Supongo
que, siendo hombre, mi comprensión profunda de este libro ha de ser,
pese a toda la buena voluntad que le he puesto a la lectura, limitada. Y acepto
sin reservas esa conclusión. De todas formas, añadiré que este volumen de
relatos (que se titula No soy yo y cuya autora es Karmele Jaio) me ha
conmocionado. No me atreveré a asegurar que lo he entendido, pero sí les
aseguro que he realizado un enorme esfuerzo para entenderlo. En síntesis, estas
páginas intentan retratar el estado anímico de una serie de mujeres que,
llegadas a cierto estadio de su vida, necesitan revisarse y revisar su entorno,
descubrir cómo se ha llegado a ese punto de inflexión, qué jirones de piel y de
alma se dejaron en el camino, qué luces son posibles todavía, qué acciones
pueden ejecutar para encontrar o encontrarse. En suma, intentar limpiarse de
las adherencias indeseadas que el mundo, la edad o los hombres han depositado
sobre su piel. Descubrirse. Reconciliarse.
Esas
búsquedas necesarias y liberadoras las ejecutan todas las protagonistas: la mujer
que intenta encontrar su cuarto propio para escribir, por encima o por debajo
de los sonidos futbolísticos de su marido (“El grito”); la mujer cuyos hijos ya
funcionan de forma autónoma y que, tras una mamografía, siente la necesidad de
que su pareja siga contemplándola con deseo (“Peritas en dulce”); la mujer que
ha dirigido todos sus esfuerzos vitales a alejarse del ambiente gárrulo de su
infancia (“Olores que vienen del patio”); la mujer que siente un impulso
erótico por un antiguo amigo que ahora vive en su barrio (“Margaritas entre los
dedos”); la mujer que, atravesada la línea de los cuarenta, comprende con
amargura que es imposible soñar la juventud (“La chupa negra”); la mujer que
descubre que es inútil tratar de reencontrarse con una amiga de la universidad,
porque la vida se ha encargado de transformarlas (“Vitoria-Ibiza-Benidorm”); la
mujer que descubre que destejer un jersey puede ser una forma maravillosa de comenzar
una nueva vida (“Sol de abril”); o la mujer que se desplaza con su hermana a
Adís Abeba para adoptar a una niña etíope (“Ecografías”).
Todo tipo de desgarros, de hundimientos emocionales, de constataciones tristes, de derrotas anímicas, que nos van acercando a una realidad distinta, que acaso siempre hemos tenido ante los ojos (en nuestras madres, en nuestras esposas, en nuestras amigas) y no hemos sido capaces, ay, de detectar. Siempre le estaré agradecido a Karmele Jaio Eiguren por haberme abierto los ojos; y, sobre todo, por haberlo hecho con una escritura tan magnífica. No lo dejen pasar.
No he leído a Karmele Jaio Eiguren, pero los asuntos de sus relatos que tú tan bien sintetizas no son, desde luego, menores. Sí que son, como tú bien dices, muy ajenos a los hombres, que vivimos ignorantes muchas veces de estos desgarros emocionales que nuestras compañeras tienen. Sí que su lectura puede servir de aldabonazo de mi conciencia. Procuraré leer algo de esta mujer, nada de ella a día de hoy, ha llegado hasta mis manos.
ResponderEliminarUn saludo