinstein, Callas, Aleixandre, Espríu, Gil de Biedma, Mizogushi, Lester Young, Shakespeare, Montaigne, Lampedusa, Durero, Velázquez, Judy Garland, Kavafis) y la palabra “detesto” (aquí me permitirán que me acoja a la cortesía amable de no anotar nombres). Y en ese Mediterráneo de filias y fobias, la isla del tesoro de sus opiniones sobre la sensibilidad (“Apreciar una obra de arte, un libro, requiere inteligencia, buen gusto, nobleza de espíritu. Para quemarlo basta con una cerilla”), sobre el público (“¿Por qué tanta obsesión con el público? Ni que fuésemos vendedores de electrodomésticos”), sobre la belleza (“Lo que consigue la belleza ya lo es siempre”), sobre el mundo en que vivimos (“Cercado por bárbaros de cualquier ideología, el artista tiene una sensación de condenado a muerte”), sobre sí mismo y su método de vida (“Siempre he comido y bebido y fumado, y demás artificios, todo lo que he tenido ganas. Y nunca, deportes. […] No cabe duda de que mi salud ha sido fortificada por el alcohol y el tabaco”) o sobre la política del futuro (“Si lo considera usted sin prejuicios, no hay, ni habrá, más gobierno que la televisión. […] Todos los gobiernos desean tener un dominio cada vez más absoluto sobre las personas, un control más eficaz. En la medida que lo consigan la vida irá degradándose”).

Camilo José Cela, al que quizá Álvarez no tiene en muy alta consideración (afirma que después de Baroja no ha habido novela en España), explicó a Joaquín Soler Serrano que todos somos poliédricos, y que según la luz incida en una de nuestras caras o aristas el resultado será diferente. Es muy posible que sea cierto. Y si lo es (que yo juzgo que sí), José María Álvarez debe de ser uno de los poliedros más fastuosos, desconcertantes y sugerentes del mundo. Pueden acercarse a estas páginas para comprobarlo.


viernes, 12 de abril de 2024

La elegida de los dioses

 


Considerando la historia de la literatura (no solamente juvenil), se podría elaborar toda una teoría sobre las puertas. Es decir, sobre los accesos que llevan del mundo real, anodino y gris, al mundo luminoso y sorprendente de la fantasía. Una de esas puertas es la que cruza Venus, una muchacha que vive cerca de Mojácar y a la “que su nombre le hacía justicia: morena, de pelo largo y rizado, su rostro emitía una calidez y una confianza no habitual en una chica de dieciséis años” (p.11). Un día, se mete a leer en su escondite predilecto (un refugio junto al mar) y la invade un sueño que la lleva hasta Karman, un territorio mítico en el que contará con la protección de Yelian y Gharin, dos guerreros de fabuloso poder. Y aunque la chica se empeña en que la vean como una simple adolescente (“Soy una joven normal”, p.26), los soldados tienen claro que ella es una elegida de los dioses.

Con ese punto de arranque, se inicia un viaje lleno de aventuras, personajes muy curiosos (la reina Yhulia, la elfa Elënwen, el dios Ethandor, el hechicero Hilkezor) y sorpresas, que amenizan la lectura y no la dejan desfallecer en ningún momento.

Pedro Camacho Camacho, al contrario de lo que ocurre con la mayor parte de los constructores de mundos imaginarios, no se deja llevar por el desenfreno narrativo. Al revés: teje con astucia y no deja que ningún hilo novelesco se descuelgue de la trama general. Es un gran logro, sin duda, porque le permite mantener las riendas de la obra, de forma invisible pero enérgica. Los lectores no lo percibirán (y eso es lo maravilloso), pero es signo de que nos encontramos ante un buen timonel narrativo. La trama, gracias a su pericia, incorpora además una circularidad excelente, que impregna de mayor eficacia a la ensoñación de Venus: en la página 118 suena (para ella y para los lectores) el despertador que encierra el mundo de Karman en una burbuja perfecta, de la que no queremos despedirnos del todo. En ese cosmos cumplen una extraordinaria labor las ilustraciones de Francisco José Palacios Bejarano, que juegan con la noción de infinito (p.41), o se decantan por una lírica visual de gran belleza (p.61), o hacen de la sugerencia un arte (p.69), o, en fin, remiten a una estética manga, de impactante plasticidad (p.113).

