domingo, 3 de febrero de 2019

La vida errante




Huyendo del horror estético de la torre Eiffel, por la que muestra un terrible desdén, Guy de Maupassant decide emprender un viaje por diversos lugares del Mediterráneo, para descubrir bellezas que lo conforten. El resultado editorial es La vida errante, que Elisenda Julibert traduce para el sello Marbot Ediciones.
Las primeras poblaciones italianas que Maupassant describe se le antojan sucias y malolientes, aunque otras le parecen admirables (“Una de las cosas más bonitas que hay en el mundo es Génova vista desde el mar”, p.42) o directamente únicas, como las bellezas constantes que descubre en Florencia (“bosque de obras de arte”, p.57), la tétrica impresión que le produce el cementerio de los capuchinos de Palermo, repleto de espeluznantes momias, o el éxtasis que le produce Sicilia (“una tierra divina, pues no sólo se encuentran allí las últimas moradas de Juno, de Júpiter, de Mercurio o de Hércules, sino también las iglesias cristianas más notables del mundo”, p.104). En Venecia aludirá con poco interés a sus calles (que “son ríos… ríos o más bien alcantarillas a cielo abierto”, p.252) y a su tamaño (“no es más que un bibelot, un bibelot viejo y encantador, pobre, arruinado, pero orgulloso”, p.253), pero donde le ha sido dado disfrutar del arte pictórico de Tiépolo, “el mayor muralista del pasado, del presente y del futuro” (p.255).
Menos interés tienen, a mi juicio, las páginas que le dedica al norte de África, donde se pierde en paisajismos anodinos, anotaciones religiosas de diletante y lirismos construidos sobre una cierta sofocación de adjetivos.
En resumen, un libro curioso, ameno y que nos vuelve a poner en contacto con uno de los grandes prosistas de su tiempo.

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