jueves, 21 de febrero de 2019

Diarios 1984-1989




Resulta sumamente doloroso imaginarse a Sándor Márai, con 84 años y viviendo lejos de su patria, desengañado del mundo y observando cómo su esposa Lola (compañía fiel durante más de seis décadas) es devorada por un cáncer. Quizá por eso el tono general de este volumen (que traducen del húngaro Eva Cserhati y A. M. Fuentes Gaviño para el sello Salamandra) está impregnado de tristeza, de melancolía, de abatimiento, de desolación. La muerte es aquí contemplada con serenidad, aunque atemorice el camino que puede conducir hasta ella (“Quietud si pienso en la muerte. Inquietud si pienso en el morir”, p.37); la trascendencia es puesta entre paréntesis (“Muy de mayor he llegado a no creer en nada, aunque tampoco descarto nada”, p.46); los calendarios y las agendas se revisten de un tono amenazante (“Soy el último de mis coetáneos, y ahora me toca a mí”, p.171); y la vida, en fin, se convierte en un gelatinoso laberinto gris en el que apenas se vislumbran brillos o ilusiones.
Pero el segmento más duro se inicia cuando Lola comienza su declive físico y mental. Ella, que lo ha supuesto todo para Sándor (“Ha sido un ser maravilloso, la mujer completa, el compendio de todo lo humano, de las virtudes femeninas, el sentido de mi vida, y sigue siéndolo. Si se va, ya nada tendrá sentido”), entra en la cuesta abajo: se inician los mareos, desvanecimientos y caídas; requiere una atención médica continua y especializada; y, en la esclavitud del deterioro, exclama unas palabras que al escritor lo perseguirán hasta el último de sus días: “Qué lento muero”. La crónica, tan detallada como conmovida, que Márai va componiendo en estas hojas estremece por su hondura, por su temblor, por su orfandad de anciano que se va quedando solo y lo sabe. Hasta que, por fin, el 4 de enero de 1986 escribe “L. ha muerto”; y luego anota el 14 de enero “Ha sido incinerada”; y continúa el 4 de febrero “Hoy hace cuatro semanas que murió”. Ese mes de atroz silencio, de silencio retumbante, conmueve más que todo lo escrito antes y después. ¿Qué sintió durante esos treinta días? ¿Qué lágrimas lo anegaron? ¿Qué acantilados se abrieron ante sus pies?
Tres años más tarde, el 15 de enero de 1989, leemos como cierre del tomo: “Estoy esperando el llamamiento a filas; no me doy prisa, pero tampoco quiero aplazar nada por culpa de mis dudas. Ha llegado la hora”. Un mes más tarde, sin haber escrito más en el diario, apoyó en su cabeza el arma que había adquirido meses antes. Y apretó el gatillo.
Obra impresionante. Quizá sólo en la senectud la entendamos del todo.

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