jueves, 18 de junio de 2015

Principio de gravedad



Un personaje del argentino Julio Cortázar declaraba en su libro Rayuela: “Estoy obligado a tolerar que el sol salga todos los días. Es monstruoso. Es inhumano”. Ese determinismo cósmico, esa significante anécdota, habla –y mucho– de nuestra condición de microbios existenciales, afectados por leyes y pulsos de orden gravitacional que nos superan y determinan. El poeta Vicente Velasco Montoya (Cartagena, 1976), rotundo y firme, acaba de proponernos a través de la editorial Balduque un nuevo acercamiento a esa zozobra, constatando que todo a nuestro alrededor se tambalea, se erosiona o es mentira: los dioses que se supone que nos circundan (“Siempre en silencio, caprichosos, / despreocupados de mis heridas”), las imágenes que atesoramos de nuestros seres predilectos (“Son las fotografías la mayor de las falacias”), los auxilios de los terapeutas (“Un cúmulo estelar de divanes para imbéciles”), la muerte desoladora de la madre (“Fallecía, sin dios alguno, con todas sus cicatrices”), la condición espuria de nuestra vida (“Podría ser que todo fuera / falsificado”)… Todo este cúmulo de descubrimientos nos conduce a la asunción del ocaso (“Me reconocí formalmente fallecido”) y a descubrir que estamos huecos por fuera (“No, amigos. No hay nadie esperando”); pero a la vez nos orienta en otras direcciones, nos muestra otros senderos por los que transitar con espíritu nietzscheano: “Pon tus pies en el suelo porque no hay infierno, / ni dioses, ni burócratas con toga, ni infieles, / ni tristeza para los psicólogos, ni aplausos / para esta híbrida representación”.
El efecto que producen estos versos magníficos de Vicente Velasco Montoya es quizá desolador, pero no porque su mirada sea apocalíptica o su resumen resulte voluntariamente agrio, sino porque la lucidez depara por regla general unos frutos huérfanos de azúcar. Refractario al uso de anteojos consoladores o deformantes (los dogmas religiosos, los dogmas sociales, los dogmas científicos), el poeta advierte su desnudez y la de los otros. Es el rey sin vestiduras y no tolerará que lo engañen más sastrecillos fraudulentos. Éste soy yo; ésta es mi piel; éste es el viento que la azota. Sigamos navegando. Y en esa navegación notaremos las condiciones del océano, buenas y malas, ásperas y cómodas (la quemazón solar, la brisa refrescante, la tensión de la sal en la piel, el mareo bamboleante del navío), para a la postre descubrir con Jean-Paul Sastre que el mar, cuya superficie es verde, se torna negro por debajo y está habitado por animales repulsivos.

Quizá el final del viaje vital no suponga descender por la falda de la montaña y hundirnos en la sombra sino, al contrario, llegar a lo alto y contemplar desde allí la Verdad, llámese ésta Negrura, Vacío, Luz o Lucidez. Poner las plantas en la cúspide del monte Nebo, abrir los ojos y pensar: “¿Esto era?”. Y después tender la mirada hacia abajo, lánguidos, como el caminante sobre el mar de nubes de Caspar David Friedrich, y suspirar con el descubrimiento de “que la existencia tiene el mismo propósito / que un bloque de hielo a punto de caer al océano. / Que el desierto avanza, inexorablemente”. Quién puede saberlo.

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