Vuelvo
(como siempre he hecho, como siempre haré) a la literatura de Miguel Sánchez
Robles, que esta vez nos entrega un bodegón de relatos que, en su mayor parte,
obtuvieron premios en concursos de toda España. Como intuía, esta feliz navegación
por sus páginas me produce embriaguez, sobre todo por la forma que el autor
tiene de mirar a los personajes periféricos: aquellos que no encajan en la
existencia, que se formulan preguntas y que brillan por su anomalía
extravagante. Miguel observa con infinita atención a esos seres marginales,
puros, cuyo corazón y cuyo cerebro no pertenecen a la “normalidad” (entendida
esta como el estado de sopor en que viven quienes nunca levantan el dedo, o
deciden estar tristes, o circulan por carriles prohibidos, o pasean llorando
bajo la lluvia).
Frente
a la grisácea planicie de lo cotidiano, los personajes que le gustan a Miguel
jamás son ortopédicos ni banales: miran lo que no mira nadie, escuchan lo que
nadie escucha, buscan el imposible. Han sido arrojados a la existencia, como
seres imaginados por Emil Cioran o Jean-Paul Sartre, y son señalados por los
demás, que temen su herejía lúcida y la luz de sus iris nunca narcotizados. Son
criaturas que se atreven, que rondan las cosas desde el otro lado (como decía
García Lorca del poeta); y que, quizá por eso mismo, reciben el desprecio, la
burla o, en el mejor de los casos, la conmiseración de sus semejantes.
Dueño de un universo poderoso y particular, el caravaqueño vuelve a invitarnos para que entremos en él y conozcamos a Elena María Débora, quien sospecha que el mundo es un lugar siniestro que se encuentra al borde del colapso; a Celia Narboni, cuyo infierno doméstico no es sospechado ni siquiera por su mejor amigo; a Rosa, que colorea el sinsentido de su vida acudiendo al zoo, donde ansía volver a encontrar al desconocido que le regaló el beso más hermoso del mundo; a Helia, que parecía un ángel pálido; o a la Espartaca, que parece vivir siempre en el misterioso país de las lágrimas. Seres vulnerables, heridos, que caminan por los bordes de acantilados vertiginosos y que sienten la atracción desgarradora del oleaje que ruge abajo. En esos paisajes de infortunio y de inadaptación burbujean las criaturas de Miguel Sánchez Robles, quien las mira con una oceánica ternura inútil. Cómo no quedar prendado de sus relatos. Es único.
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