martes, 29 de abril de 2025

Carta al padre

 


Pocas cartas habrán tenido, en la historia de la literatura, tanta repercusión y habrán generado tantos comentarios como la que Franz Kafka escribió para su padre en 1919. En ella, el escritor checo volcó y diseccionó sus miedos, sus traumas, sus desilusiones, frente a la figura estatuaria de su progenitor, del que Ronald Hayman llegó a escribir que era “grande y fornido, con cuello de toro, intimidatorio, seguro de sí mismo y próspero negociante cuyos imprevisibles estallidos de cólera seguían amedrentándole”. Nada fácil abordar una epístola así para un hijo. Tampoco resultaría fácil leerla para su padre.

Franz, intentando partir en su misiva de un punto que destile poca acrimonia, no duda en asegurar a Hermann que “ni por lo más remoto he creído yo nunca en una culpabilidad de tu parte”. Pero, a continuación, yergue la mirada y anota con detalle un buen número de situaciones en las que se sintió intimidado o desdeñado por él: cuando se cambiaban juntos para acudir al baño y el hijo se sentía un alfeñique al lado de la condición hercúlea del padre; las veces en que usó un registro irónico o malicioso para referirse a personas por las que su hijo había manifestado admiración; el tono de voz que empleaba siempre con él, que lo acoquinaba y lo llevó desde muy joven al mutismo, a la expresión tartamuda, al balbuceo; el poco respeto que mostró siempre por la actividad literaria de Franz, mirando sus producciones como si fueran papeles sin valor; la manera en que trazó una frontera frente a sus hijos, convirtiéndose en alguien altanero, gritón e inaccesible; e incluso que lo haya invalidado para el matrimonio, porque su ejemplo le mostraba una ruta que no le resultaba apetecible ni admirable.

Daba igual lo que hiciera (o esa sensación tuvo Franz, que viene a ser más o menos lo mismo): jamás merecía su aprobación (“Por donde se mirase, siempre incurría en falta frente a ti”). Eso lo volvió una criatura medrosa, encogida, atemorizada, que no llegaba a creer en su propia valía. Pero, por encima de todas estas frases amargas, el hijo quiere sobre todo abrir su corazón ante Hermann (“Padre, por favor, entiéndeme”), quizá soñando con una postrera reconciliación, que nunca se produjo.

Dura, llorosa y lúcida exposición de hechos (o quizá de percepción de hechos, pero insisto en que viene a ser lo mismo, puesto que se grabaron a fuego en el corazón de Franz) que hoy, un siglo después, nos sigue conmocionando.

1 comentario:

  1. Es uno de los libros que más me impresionó cuando lo leí. Y seguramente fue así porque lo leí siendo adolescente o al poco de salir de esa condición. Es en ese estadio cuando más nos enfrentamos al padre en un afán de autoafirmarnos, de crecer, de hacernos adultos; es en ese momento cuando al tiempo que su figura y acciones nos avergüenzan un tanto, lo necesitamos muy mucho. Hacer al padre responsable de todas nuestras desgracias o faltas de éxito no es nada novedoso, matar al padre en sentido metafórico tampoco; yo diría que lo segundo es casi necesario. Es luego cuando el joven se convierte a su vez en padre que reconoce el esfuerzo, mérito -¡o demérito, claro!- de su progenitor.
    Me ha encantado esa palabra, "acrimonia", que empleas en tu reseña. No la conocía. Está visto que la lengua es un pozo sin fondo. Gracias por la enseñanza, Rubén.
    Un fuerte abrazo

    ResponderEliminar