sábado, 27 de abril de 2019

Melocotón en almíbar




Los cuatro personajes (tres hombres y una mujer) que entran en un pequeño piso de alquiler en Madrid se las prometen muy felices. Acaban de cometer un gran robo en una joyería de Burgos y se han hecho con un botín muy notable, que ahora conviene esconder mientras planean el siguiente y último atraco, que tendrá lugar unos días después en la calle Ferraz. Lo primero que hacen es esconder las joyas en una maceta vieja; luego ocultan en un sillón la pistola que han utilizado; y por fin se disponen a descansar unas horas. Pero los problemas comenzarán pronto: el mayor de ellos ha contraído una pulmonía durante el viaje y, ahora, requiere la presencia de un médico, quien decide enviar a una sinuosa monja para que cuide al enfermo. Será ella, precisamente, la que hará tambalearse la calma de los atracadores, con sus preguntas, sus insinuaciones, sus extrañas miradas, sus frases de doble sentido. ¿Acaso sabe lo que han hecho? ¿Y qué pretende con este cerco nervioso al que los somete?
Habilidoso y socarrón, el dramaturgo madrileño nos conduce a través de la obra de la forma más ingeniosa y difícil: haciendo que compartamos la inquietud y la zozobra de los desvalijadores y sin saber si sor María es tonta y parlanchina o, por el contrario, artera y sutil. Solamente en el tramo  final alcanzaremos la respuesta.
Miguel Mihura es Miguel Mihura. Su teatro es chispeante, surrealista e incluso tiene apuntes genialoides (en esta obra quizá menos que en otras suyas), pero es verdad que sus propuestas argumentales pueden resultar tan satisfactorias como irritantes, dependiendo del día en que te sumerjas en ellas. Es lo que hay. O lo tomas o lo dejas. Yo, casi siempre, lo tomo.

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