viernes, 6 de mayo de 2022

Mujeres que leían

 


Cuando se puso a escribir esta obra, quizá Rosa Huertas no era consciente de todo lo que estaba a punto de consignar en sus páginas (la forma inicua en que las mujeres han estado silenciadas en el mundo de la cultura durante siglos; los cortinajes que se han colocado alrededor de las creadoras para mantener su obra en la oscuridad; el humillante paternalismo desdeñoso que sobre ellas se ha desplegado con triste eficacia). Pero la grandeza de esta obra, que se titula Mujeres que leían y que fue publicada por el sello Tres Hermanas en 2019, reside en que, detallando anécdotas de su núcleo familiar, nos ha dejado el imborrable dibujo de unas mujeres que “ni siquiera supieron que podían soñar” (p.23) y que “se rebelaron ante el destino” (p.112), reclamando sin aspavientos una justicia y una igualdad que ahora Rosa les reconoce con su hermoso homenaje sentimental y literario.

Habría que ser muy obtuso para negar la cruel manipulación, la cruel campaña de silencio, la cruel postergación implacable que sobre las mujeres se ha ejercido desde tiempo inmemorial: se les hizo creer que eran inferiores, fueron ocultados de forma deliberada sus logros y méritos, se les negaron derechos básicos sin que mediase ningún tipo de explicación, se ocultaron sus nombres (a veces, incluso se les arrebató un porcentaje no pequeño de su grandeza convirtiéndolas en las “esposas de”, incluida Madame Curie) y se ridiculizaron sus intentos por cantar, esculpir, pintar o escribir, como si fueran seres de segunda categoría. Todo eso nos lo resume Rosa Huertas hablándonos de su madre (que no pudo cantar en el colegio, con seis años, Noche de paz, porque sus padres no podían permitirse la compra de un traje de pastorcilla, y que no pudo resarcirse de esa tristeza hasta ochenta años después), de su tía abuela Robertina (que leía de forma voraz unos libros que, años después, fueron quemados por ser “peligrosos”), de otras mujeres de su familia (que escribieron partituras que solamente aparecieron años más tarde, cuando ellas ya no existían) y de ella misma (que se sumó al mundo de las lectoras empedernidas gracias a los libros de Elena Fortún y que siempre soñó con publicar sus propios libros: ella sí ha cumplido su sueño).

Heredera de un valiente grupo de mujeres inteligentes, Rosa Huertas escribe en la página 133 de este libro un párrafo que no me resisto a copiar entero: “Ellas, las que nos precedieron, dejaron su impronta en la casa. Sentí que su presencia flotaba en el aire, como si aún se pasearan, leyendo; como si Robertina siguiera sentada en el banco del porche con El Quijote entre las manos. La lectura nos hace crecer, nos levanta del suelo. Nadie sabe adónde va, pero sí podemos saber de dónde viene. Yo sé que vengo de ellas, las mujeres que leían. La lectura me une a todas, las desconocidas, y nos abrazamos en silencio desde el tiempo”.

Yo, el sobrino de la bibliotecaria Esperanza Castillo, también vengo de mujeres que leían. Y me pongo en pie para tributarles un aplauso, en el cual incluyo a la gran Rosa Huertas, autora de este libro maravilloso.

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