He sido lector bastante tardío de varios monstruos
sagrados de la literatura universal, entre ellos Paul Auster, lo cual no
constituye a mi entender sino una anécdota. Siempre me han llamado la atención
esos tontucios extremistas que ponen unos ojos como platos cuando alguien les
dice que no ha leído a Coetzee, a Bukovski o Modiano, sin detenerse a pensar
que probablemente esa persona haya leído a trescientos autores que él ignora. Tuve
ocasión de conocer unos años atrás El
cuaderno rojo, no me pareció memorable (para qué mentir) y no había vuelto
a insistir con el norteamericano. Ahora he tenido la oportunidad de beberme las
páginas de Diario de invierno y la
sensación ha sido diferente. Me ha interesado mucho más, sin duda alguna. Lo
que el autor de New Jersey hace aquí es contarse significativamente a sí mismo
desde la infancia hasta el presente, mediante hábiles maniobras de analepsis y
prolepsis. Y aunque esto constituya siempre un peligro, porque salvo que uno
haya vivido una vida excepcional lo frecuente es que aburramos a las ovejas
cuando contemos nuestros días, Auster lo esquiva con la mejor técnica posible:
la calidad literaria. Elige siempre el mejor ángulo narrativo, la anécdota
curiosa, la lección que extraer incluso de la banalidad... Y de este modo nos
mantiene pegados a las páginas de su libro.
Usando la segunda persona narrativa (una de las
grandes curiosidades del texto), Auster nos habla de la prostituta francesa que
le recitaba a Baudelaire mientras yacían juntos en la cama; de los más de veinte
domicilios en los que ha vivido, en varios países; de los continuos accidentes
que padeció durante su infancia (los cuales le depararon no pocas cicatrices);
de cómo tuvo purgaciones y ladillas; de cómo su amigo Spiegelman «siempre que
alguien le pregunta por qué fuma, responde indefectiblemente Porque me gusta toser» (p.22); de cómo
le presentaron a su actual mujer el 23 de febrero de 1981 (mientras en España
contemplábamos, perplejos, el anacrónico tricornio de Antonio Tejero); de los
problemas que tuvo con este o aquel pariente; etc. Y como añadido, algunos
funerales, algunos amores, algunas rupturas. Como puede verse, no hay en estas
páginas ni un solo elemento fantástico o extraordinario. Pura cotidianidad.
Pura normalidad gris.
El hombre que opina que «ignorar lo que dice la
gente es beneficioso para la salud mental de un escritor» (p.185) y que se dice
a sí mismo «Has entrado en el invierno de tu vida» (p.243) ha sabido convertir
lo usual en literatura. Es el milagro de las letras. El milagro del talento.
Sigo pensando que este "oster" está sobrevalorado.
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