Un libro estupendo para aquellos lectores que busquen bañarse entre las olas de la fantasía.

miércoles, 10 de abril de 2024

Ella, maldita alma

 


Yo no sé si Ella, maldita alma es una colección de relatos, un grupo bellísimo de diapositivas o una novela nebulosa, porque desde hace bastante tiempo procuro no poner etiquetas genéricas a los libros que leo. Sí tengo claro que se trata de un volumen conmovedor, que contiene retratos impagables sobre el mundo gallego; y, sobre todo, una prosa excepcional, que te aroma y embruja desde que abres el tomo hasta que llegas a su última página. Es el maravilloso poder de un escritor increíble, llamado Manuel Rivas. Él nos enseña a Gandón y Chemín, dos amigos desde infancia (separados después por razones de odios familiares), que terminan muriendo el mismo día, con levísima diferencia; y a Liberto, un muñeco de ventrílocuo que permanece dormido en una caja durante muchos años, hasta que lo redescubren unos niños; y a Fermín, un sacerdote que no tiene ojos más que para Ana, en la localidad de Vetusta (¿les suena el asunto?); y al alcohólico Antonio Ventura, quien recuerda a su padre (muerto en Terranova) y lo asocia con la figura de Spencer Tracy en la película Capitanes intrépidos; y a la mendiga desquiciada que fue puta (eso dicen las malas lenguas) en su juventud y que ahora colecciona muñecas maltrechas; y al niño pobre que se come un pan obtenido con la cartilla y se lo come entero sin compartir con su familia, recibiendo después la comprensión tierna de su madre; y al loro que mantiene la vida y la esperanza de un emigrante.

Todas esas piedrecitas de colores (tristes unos, gozosos los otros) pueden ser teselas de un mosaico o tal vez cristales de una vidriera, pero también figuras geométricas de un caleidoscopio, porque un leve desenfoque o cambio de perspectiva nos entrega un resultado diferente.

Es un placer acercarse a los libros de Rivas y por eso lo practico con regularidad. Su forma de concebir la literatura me emociona. También aquí lo ha hecho.

lunes, 8 de abril de 2024

Lo que piensan los hombres bajo el agua

 


Abramos las páginas de Lo que piensan los hombres bajo el agua, de Marino González Montero, y veamos qué historias nos propone. En primer lugar, crece ante nuestros ojos una aventura en veinte diapositivas (“En la piscina”) sobre un hombre que decide adquirir un bono de treinta baños y que nos va contando los detalles de su odisea: los gritos de los niños, los silbatos de los monitores, el pudor a la hora de desnudarse en los vestuarios… Y al final, en una memorable secuencia, una simpática sorpresa. Luego accedemos al segundo bloque (“De compras”), donde seguimos al narrador por un laberinto de televisores, neveras, cuchillos, perfumes, pasillos donde se alinean los productos de limpieza, bragas inauditamente sustraídas... y un rotulador final, tan gamberro como gracioso. Les recomiendo que en esta parte presten especial atención a la emotiva sección XVII. Después, Marino nos invita a salir “De bares”, una franja narrativa llena de personajes solitarios, reflexiones a mitad de camino entre lo serio y lo zumbón, pintadas en los aseos, música ambiental, bebedores recalcitrantes e incluso un guiño a Los Simpson. Y, por fin, “Las clases”, con el bostezo continuo de los estudiantes, la rabia por tener que aprender palabras que nada significan para ellos y el estupor creciente del profesor, que oscila entre la entrega sacerdotal y el hastío (detengan la mirada sobre todo en la bellísima secuencia V, que sin duda emocionará a todas las personas que se dediquen a la enseñanza).

El volumen, que se lee con fluidez, está salpicado por agradables pinceladas de humor, que otorgan una coloración distinta a situaciones cotidianas (es decir, invisibles) y que los lectores aplaudimos, porque nos permiten contemplar dichas situaciones “desde el otro lado” (como las ronda el poeta, según García Lorca). Con buen ojo narrativo, el autor registra los perfiles de la realidad y los va yuxtaponiendo en sus hojas, para mostrarnos las teselas de nuestro entorno, el mosaico multicolor de la piscina, del supermercado, del bar, del centro de enseñanza. Las viñetas del mundo. Es decir, aquello que los demás tenemos delante y en lo que, quizá, no hemos reparado. Hagan el experimento de leerlo. Verán qué curioso.

sábado, 6 de abril de 2024

Señoras y señores

 


Cuando tuve en mis manos por primera vez el volumen Señoras y señores, de Vicente Verdú, yo andaba aún lejos del medio siglo, así que no experimenté (para qué voy a decirles otra cosa) una curiosidad excesiva por el libro. Pero ahora, cuando ya he ingresado con holgura en esa franja (de Gaza), me abismo por fin en sus líneas. Y qué delicia, oigan. Qué maravilloso retrato global de las emociones, éxitos, certidumbres, zozobras, rarezas, fracasos y sabidurías que se obtienen en esa (en esta) prevejez.

Constata Verdú (con una prosa excelente, maravillosa) algunas peculiaridades de esa edad complicada, interregno y frontera, en la cual, pasada “la bisectriz de la edad” (p.173), se empieza a ser invisible desde el punto de vista erótico; y también se empieza a resultar inexistente para el mundo de la publicidad (salvo para los anuncios de gafas, audífonos y seguros de vida). El espejo, que pudo ser un aliado o un colega, ahora es una fuente desagradable de sorpresas, porque nos devuelve una imagen que nos parece infiel o inexacta. Las fotografías ya nunca muestran la cara o el cuerpo que creemos tener. Los vídeos se obstinan en dejar clara “nuestra creciente obsolescencia” (p.83). Y la muerte se convierte en un territorio que se aproxima con inquietante chirrido, después de dejarnos “tiroteados por los años” (p.123).

