Qué
difícil resulta, para una persona vulnerable o especialmente sensible, resistir
el empuje de las ilusiones, de las esperanzas, de los sueños. Y Elsa, desde
luego, es una mujer muy vulnerable y muy sensible. Hace tiempo, después de
haber vivido una experiencia sentimental que se frustró y la dejó maltrecha,
conoció levemente a un hombre llamado Agustín, con el que intercambió unos
minutos de charla; pero la huella que en su alma dejó aquel hombre fue tan
nítida, tan firme, tan duradera, que lleva años alimentando en silencio, en su
casita de las Alpujarras, una idolatría ciega por él. Lo llama amor, porque no
sabe qué otro nombre puede ponerle a esa emoción que la embriaga e impregna:
todos sus pensamientos, todas sus cartas, incluso todos sus sueños, están
colonizados por la presencia magnética de ese hombre que, ignorante de la
impronta que ha dejado en Elsa, vive su propia vida a muchísimos kilómetros de
allí, en Barcelona.
De
pronto, un personaje nuevo se suma a la vida de Elsa: María, una maestra
destinada a la localidad, que después de haber comentado en broma que sabe
hipnotizar a la gente, es requerida por Elsa para que la suma en un trance y,
juntas, averigüen cuál es el misterioso significado de los sueños que la
asaltan por las noches, donde aparece Agustín, pero donde también se habla del
año 1864, de Bismarck, de una cruenta guerra y de un hombre llamado Eduardo.
¿Qué se puede decir de la narrativa de Adelaida García Morales? Se me ocurren palabras como tenuidad, como niebla, como silencios, como lentitud; y todas esas palabras se entrelazan para dibujar una prosa de acuarela, de la que ya conocí una primera muestra al adentrarme en El sur (https://rubencastillo.blogspot.com/2020/08/el-sur.html) y que, en esta segunda aproximación me vuelve a deparar unas horas de deliciosa lectura. Busque la obra quien desee reflexionar sobre el mundo de los amores imposibles, de las fascinaciones misteriosas y del poder absorbente que pueden desplegar, en ocasiones, unas pocas palabras, unas pocas miradas.
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