Acudamos
a una cita de la página 261, casi acabando el libro, para situarnos en el
escenario emocional del mismo. Habla el poeta José María Álvarez: “Soy dichoso
en muchos lugares, el Mar Menor, Alejandría, Budapest, San Petersburgo, Kyoto,
New York, Berlín acaso, Roma, Sicilia…, pero hay dos sin los cuales no concibo
mi vida: París y Venezia. Venezia es mi amante”. De hecho, ya había manifestado
en una página anterior su voluntad de que, tras la muerte, “me quemen, como a
los antiguos, y que hagan tres partes con las cenizas: una para aventarla sobre
el Mar Menor, otra sobre Roma desde el Pincio, y otra para Venezia” (p.81). Ese
espacio de luz, color, carnalidad y Arte se convierte en la sustancia esencial
de este volumen primoroso, que, en edición de Alfredo Rodríguez, publica con
exquisitez el sello MurciaLibro. En él descubrimos los mil pormenores de la
fascinación del poeta por la ciudad de los canales, por sus palacios, sus tonos
de color, el cabello y la nuca de las venecianas, los artesanos de fórcolas,
sus puentes y la “última boqueada del esplendor” (p.34) de un mundo que ahora se
encuentra erosionado por la torpeza de algunas decisiones políticas de su
ayuntamiento y, sobre todo, por la invasión del turismo de masas. Ese turismo
es el perfecto ejemplo de la “mediocridad actual” (p.42), que trae
“devastación” (p.155), pues son “manadas desarrapadas intelectualmente” (p.217)
que se esclafan con sus latas de refrescos en cualquier sitio y ensucian la
Belleza del entorno. La indignación del poeta (que no se circunscribe a
Venecia, sino que extiende al resto del mundo) se sublima entre las páginas 60
y 61, con un contundente análisis: “Qué despreciable el fomento del moderno
turismo. Puede que remedie las arcas, la bancarrota de nuestras sociedades, pero
qué martingala tan devastadora. Qué se les había perdido allí, y sobre todo a
esas hordas de niños con un profesor zopenco al frente, hollando como tártaros,
sin escuchar (al menos de eso se libran) la perorata inicua del pedagogo de
turno”.
Venezia
(con z) es otra cosa. Es una burbuja de pasado y majestad, de arte y de
grandeza antigua, en la que cada iglesia esconde belleza, cada arco requiere
horas de contemplación, cada copa que se toma con un amigo, cada pequeño local
de comidas que se descubre o se recupera, se aroman con los recuerdos de Jorge
Luis Borges, María Kodama, Paco Rabal, Gianfranco Ivancic o Bobo Ferruzzi, por
citar solamente algunos de sus más cercanos espíritus. “Enfermo de Venecia”
(como enfermos fueron también Lord Byron, Chateaubriand, Gautier y otros
célebres artistas), José María Álvarez nos extasía con una torrencial cascada
de cuadros y pintores, que llenan de fulgor cada una de las páginas de este
libro y que invitan a conocerlos en una próxima visita.
Pocas veces encontrarán ustedes un volumen tan rebosante de belleza como este, donde se nos suministran las notas finales de una ópera prodigiosa, que se acerca a su término con estoica majestad.
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