¿Se puede entender este ensayo a los veinte, a los treinta, a los cuarenta? Yo creo que no. Pero si ustedes han llegado ya al medio siglo, les ruego que no se priven del placer intelectual de acercarse a estas páginas, ante las cuales se encontrarán docenas de veces asintiendo con la cabeza. E insisto: qué prosa, oigan. Auténtica maravilla. Como muestra, les dejo algunas de las frases que he subrayado en el tomo, aunque les adelanto que son una pequeñísima porción de las que ustedes, seguro, subrayarán.

“Como regla maestra, a esta edad debe abandonarse la vanidad de considerar el cuerpo como pieza a exhibir y, en consecuencia, conducirse con la ropa de modo que lo que se lleve encima patentice su vocación de tapar y no de enaltecer”. “Lo normal no es ahora tener salud, sino ir tras ella, buscarla, recuperarla”. “El silencio coagula la discordia, paraliza la dialéctica del desacuerdo y permite vivir como en una piscina de mercurio, blindada, refulgente”. “La muerte, en fin, no nos necesita: la muerte nos ignora. ¿Por qué no ignorar, por tanto, a la muerte?”. “Los recuerdos de otros muertos que prosiguen activos en nuestra memoria son como cintas de vídeo que vamos distribuyendo a otros seres vivos y cercanos que no les conocieron”. “No es igual aceptarse que aceptar a los otros, pero siempre es más factible tolerar a los demás cuando uno ha tropezado repetidamente con la imposibilidad de ser mejor y ha reconocido su insuficiencia”. “Nos iremos, pues, a la tumba atiborrados de sueños, deseos, invenciones”. “Cuando los sueños, por fin, se extinguen y los oídos dejan de escuchar los cantos de sirenas, el hecho de vivir puede cobrar una dignidad benefactora mediante la aceptación del fracaso”. “La vida viene a ser, una y otra vez, en cualquier tiempo, la mejor edad donde ser feliz”.

jueves, 4 de abril de 2024

Homenaje debido

 


Repetía a menudo mi madre aquello de que es de bien nacidos ser agradecidos. Y esa verdad, trasladada al mundo de la literatura, siempre la he respetado de forma escrupulosa: me alegra, me enorgullece, me nace ponerme en pie y tributar mi aplauso a los libros que traen enseñanza y emociones a mi espíritu. Observo que también lo hace Dionisia García en las páginas de Homenaje debido, un hermoso volumen que publica el sello Renacimiento y que se abre con un trabajo dedicado a Quinto Horacio Flaco (“Siempre he sentido preferencia por él”, p.18), un poeta sabio, hondo y equilibrado cuya influencia se ha extendido por el mundo de la literatura durante los últimos dos mil años. Después, nos propone un recuerdo para las figuras femeninas que burbujean en la obra cumbre de Cervantes, deteniéndose sobre todo en el ser jánico Dulcinea/Aldonza, explicándonos el delicado equilibrio que don Miguel establece entre las dos y cómo “ambas se necesitan, y el escudero Sancho Panza es el intermediario mayor entre lo imaginado y lo real” (p.29). También, en este segundo capítulo, nos lanza un leve (engañosamente leve) interrogante en la página 39, que dejo para reflexión de los lectores: “¿Besaba don Quijote?”.

A partir de ahí, plural y sugerente, Dionisia García nos habla de las dos mujeres amadas por Antonio Machado (ambas mucho más jóvenes que él y ambas tristes en su brevedad); de su fervor por la obra poliédrica del francés André Maurois (“Junto a su excelencia creadora, era un gran buscador, no solo de lo trascendente, sino del mundo todo”, p.64); de su admiración por la poeta Anna Ajmátova, gran voz golpeada por el salvajismo estalinista; de Edith Stein, Simone Weil y Etty Hillesum, que estaban “unificadas por su espiritualidad” y que “vivieron tiempos difíciles y oscuros” (p.86); del príncipe de Lampedusa, autor de la inolvidable novela El gatopardo; y, por fin, de la filósofa malagueña María Zambrano, quien a pesar de la dificultad que presenta siempre su lectura (“Discípula de Ortega, no heredó María Zambrano de su maestro la claridad que tanto se agradece”, p.143) nos entregó obras de auténtica valía, como la que centra este escrito, dedicado a la vigencia de la filosofía de Séneca, “recuperada de nuevo para las épocas” (p.156).

Una obra llena de inteligencia, reflexión y buena literatura, que aconsejo leer en completo silencio y con un lápiz en la mano, para subrayar y tomar notas.