Basta
con leer las primeras páginas de este diario de 1999 para comprender que la
persona que dibujó sus letras es alguien especial. Y no lo digo porque se trate
de mi admirada Dionisia García, sino porque cuando una persona, a sus setenta
años, escribe con pesadumbre humilde una frase como “Queda tanto por saber…”
(anotación de 23 de agosto) no queda sino descubrirse y sentir que la piel se
eriza de admiración. A una edad en la que casi todos los escritores se
encuentran “de vuelta”, concentrados más en su obra que en su curiosidad, la
gran poeta Dionisia García seguía con su afán de conocer a los otros, a los
poetas más jóvenes, a los pensadores y prosistas a quienes todavía no había
frecuentado. Y en ese afán de saber se puede incluir su fe religiosa, tantas
veces anotada en este libro, y que revela un alma anhelante, confiada y limpia.
Generosa
en su valoración de quienes la rodean, Dionisia nos habla de la poesía de
Pascual García, de la obra pictórica de Francisca Fe Montoya, de su amistad
profunda por Clara Janés, Pedro García Montalvo, Miguel Espinosa, Sánchez
Rosillo o Soren Peñalver, de la relación con su esposo o sus hijos, de su
tristeza por la salud de un sacerdote muy cercano a su corazón… Y, de forma
inevitable, palpita siempre en sus líneas la voz de la poeta, que traslada su
música a la prosa. Aportaré un solo ejemplo: “La luz tiene color de otoño.
Cuántos otoños ya. Sé que vivo los restos. Quisiera vivirlos en paz”.
Heptasílabos y eneasílabos, con su rima asonante. Ahora comparemos esas felices
palabras con el arranque del libro Asklepios, de su gran amigo Miguel
Espinosa: “Me llamo Asklepios, y de tarde en tarde tomo la pluma para
confesarme”. Seguro que se advierte la semejanza de música.
Ilusiona recorrer estas páginas, porque sirve para que escuchemos el alma de una de las poetas mejores que ha dado la literatura en los últimos tiempos. E ilusiona que la editorial MurciaLibro haya tenido la admirable idea de servírnoslas en un libro delicioso.
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