Un personaje
del argentino Julio Cortázar declaraba en su libro Rayuela: “Estoy obligado a tolerar que el sol salga todos los días.
Es monstruoso. Es inhumano”. Ese determinismo cósmico, esa significante anécdota, habla –y mucho– de nuestra condición de
microbios existenciales, afectados por leyes y pulsos de orden gravitacional
que nos superan y determinan. El poeta Vicente Velasco Montoya (Cartagena,
1976), rotundo y firme, acaba de proponernos a través de la editorial Balduque
un nuevo acercamiento a esa zozobra, constatando que todo a nuestro alrededor
se tambalea, se erosiona o es mentira: los dioses que se supone que nos
circundan (“Siempre en silencio, caprichosos, / despreocupados de mis
heridas”), las imágenes que atesoramos de nuestros seres predilectos (“Son las
fotografías la mayor de las falacias”), los auxilios de los terapeutas (“Un
cúmulo estelar de divanes para imbéciles”), la muerte desoladora de la madre
(“Fallecía, sin dios alguno, con todas sus cicatrices”), la condición espuria de
nuestra vida (“Podría ser que todo fuera / falsificado”)… Todo este cúmulo de
descubrimientos nos conduce a la asunción del ocaso (“Me reconocí formalmente
fallecido”) y a descubrir que estamos huecos por fuera (“No, amigos. No hay nadie esperando”); pero a la vez nos
orienta en otras direcciones, nos muestra otros senderos por los que transitar
con espíritu nietzscheano: “Pon tus pies en el suelo porque no hay infierno, /
ni dioses, ni burócratas con toga, ni infieles, / ni tristeza para los
psicólogos, ni aplausos / para esta híbrida representación”.
El efecto
que producen estos versos magníficos de Vicente Velasco Montoya es quizá
desolador, pero no porque su mirada sea apocalíptica o su resumen resulte
voluntariamente agrio, sino porque la lucidez depara por regla general unos
frutos huérfanos de azúcar. Refractario al uso de anteojos consoladores o
deformantes (los dogmas religiosos, los dogmas sociales, los dogmas
científicos), el poeta advierte su desnudez y la de los otros. Es el rey sin
vestiduras y no tolerará que lo engañen más sastrecillos fraudulentos. Éste soy
yo; ésta es mi piel; éste es el viento que la azota. Sigamos navegando. Y en
esa navegación notaremos las condiciones del océano, buenas y malas, ásperas y
cómodas (la quemazón solar, la brisa refrescante, la tensión de la sal en la
piel, el mareo bamboleante del navío), para a la postre descubrir con Jean-Paul
Sastre que el mar, cuya superficie es verde, se torna negro por debajo y está
habitado por animales repulsivos.
Quizá el
final del viaje vital no suponga descender por la falda de la montaña y
hundirnos en la sombra sino, al contrario, llegar a lo alto y contemplar desde
allí la Verdad ,
llámese ésta Negrura, Vacío, Luz o Lucidez. Poner las plantas en la cúspide del
monte Nebo, abrir los ojos y pensar: “¿Esto era?”. Y después tender la mirada
hacia abajo, lánguidos, como el caminante sobre el mar de nubes de Caspar David
Friedrich, y suspirar con el descubrimiento de “que la existencia tiene el
mismo propósito / que un bloque de hielo a punto de caer al océano. / Que el
desierto avanza, inexorablemente”. Quién puede saberlo.
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