viernes, 7 de diciembre de 2018

Cantos de vida y esperanza




Lo diré en pocas palabras: pensaba que el reencuentro con la poesía de Rubén Darío sería menos gratificante. Cuando lo leí en mi juventud fui consciente de su musicalidad casi wagneriana, de su léxico histriónico, de su infulosa pedantería apenas enmascarada; y aunque acepté esos ingredientes como parte del encanto de su lírica (hablo del año 1988, más o menos), al retomarla tres décadas después imaginaba que esas mismas características podrían atragantárseme.
Por fortuna, no ha sido así: me ha distraído en muchas páginas la polimetría juguetona del nicaragüense, he tenido la cautela de protegerme de su martilleo rítmico (si te dejas llevar por él te zumban los oídos y no logras atravesar la epidermis del poema), he deslizado mis ojos por sus pirotecnias léxicas (obsede, oriflama, triptolémica, áptera, egipán) sin dejarme impresionar… y hasta he tenido el humor de contar las palabras esdrújulas que burbujean en algunas de sus composiciones (casi 40 en “Salutación del optimista”).
Y de este ejercicio de relectura he vuelto a extraer placeres no sólo sensoriales (el poema “Lo fatal” podría ser grabado en mármol) que me confirman la excelencia inmortal de este vate cuyo aliño indumentario no debe ser confundido con su valor lírico: el primero caducará, o resultará sofocante, o provocará incomodidad en algunos lectores; el segundo me parece indiscutible.

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